David Copperfield (92 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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No quiero repetir aquí todo el reconocimiento que debo a Agnes en la práctica de estos preceptos. Mi relato me arrastra hacia ella lo mismo que mi reconocimiento y mi amor.

Vino Agnes a hacer al doctor una visita de quince días. Míster Wickfield era un antiguo amigo de aquel hombre excelente, que deseaba verle para tratar de hacerle algún bien. Agnes le había hablado de su padre en su última visita a Londres, y aquel viaje era el resultado de su conversación. Agnes acompañaba a míster Wickfield. No me sorprendió saber que había prometido a mistress Heep encontrarle alojamiento en las cercanías, pues su reuma exigía, según ella, un cambio de aire, y estaría encantada de encontrarse en tan buena compañía. Tampoco me sorprendió ver al día siguiente a Uriah, que llegaba, como un buen hijo, para instalar a su respetable madre.

—¿Ve usted, míster Copperfield? —dijo, imponiéndome su compañía, mientras me paseaba por el jardín del doctor—. Cuando se ama se está siempre un poco celoso, o por lo menos se desea poder vigilar al objeto amado.

—¿Y de quién está usted celoso ahora? —le dije.

—Gracias a usted, míster Copperfield —repuso—, de nadie en particular, por lo menos, de ningún hombre.

—¿Entonces será por casualidad de una mujer?

Me lanzó una mirada de soslayo con sus siniestros ojos encarnados y se echó a reír.

—Verdaderamente, señorito Copperfield —dijo—, usted… (debía decir míster Copperfield; pero me perdonará esta costumbre inveterada), es usted tan hábil, que me saca todo lo que quiere. Pues bien, no titubeo en decírselo (y puso sobre mí su mano pegajosa): nunca he sido el niño mimado de las mujeres y nunca he gustado a mistress Strong.

Sus ojos se ponían verdes mientras me miraba con su infernal astucia.

—¿Qué quiere usted decir? —le pregunté.

—Aunque soy procurador, míster Copperfield —repuso con una risita seca—, por el momento quiero decir exactamente lo que digo.

—¿Y qué quiere decir su mirada? —continué con calma.

—Mi mirada; pero, querido Copperfield, ¡qué exigencias! ¿Mi mirada?

—Sí, sí, su mirada.

Pareció encantado, y reía con todas las ganas que podía. Después de rascarse la barbilla repuso lentamente, con los ojos bajos:

—Cuando yo no era más que un empleadillo me despreciaba. Siempre quería que Agnes fuera a su casa, y también le quería a usted, míster Copperfield. Pero yo estaba muy por debajo de ella para que se fijara en mí.

—Y bien —dije—, aunque así fuera.

—Y por debajo de él también —prosiguió Uriah muy claramente y en tono reflexivo, mientras continuaba rascándose la barbilla.

—Debía conocer usted lo bastante al doctor para saber que, con su espíritu distraído, no pensaba en usted más que cuando le tenía delante de los ojos.

Me miró de nuevo de soslayo, alargando su delgado rostro para rascarse con más comodidad, y me respondió:

—¡Oh, querido, no me refiero al doctor; pobre hombre! Hablo de míster Maldon.

Se me apretó el corazón. Todas mis dudas, todas mis aprensiones sobre aquel asunto, toda la paz y la felicidad de la vida del doctor, aquella mezcla de inocencia y de compromiso que no había podido desvelar; vi en un momento que estaba a merced de aquel miserable.

—Nunca entraba en el despacho sin mandarme salir y empujarme fuera —continuó Uriah— un lindo caballero. Yo era dulce y humilde como lo soy siempre. Pero eso no impide que en aquel tiempo no me gustara aquello, como tampoco me gusta ahora.

Cesó de rascarse la barbilla y se puso a chuparse las mejillas de tal modo, que debían tocarse en el interior, mientras continuaba mirándome con la misma mirada oblicua y falsa.

