David Copperfield (91 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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—Sin comentártelo, hermana Lavinia —interrumpió miss Clarissa.

—Está bien, Clarissa —respondió miss Lavinia en tono resignado—, a mí personalmente… y sin haber obtenido nuestra aprobación. Hacemos de ello una condición expresa y absoluta, que no debe ser atropellada bajo ningún pretexto. Hemos rogado a míster Copperfield que viniera hoy acompañado de una persona de confianza —se volvió hacia Traddles, al que saludó— con objeto de que no pueda haber dudas ni equívocos sobre este punto. Míster Copperfield, si usted o míster Traddles tiene el menor escrúpulo para hacer esa promesa, le ruego que se tome el tiempo que quiera para reflexionar.

En mi entusiasmo, exclamé que no tenía necesidad de reflexionar ni un solo instante. Juré solemnemente y, en el tono más apasionado, apelé al testimonio de Traddles y declaré de antemano que sería el más perverso de los hombres si faltaba en la menor cosa a aquella promesa.

—Espere —dijo miss Lavinia levantando la mano—; antes de tener el gusto de recibirlos habíamos resuelto dejarlos solos un cuarto de hora para que reflexionaran sobre este punto. Permítannos que nos retiremos.

En vano repetí que no necesitaba reflexionar; ellas insistieron en retirarse durante un cuarto de hora. Los dos pajaritos se fueron saltando con dignidad y nos quedamos solos: yo, transportado a las regiones más deliciosas, y Traddles sin dejar de felicitarme. Al cabo de un cuarto de hora, ni más ni menos, reaparecieron, siempre con la misma dignidad. A su salida, el roce de sus trajes había hecho un ligero ruido, como si estuvieran hechos de hojas secas, y cuando volvieron se oyó el mismo rumor.

Prometí de nuevo observar fielmente la prescripción.

—Hermana Clarissa —dijo miss Lavinia—, el resto es cosa tuya.

Miss Clarissa dejó por primera vez de tener los brazos cruzados, para coger sus notas y mirarlas.

—Tendremos mucho gusto —dijo miss Clarissa— en que míster Copperfield venga a comer con nosotros todos los domingos, si le parece bien. Nuestra hora es las tres.

Yo saludé.

—Y en el transcurso de la semana —continuó miss Clarissa— estaremos encantadas si míster Copperfield viene a tomar el té con nosotras. Nuestra hora es las seis y media.

Saludé de nuevo.

—Dos veces por semana es la regla; más a menudo, no.

Saludé de nuevo.

—Miss Trotwood, a quien míster Copperfield menciona en su carta —dijo miss Clarissa—, quizá venga a vernos. Cuando las visitas son útiles en interés de ambas partes estamos encantadas de recibirlas y de devolverlas. Pero cuando en interés de las diferentes partes vale más que no se hagan (como nos ha ocurrido con mi hermano Francis y su familia), entonces es completamente distinto.

Aseguré que mi tía estaría encantada de conocerlas, aunque debo confesar que no estaba muy seguro de que estuvieran siempre en buena armonía. Como ya estaban todas las condiciones bien claras, expresé con calor mi agradecimiento, y cogiendo la mano primero a miss Clarissa y después a miss Lavinia las llevé a mis labios.

Miss Lavinia se levantó entonces, y rogando a míster Traddles que nos esperase un momento, me rogó que la siguiera. Obedecí temblando y me condujo a otra habitación. Allí encontré a mi adorada Dora al lado de la puerta, con la cara contra la pared, y a Jip encerrado en el aparador, con la cabeza envuelta en una servilleta.

¡Oh qué bonita estaba con su traje de luto! ¡Cómo lloraba y qué trabajo me costó sacarla de su rincón! ¡Y qué dichosos nos sentimos cuando se decidió! ¡Qué alegría sacar a Jip de su encierro y encontrarnos los tres reunidos!

—Mi querida Dora, ¡ahora eres mía para siempre!

—Déjame —dijo Dora en tono suplicante—, te lo ruego.

—¿No eres ya mía para siempre?

—Sí, ya lo creo —exclamó Dora—. ¡Pero tengo tanto miedo!

—¿Miedo, querida mía?

—Sí, no me gusta —dijo Dora—. ¿Por qué no se va?

—¿Pero quién, tesoro mío?

—Tu amigo —dijo Dora—. ¿A él qué le importa? ¡Qué estúpido es!

—Amor mío (nunca la he visto más seductora en sus movimientos infantiles), ¡si es el mejor muchacho del mundo!

—¡Pero no necesitamos para nada a un buen muchacho! —dijo con un mohín.

—Querida mía —repliqué—, pronto le conocerás y le querrás mucho. Mi tía también va a venir a verte, y estoy seguro de que la querrás con todo tu corazón.

—¡Oh, no; no la traigas! —dijo Dora dándome un besito muy asustada y juntando las manos—. ¡Sé que es una viejecilla mala! No me la traigas, mi querido Doady. (Era un diminutivo cariñoso de David.)

