Él cogió la mano que le había golpeado, y permanecimos mucho rato mirándonos en silencio, lo bastante para que las huellas blancas que mis dedos habían impreso en su mejilla se transformaran en rojo violeta.
—Copperfield —dijo, por fin, con voz ahogada—, ¿se ha vuelto usted loco?
—¡Déjeme en paz! —dije arrancando mi mano de la suya—. Déjeme en paz, perro; no le conozco.
—Verdaderamente —dijo poniéndose la mano sobre la mejilla dolorida—, por mucho que haga usted no podría por menos de reconocerme. ¿Sabe que es usted muy ingrato?
—Le he demostrado ya muchas veces todo lo que le desprecio, y acabo de probárselo más claramente que nunca. ¿Por qué temer tratarle como se merece por miedo a que perjudique a los que le rodean? ¿No les hace ya todo el daño que puede?
Comprendió perfectamente esta alusión a los motivos que hasta entonces me habían obligado a moderarme. Pero creo que no hubiera llegado a hablarle así ni a castigarle con mi propia mano si no hubiera recibido aquella misma noche la seguridad de Agnes de que nunca sería suya.
Hubo de nuevo un largo silencio. Mientras me miraba, sus ojos parecían tomar los matices más repugnantes.
—Copperfield —me dijo separando la mano de su mejilla—,siempre me ha hecho usted la contra. Sé que en casa de míster Wickfield siempre estaba usted en contra mía.
—Puede usted creer lo que le parezca —le dije con cólera—. Si no es verdad, peor para usted.
—Y, sin embargo, yo siempre le he querido, Copperfield —añadió.
No me digné a responderle y cogí mi sombrero para salir de la habitación; pero él vino a interponerse ante la puerta.
—Copperfield —me dijo—, para querellarse hay que ser dos, y yo no quiero ser uno de —ellos.
—¡Váyase al diablo!
—¡No diga eso! —contestó—. ¡Después lo sentirá! ¿Cómo puede ponerse tan por debajo de mí demostrándome un carácter tan malo? Pero le perdono.
—¡Me perdona! —repetí con desdén.
—Sí, y no puede usted impedírmelo —respondió Uriah—. ¡Cuando pienso que me ha atacado usted a mí, que siempre he sido para usted un amigo verdadero! Pero cuando uno no quiere dos no regañan, y yo no quiero. Quiero ser su amigo a pesar suyo. Ahora ya sabe usted mis sentimientos y lo que debe esperar de ellos.
Estábamos obligados a bajar la voz para no turbar el silencio de la casa a aquella hora avanzada, y su voz era humilde; pero la mía no, y la necesidad de contenerme no me ayuda nada a mejorar de humor; sin embargo, mi cólera empezaba a calmarse. Le dije sencillamente que esperaba de él lo que había esperado siempre y que nunca me había engañado. Después abrí la puerta por encima de su hombro, como si hubiera querido aplastarlo contra la pared, y salí de la casa. Pero él también dormía fuera, en las habitaciones de su madre, y no había dado cien pasos cuando le oí andar detrás de mí.
—Sabe usted muy bien, Copperfield —me dijo inclinándose hacia mí, pues yo ni siquiera volví la cabeza—, sabe usted muy bien que se ha puesto en mala situación.
Era verdad, y eso me irritaba todavía más.
—Por mucho que haga, nunca será una acción honrosa, y usted no me puede impedir que le perdone. No pienso hablar de ello a mi madre ni a nadie en el mundo. Estoy decidido a perdonarle; pero me sorprende que haya podido levantar usted la mano contra una persona a quien sabe tan humilde.
Me parecía que yo era casi tan despreciable como él. Me conocía mejor que yo mismo. Si se hubiera quejado amargamente o si hubiera tratado de exasperarme, me hubiera tranquilizado y justificado a mis propios ojos; pero me quemaba a fuego lento, y estuve así en el asador más de la mitad de la noche.
Al día siguiente, cuando salí, la campana llamaba a la iglesia; Uriah se paseaba de arriba abajo con su madre. Me habló como si no hubiera sucedido nada, y no tuve más remedio que contestarle. Le había pegado tan fuerte que, según creo, tenía un buen dolor de muelas. El caso es que llevaba el rostro envuelto en un pañuelo de seda negra y el sombrero encaramado encima, lo que no le embellecía mucho que digamos. Al día siguiente por la mañana supe que había tenido que ir a Londres a sacarse una muela. Espero que fuese una de las mayores.
El doctor nos había mandado decir que no se encontraba bien, y permaneció solo durante la mayor parte del tiempo que duró nuestra estancia. Hacía ya una semana que habían partido Agnes y su padre cuando reanudamos nuestro trabajo de costumbre. La víspera del día en que volvimos a ponernos manos a la obra, el doctor me entregó él mismo una cartita sin cerrar, donde me suplicaba, en los términos más afectuosos, que nunca hiciera la menor alusión a la conversación que había tenido lugar unos días antes. Yo se lo había contado a mi tía, pero a nadie más. Era una cuestión que no podía discutir con Agnes; y ella seguramente no tenía ni la más ligera sospecha de lo que había sucedido.