—Es lo que se llama una mujer bonita —continuó cuando su rostro recobró la forma natural—, y comprendo que no mire con buenos ojos a un hombre como yo. Por eso estoy seguro de que enseguida hubiera dado a mi Agnes el deseo de aspirar a más; pero si no soy del gusto de las señoras, míster Copperfield, eso no impide que tenga ojos y que vea. En general, nosotros, con nuestra humildad, tenemos ojos y sabemos servirnos de ellos.

Traté de poner una expresión despreocupada; pero adivinaba en su rostro que no le engañaba.

—No quiero dejarme pegar, Copperfield —continuó, frunciendo con expresión diabólica el sitio en que deberían encontrarse sus cejas rojas si las hubiera tenido—, y haré lo posible para poner término a esta amistad. No la apruebo, y no temo confesarle que mi naturaleza no es la de un marido cómodo, y quiero alejar a los intrusos. No tengo ganas de exponerme a que conspiren contra mí.

—Como usted está siempre conspirando, se figura que todo el mundo hace lo mismo —le dije.

—Es posible, míster Copperfield —respondió—; pero yo tengo un objetivo, como solía decir mi asociado, y haré todo lo posible por conseguirlo. Por mucha que sea mi humildad, no me dejo pisar. No quiero que nadie se interponga en mi camino. Y realmente les haré volver la espalda, míster Copperfield.

—No le comprendo —dije.

—¿De verdad? —respondió con uno de sus estremecimientos habituales—. Me sorprende mucho, míster Copperfield. ¿Usted, de tan rápida comprensión? Otra vez trataré de ser más explícito. Pero ¿no es precisamente míster Maldon el que llega por allí a caballo? Me parece que llama en la verja.

—Sí; parece que es él —respondí con toda la indiferencia que pude.

Uriah se detuvo bruscamente, metió las manos entre sus rodillas y se dobló en dos a fuerza de reír. Era una risa silenciosa; no se le oía. Yo estaba tan indignado por su conducta odiosa, y sobre todo por sus últimas palabras, que le volví la espalda sin más ceremonia, dejándole que riera a su gusto en el jardín, donde parecía un espantapájaros para los gorriones.

No fue aquella tarde, sino dos días después, un sábado, lo recuerdo muy bien, cuando llevé a Agnes a que viese a Dora. Había arreglado de antemano la visita con miss Lavinia y habían invitado a Agnes a que tomara el té.

Estaba al mismo tiempo orgulloso e inquieto; orgulloso de mi querida y pequeña Dora; inquieto por ver si le gustaría a Agnes. Durante todo el camino de Putney (Agnes iba en el ómnibus y yo en la imperial) traté de imaginarme a Dora bajo uno de sus aspectos encantadores que yo conocía tan bien, y tan pronto pensaba que me gustaría encontrarla exactamente como en tal momento, como pensaba que quizá sería mejor como en tal otro. Tenía fiebre.

De todos modos tenía la seguridad de que estaría muy bonita; pero sucedió que nunca me había parecido tan encantadora. No estaba en el salón cuando presenté a Agnes a sus dos tías; había huido por timidez. Pero ahora ya sabía dónde había que ir a buscarla, y la encontré tapándose los oídos con las manos y la cabeza apoyada contra la misma pared del primer día.

En el primer momento me dijo que no quería ir; después me pidió que le concediera cinco minutos de mi reloj y, por fin, se agarró de mi brazo; su lindo rostro estaba cubierto de un modesto rubor: nunca había estado tan bonita; pero cuando entramos en el salón se puso completamente pálida, lo que la ponía cien veces más bonita todavía.

Dora temía mucho a Agnes, pues decía que era «tan inteligente». Pero cuando la vio mirándola con sus ojos a la vez serios y alegres, tan pensativos y tan buenos, lanzó un ligero grito de sorpresa, se lanzó en los brazos de Agnes y apoyó dulcemente su mejilla inocente contra la de aquella.