El predicarle no hubiera servido de nada, y me eché a reír, contemplándola con amor. ¡Qué felicidad! Me enseñó lo bien que sabía Jip estarse en un rincón en dos patas; es verdad que permanecía lo que dura un relámpago y volvía a caer. En fin, no sé el tiempo que hubiera podido pasar así, sin acordarme lo más mínimo de Traddles, si miss Lavinia no hubiera venido a buscarme. Miss Lavinia adoraba a Dora (me dijo que Dora era su vivo retrato de cuando era joven. ¡Cómo debía haber cambiado!) y la trataba como un juguete. Quise convencer a Dora de que saliera a ver a Traddles; pero en cuanto se lo propuse corrió a encerrarse en su habitación; por lo tanto, fui sin ella a reunirme con Traddles, y nos marchamos juntos.

—No podía haberte salido mejor —dijo Traddles—, y estas dos señoras son muy amables. No me extrañaría nada que te casaras muchos años antes que yo, Copperfield.

—¿Tu Sofía toca algún instrumento, Traddles? —pregunté con orgullo en mi corazón.

—El piano lo sabe tocar lo bastante para enseñar a sus hermanitas —dijo Traddles.

—¿Y canta?

—Algunas veces canta baladas para divertir a las otras cuando no están de buen humor —dijo Traddles—; pero nada extraordinario.

—¿Y no canta acompañándose de la guitarra?

—¡No, Dios mío!

—¿Y pinta? .

—No —dijo Traddles.

Le prometí que oiría cantar a Dora y que le enseñaría las flores que pintaba. Me dijo que le encantaría, y volvimos del brazo muy felices. Yo le animaba a que me hablara de Sofía, y lo hacía con tanta ternura y confianza en ella, que me conmovía. La comparaba con Dora en el fondo de mi corazón, con gran satisfacción para mi amor propio; pero reconociendo que sería una excelente mujer para Traddles.

Como es natural, le conté inmediatamente a mi tía el dichoso resultado de nuestra charla y la puse al corriente de todos los detalles. Se sentía feliz al verme tan dichoso, y me prometió ir cuanto antes a ver a las tías de Dora. Pero aquella noche, mientras yo escribía a Agnes, se estuvo paseando tanto rato de arriba abajo por la habitación, que estuve a punto de creer que pensaba seguir así hasta la mañana siguiente.

Mi carta a Agnes, llena de afecto y reconocimiento, le detallaba todos los buenos resultados de los consejos que me había dado. Me contestó a vuelta de correo con una carta llena de confianza, razonable y contenta; desde aquel día siempre me demostró la misma alegría.

Tenía más trabajo que nunca; pero aunque Putney estaba lejos de Highgate, donde tenía que ir todos los días, iba todo lo que podía. Como no me era posible ir a casa de Dora a la hora del té, obtuve por medio de miss Lavinia el permiso para ir todos los sábados después de comer, sin que eso impidiera mi visita del domingo. Por lo tanto, cada semana terminaba con dos días dichosos, y los demás se pasaban dulcemente en espera de aquellos.

Me tranquilizó mucho que mi tía y las tías de Dora se entendieron mutuamente mucho mejor de lo que yo había esperado. Mi tía hizo su visita pocos días después de la charla, y unos días más tarde las tías de Dora se la devolvieron en toda regla y con gran ceremonia. Aquellas visitas se renovaron, pero de un modo más amistoso, cada tres semanas. Mi tía revolucionaba todas las ideas de las tías de Dora con su desdén por los coches de alquiler, que no utilizaba nunca, prefiriendo ir a pie hasta Putney, y por su modo despreocupado de juzgar los prejuicios de la civilización, llegando a horas intempestivas, un momento después del desayuno, o un momento antes del té, o porque se ponía el sombrero del modo más extraño, con el pretexto de que le resultaba más cómodo. Pero pronto se acostumbraron las tías de Dora a considerar a mi tía como una persona extravagante, algo hombruna, pero dotada de gran inteligencia; y aunque mi tía expresaba a veces sobre ciertos convencionalismos sociales opiniones heréticas, que aturdían a las tías de Dora, sin embargo, me quería demasiado para no sacrificar por la tranquilidad general algunas de sus singularidades.

El único miembro de nuestra pequeña sociedad que se negó positivamente a adaptarse a las circunstancias fue Jip. No podía ver a mi tía sin meterse debajo de una silla, rechinando los dientes y gruñendo sin descanso. De vez en cuando dejaba oír un aullido lamentable, como si le pusiera verdaderamente nervioso. Se intentó por todos los medios, acariciándole, regañándole, pegándole, llevándole a Buckingham Street, donde se lanzó inmediatamente contra los dos gatos; pero no se logró que soportara la presencia de mi tía. A veces creíamos que había terminado por vencer su antipatía y llegaba a estar amable un momento; pero pronto encogía su naricilla y aullaba tan fuerte, que había que meterle en el aparador para que no pudiera verla. Por fin Dora decidió tener preparado un paño donde envolverle para meterle en el aparador en el momento en que llegaba mi tía.