Mistress Strong tampoco sospechaba nada, estoy convencido. Muchas semanas transcurrieron antes de que yo viera en ella el menor cambio. Fue viniendo lentamente, como una nube cuando no hace viento. En primer lugar pareció sorprenderse de la tierna compasión con que el doctor le hablaba y del deseo que expresó de que viniera su madre a acompañarla, para romper así un poco la monotonía de su vida. A menudo, cuando estábamos trabajando y ella se sentaba a nuestro lado, la veía detener su mirada en el doctor con aquella expresión inolvidable. Y algunas veces la veía levantarse y salir de la habitación con los ojos llenos de lágrimas. Poco a poco una sombra de tristeza se extendió sobre su bello rostro, y aquella tristeza aumentaba cada día. Mistress Markleham se había instalado en casa; pero hablaba tanto, que no tenía tiempo de observar nada.
A medida que Annie cambiaba (ella, que era antes como un rayo de sol en casa del doctor) el doctor parecía cada vez más viejo y más grave; pero la dulzura de su carácter, la tranquila bondad de sus modales y su cariñosa solicitud con ella habían aumentado, si es que era posible. Una vez, la mañana del día de cumpleaños de su mujer, acercándose a la ventana donde ella estaba sentada mientras trabajábamos (antes tenía siempre la costumbre de ponerse allí; pero ahora, cuando lo hacía, era con una timidez e indecisión que me apretaba el corazón), cogió la cabeza de Annie con las dos manos, la besó y se alejó rápidamente para ocultar su emoción. La vi quedarse inmóvil como una estatua en el sitio en que la había dejado; después, cruzando las manos, bajó la cabeza y se puso a llorar con angustia.
Algunos días más tarde me parecía que deseaba hablarme en los momentos en que estábamos solos; pero nunca me dijo una palabra. El doctor inventaba siempre alguna nueva diversión para alejarla de casa, y su madre, a quien le gustaba mucho divertirse, mejor dicho, era lo único que le gustaba en el mundo, se unía a él de todo corazón y no escatimaba los elogios a su yerno. En cuanto a Annie, se dejaba llevar donde querían, con expresión triste y abatida; pero no parecía disfrutar con nada.
Yo no sabía qué pensar. Mi tía, tampoco, y estoy seguro de que aquella incertidumbre la hizo andar más de treinta leguas en su habitación. Lo más extraño es que la única persona a quien parecía tranquilizar un poco aquella pena interior y misteriosa era míster Dick.
Me hubiera sido completamente imposible, y quizá también a él mismo, el explicar lo que pensaba de todo aquello; pero, como ya he dicho al contar mi vida de colegial, su veneración por el doctor no tenía límites; y hay en un afecto verdadero, aunque sea por parte de un animal, un instinto sublime y delicado que supera a la inteligencia más elevada. Míster Dick tenía lo que podríamos llamar inteligencia del corazón, y con ella percibía algunos rayos de la verdad.
Había recobrado la costumbre, en sus horas de descanso, de recorrer el jardincillo con el doctor, lo mismo que años antes recorría con él la larga avenida del jardín de Canterbury. Pero cuando las cosas llegaron a aquel estado, no sólo dedicó sus horas de descanso completas a los paseos, sino que hasta las aumentó levantándose más temprano. Antes nunca se consideraba tan dichoso como cuando el doctor le leía su maravillosa obra, el diccionario; ahora era verdaderamente desgraciado hasta que el doctor no lo sacaba de su bolsillo para reanudar la lectura. Mientras el doctor y yo trabajábamos había tomado la costumbre de pasearse con mistress Strong, le ayudaba a cuidar sus flores predilectas y a limpiar sus macizos. Estoy seguro de que no cruzaban más de doce palabras por hora; pero su sereno interés, su afectuosa mirada, encontraban un eco dispuesto en los dos corazones; cada uno de ellos sabía que el otro quería a míster Dick y que él los quería a los dos; y así llegó a ser lo que nadie podía ser… : un motivo de unión entre ellos.
Cuando lo recuerdo y lo veo con su rostro inteligente, pero impenetrable, arriba y abajo al lado del doctor, radiante, oyendo las palabras incomprensibles del diccionario, o llevándole a Annie inmensas regaderas, o a cuatro patas y con guantes fabulosos para limpiar, con una paciencia de ángel, las plantitas microscópicas, haciendo comprender delicadamente a mistress Strong con cada uno de sus actos el deseo de serle agradable, con una bondad que ningún filósofo hubiera podido igualar; haciendo salir por cada agujerito de su regadera su simpatía, su fidelidad y su afecto; cuando pienso que en aquellos momentos su alma estaba entregada a la pena de sus amigos y no se extraviaba en sus antiguas locuras, y que no introdujo ni una sola vez en el jardín al desgraciado rey Carlos; que no desfalleció un momento en su buena voluntad agradecida; que no olvidaba ni un momento que allí debía de haber un equívoco que reparar, me siento casi avergonzado de haber podido creer que no tenía siempre toda la razón, sobre todo si pienso en el uso que yo hacía de la mía, yo, que presumo de no haberla perdido.