Nunca había sido tan feliz; nunca había estado tan contento como cuando las vi sentarse una al lado de otra. ¡Qué bueno ver a mi querida Dora mirando con afecto los ojos cariñosos de Agnes! ¡Qué alegría ver la ternura incomparable con que Agnes la miraba!

Miss Lavinia y miss Clarissa participaban de mi alegría a su manera. Nunca había visto un té tan alegre. Miss Clarissa lo presidía; yo cortaba y hacía circular el pudding, helado, con pasas de Corinto. A las dos hermanas les gustaba, como a los pájaros, picotear los granos y el azúcar. Miss Lavinia nos miraba con benévola protección, como si nuestro amor y nuestra felicidad fueran obra suya, y todos estábamos contentos unos de otros.

La dulce serenidad de Agnes había conquistado a todos. Parecía haber venido a completar nuestro feliz círculo. ¡Con qué tranquilo interés se ocupaba de todo lo que interesaba a Dora! ¡Cómo había sabido hacerse enseguida amiga de Jip! ¡Con qué amable alegría bromeaba con Dora, que no se atrevía a venir a sentarse a mi lado! ¡Con qué gracia modesta y sencilla arrancaba a Dora, encantada, una multitud de pequeñas confidencias que la hacían enrojecer hasta el blanco de los ojos!

—¡Estoy tan contenta de que me quieras! —dijo Dora cuando terminamos de tomar el té—. No estaba muy segura, y ahora que Julia Mills se ha marchado, todavía necesito más que me quieran.

Recuerdo que había olvidado mencionar el hecho importante de que miss Mills se había embarcado para la India y que Dora y yo habíamos ido a visitarla a bordo del barco en el puerto de Gravesend. Nos habían dado para merendar jengibre, guayaba y otras golosinas del mismo género, y habíamos dejado a miss Mills deshecha en lágrimas, sentada a bordo con un grueso cuaderno debajo del brazo, donde se proponía escribir todos los días, y guardar cuidadosamente bajo llave, las reflexiones que le inspirase el espectáculo del océano.

Agnes dijo que temía no haber hecho de ella un retrato demasiado agradable; pero Dora le aseguró enseguida lo contrario.

—¡Oh, no! —dijo sacudiendo sus bucles—. Al contrario, sus alabanzas no terminaban y tiene tanto en cuenta tu opinión, que yo casi la temía.

—Mi opinión no puede añadir ni quitar nada de su afecto por ciertas personas —dijo Agnes sonriendo.

—¡Oh!, repítemelo enseguida —repuso Dora con su voz más acariciadora.

Nos divertimos mucho viendo que Dora quería a toda costa que la quisieran.

Después, para vengarse, me dijo tonterías, declarando que no me quería nada, y con aquellas chiquilladas la tarde nos pareció muy corta. El ómnibus iba a pasar y había que marcharse. Estaba solo ante el fuego, cuando Dora entró despacito para besarme antes de mi partida, según su costumbre.

—Doady, ¿no crees que si hubiera tenido una amiga así desde hace mucho tiempo —me dijo con los ojos brillantes y su manita jugando con uno de mis botones— qu iza seria más inteligente de lo que soy?

—Querida mía —le dije—, ¡qué locura!

—¿Crees que es una tontería? —repuso Dora sin mirarme—. ¿Estás seguro?

—Completamente seguro.

—He olvidado —continuó Dora dando vueltas a mi botón— cuál es tu grado de parentesco con Agnes, ¡malo!

—No es parienta mía; pero nos hemos educado juntos, como hermano y hermana.

—No comprendo cómo has podido enamorarte de mí —dijo Dora dedicándose a otro botón de mi chaqueta.

—¡Quizá porque no es posible verte sin quererte, Dora!

—¿Pero, y si no me hubieras visto nunca? —dijo Dora pasando a otro botón.