—¡Nadie más que yo sabe lo que vale este hombre, Trot! —me decía con orgullo mi tía cuando hablábamos de él—. ¡Dick se distinguirá algún día!
Es necesario que antes de terminar este capítulo pase a otro asunto. Mientras el doctor tenía todavía a sus huéspedes en su casa, pude observar que el cartero traía todos los días dos o tres cartas a Uriah Heep, que permaneció en Highgate tanto tiempo como los demás, bajo pretexto de que era época de vacaciones; cartas de negocios firmadas por míster Micawber, que había adoptado la redondilla para los negocios. Y yo había deducido con gusto, por aquellos indicios, que a míster Micawber le iba bien; por lo tanto, me sorprendió mucho recibir un día la carta siguiente, de su amable esposa:
Canterbury, lunes por la noche.
Le sorprenderá mucho, mi querido Copperfield, recibir esta carta. Quizá le sorprenda todavía más su contenido, y quizá más todavía la súplica de secreto absoluto que le dirijo; pero, en mi doble calidad de esposa y madre, tengo necesidad de desahogar mi corazón, y como no quiero consultar a mi familia (siempre poco favorable a míster Micawber), no conozco a nadie a quien poder dirigirme con mayor confianza que a mi amigo y antiguo huésped.
Quizá sepa usted, mi querido míster Copperfield, que había existido siempre una completa confianza entre míster Micawber y yo (a quien no abandonaré jamás). No digo que míster Micawber no haya firmado a veces una letra sin consultarme ni me haya engañado sobre la fecha de su cumplimiento. Es posible; pero, en general, míster Micawber no ha tenido nada oculto para el jirón de su afecto (hablo de su mujer), y siempre a la hora de nuestro reposo ha recapitulado ante ella los sucesos de la jornada.
Puede usted figurarse, mi querido míster Copperfield, toda la amargura de mi corazón cuando le diga que míster Micawber ha cambiado por completo. Se hace el reservado, el discreto. Su vida es un misterio para la compañera de sus alegrías y de sus penas (es también a su mujer a quien me refiero), y puedo asegurarle que estoy tan poco al corriente de lo que hace durante el día en su oficina como de la existencia de ese hombre milagroso del que se cuenta a los niños que vivía de chupar las paredes. Es más, de ese se sabe que es una fábula popular, mientras que lo que yo cuento de míster Micawber es demasiado verdad, desgraciadamente.
Y no es eso todo: míster Micawber está triste, severo; vive alejado de nuestro hijo mayor, de nuestra hija; ya no habla con orgullo de los mellizos, y hasta lanza una mirada glacial sobre el inocente extraño que ha venido últimamente a aumentar el círculo de familia. Sólo obtengo de él, a costa de las mayores dificultades, los recursos pecuniarios indispensables para mis gastos, muy reducidos, se lo aseguro; sin cesar me amenaza con hacerse despedir (es su expresión) y rechaza con barbarie el darme la menor explicación de una conducta que me desespera.
Es muy duro de soportar; mi corazón se rompe. Si usted quisiera darme su opinión añadiría un agradecimiento más a todos los que ya le debo. Usted conoce mis débiles recursos; dígame cómo puedo emplearlos en una situación tan equívoca. Mis niños me encargan mil ternuras; el pequeño extraño, que tiene la felicidad, ¡ay!, de ignorarlo todavía todo, le sonríe, y yo, mi querido míster Copperfield, soy:
Su afligida amiga,
EMMA MICAWBER.
Yo no me creía con derecho para dar a una mujer tan llena de experiencia como mistress Micawber otro consejo que el de tratar de reconquistar la confianza de míster Micawber a fuerza de paciencia y de bondad (estoy seguro que no dejaría de hacerlo); sin embargo, aquella carta me dio que pensar.
Otra mirada retrospectiva
Dejadme detenerme de nuevo en un momento tan memorable de mi vida. Dejadme detenerme para ver desfilar ante mí, en una procesión fantástica, la sombra de lo que fui, escoltado por los fantasmas de los días que pasaron.
Las semanas, los meses, las estaciones transcurren, y ya no me aparecen más que como un día de verano y una tarde de invierno. Tan pronto el prado que piso con Dora está todo en flor y es un tapiz estrellado de oro, como estarnos en una bruma árida, envuelta bajo montes de nieve. Tan pronto el río que corre a lo largo de nuestro paseo de domingo deslumbra con los rayos del sol de verano, como se estremece bajo el soplo del viento de invierno y se endurece al contacto de los bosques de hielo que invaden su curso, y se lama y se precipita al mar más deprisa que podría hacerlo ningún otro río del mundo.
En la casa de las dos ancianas no ha cambiado nada. El reloj hace tictac encima de la chimenea y el barómetro está colgado en el vestíbulo. Ni el reloj ni el barómetro van bien nunca; pero la fe nos salva.