—¿Y suponiendo que no hubiéramos nacido? —dije alegremente.

Me preguntaba en qué pensaría mientras admiraba en silencio la mano dulce que pasaba revista sucesivamente a todos los botones de mi chaqueta, los bucles ondulantes que caían sobre mi hombro y las largas pestañas que cubrían sus ojos bajos. Por fin los levantó hacia mí, irguiéndose en la punta de los pies para darme, con expresión más pensativa que de costumbre, su precioso besito, una vez, dos, tres; después salió de la habitación.

Todo el mundo volvió cinco minutos después. Dora había recobrado su alegría habitual. Estaba decidida a hacer ejecutar a Jip todos sus ejercicios antes de la llegada del ómnibus. Aquello fue muy largo, no por la variedad de ejercicios, sino por la mala voluntad de Jip, y cuando el coche llegó ante la puerta todavía no habíamos visto más que la mitad. Agnes y Dora se despidieron apresuradamente, pero con mucha ternura, y quedaron en que Dora escribiría a Agnes (a condición de que no le parecieran sus cartas demasiado tontas) y que Agnes le contestaría. A la puerta del coche se despidieron de nuevo, y todavía otra vez después, cuando Dora, a pesar de miss Lavinia, que la detenía, corrió a la portezuela del coche para recordar a Agnes su promesa y hacer revolotear ante mí una vez más sus encantadores bucles.

El coche nos dejaba cerca de Covent Garden, y desde allí teníamos que tomar otro para llegar a Highgate. Yo esperaba con impaciencia el momento de estar solo con Agnes para saber lo que le había parecido Dora. ¡Oh, qué de elogios me hizo! ¡Con qué ternura y bondad me felicitó por haber conquistado el corazón dé aquella encantadora criatura, que había desplegado ante ella toda su gracia inocente! ¡Con qué seriedad me recordó, sin darle importancia, la responsabilidad que pesaba sobre mí!

Nunca, nunca había querido a Dora tan profunda ni tan sinceramente como aquel día. Cuando nos bajamos del coche y entramos en el tranquilo sendero que conducía a casa del doctor le dije a Agnes que a ella le debía mi felicidad.

—Cuando estabas sentada a su lado —le dije— me parecías también su ángel guardián, igual que el mío, Agnes.

—Un pobre ángel —repuso ella—, pero fiel.

La dulzura de su voz me llegó al corazón y le contesté con naturalidad:

—Me parece que has recobrado toda esa serenidad que sólo es tuya, Agnes, y eso me hace esperar que seáis más dichosos en tu casa.

—Soy muy dichosa en mi interior, pues tengo el corazón tranquilo y alegre.

Yo miraba su dulce rostro a la luz de las estrellas, ¡y me parecía tan noble!

—En casa todo sigue igual —continuó Agnes después de un momento de silencio.

—Yo no querría aludir de nuevo… . no querría atormentarte, Agnes; pero no puedo por menos de preguntarte… , ya sabes de lo que hablamos la última vez que nos vimos.

—No, no hay nada nuevo —me contestó.

—¡He pensado tanto en ello!

—Piensa menos. Recuerda que yo tengo plena confianza en el afecto sencillo y fiel; no temas nada por mí, Trotwood —añadió al cabo de un momento—; no haré nunca lo que temes que haga.

En los momentos de tranquila reflexión nunca lo había temido, y, sin embargo, fue para mí un descanso inexplicable recibir la seguridad de aquella boca cándida y sincera. Se lo dije vivamente.

—Ahora ya —le dije— no podemos estar seguros de poder hablar a solas otra vez. ¿Tardarás mucho en volver a Londres cuando te marches, mi querida Agnes?

—Probablemente sí —respondió—. Creo que para mi padre vale más que permanezcamos en nuestra casa. Así es que no nos veremos a menudo durante mucho tiempo; pero escribiré a Dora, y por ella sabré noticias tuyas.

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