Una cosa me inquietaba mucho, aun en medio de aquella vida tan dulce, y era que Dora parecía pasar a los ojos de todo el mundo por un juguete encantador. Mi tía, con la que se había familiarizado poco a poco, la llamaba su «Capullito», y miss Lavinia no sabía qué hacer más que cuidarla, hacerle los bucles, adornarla y la tratarla como a una niña mimada. Todo lo que miss Lavinia hacía lo hacía también por su parte su hermana. Y aquello me parecía singular, pues todo el mundo, hasta cierto punto, parecía tratar a Dora casi como Dora trataba a Jip.

Un día que estábamos solos (pues miss Lavinia, al poco tiempo, nos dejaba pasear solos) me decidí a hablarle de ello, y le dije que me gustaría que convenciese a todos de que la trataran de otro modo.

—Porque, querida mía, ya no eres una niña.

—Vamos —dijo Dora—, ¿es que vas a volverte gruñón?

—¿Gruñón, amor mío?

—A mí me parece que todos son muy buenos para mí —dijo Dora—, y soy muy dichosa.

—Está muy bien; pero, querida mía, no serías menos dichosa si te trataran como persona razonable.

Dora me lanzó una mirada de reproche. ¡Qué mirada tan encantadora! Y se puso a sollozar, diciendo que «puesto que no la quería, no sabía por qué había deseado tanto ser su novio, y que puesto que no podía soportarla, lo mejor que podía hacer era marcharme».

¡Qué otra cosa podía hacer sino besar sus hermosos ojos, llenos de lágrimas, y repetirle que la quería!

—¡Ser así conmigo, que te quiero tanto! —dijo Dora—. ¡No debías de ser así de cruel conmigo, Doady!

—¿Cruel, amor mío? ¡Como si yo pudiera ser cruel contigo! —Entonces no me regañes —dijo Dora con aquel mohín que hacía de su boca un capullo— y seré buena.

Un instante después estaba encantado al ver que ella misma me pedía el libro de cocina de que le había hablado una vez, y que deseaba le enseñara a llevar las cuentas, como también le había prometido. A la próxima visita le llevé el libro, muy bien encuadernado, para que lo encontrara más simpático, y mientras nos paseábamos por el campo le enseñé también un antiguo cuaderno de cuentas de mi tía, y le di un carné y un lápiz muy bonito, con su caja de minas de plomo, para que fuera ensayándose en las cuentas.

Pero el libro de cocina le daba dolor de cabeza y las cifras le hicieron llorar. No querían sumarse, según decía, por lo que las borró todas, y dibujó en su lugar en el cuadernito ramos de flores y el retrato de Jip y el mío.

Después traté de darle algunos consejos, en nuestros paseos del sábado, sobre las cosas de la casa. Por ejemplo: si pasábamos por delante de la carnicería le decía:

—Veamos, pequeña: si estuviéramos casados y tuvieras que comprar una pierna de cordero para nuestro almuerzo, ¿sabrías comprarla?

El lindo rostro de Dora se alargaba, y adelantaba los labios como si prefiriera cerrar los míos con uno de sus besos.

—¿Sabrías comprarla, pequeña? —repetía yo, inflexible.

Dora reflexionaba un momento y después me contestaba triunfante:

—Pero el carnicero ya sabría vendérmela, ¿qué más da? ¡Oh Doady, qué tonto eres!

En otra ocasión le preguntaba a Dora, mirando el libro de cocina, lo que haría si estuviéramos casados y yo le pidiera para comer uno de aquellos ricos asados a la irlandesa. Y ella me respondió que le diría a la cocinera: «Haga usted un asado». Después palmoteó y se agarró de mi brazo riendo, más encantadora que nunca.

En consecuencia, el libro de cocina sólo sirvió para ponerlo en un rincón y que Jip se subiera en dos patas encima. Pero Dora estuvo tan contenta el día que consiguió que Jip permaneciera allí un momento con el lápiz entre los dientes, que no me arrepentí de haberlo comprado.

Volvimos a la guitarra, a los ramos de flores, a las canciones sobre el placer de bailar siempre, tralalá, y toda la semana se pasaba en regocijos. De vez en cuando, me hubiera gustado poder insinuar a miss Lavinia que trataba, demasiado, como un juguete a mi querida Dora; pero terminé por confesarme que también a veces yo caía en falta y la trataba como los demás, aunque no era muy a menudo.

Capítulo 2

Una desgracia

Comprendo que no debía ser yo quien contara, aunque este manuscrito sólo sea para mí, el ardor con que traté de progresar en mi trabajo para corresponder a las esperanzas de Dora y a la confianza de sus tías. Únicamente añadiré a lo que ya he dicho que mi perseverancia en aquella época y la paciente energía que empezaba a formar el fondo de mi carácter son las cualidades a que sobre todo he debido más adelante la felicidad del éxito. He tenido mucha suerte en los asuntos de esta vida; muchas personas han trabajado más que yo sin tanto resultado; pero creo que nunca hubiera podido hacer lo que he hecho sin las costumbres de puntualidad y orden que empezaba a contraer y sobre todo sin la facultad que adquirí de concentrar toda la atención en un solo objeto, sin preocuparme por lo que tendría que hacer quizá al momento siguiente. ¡Dios sabe que no lo escribo para vanagloriarme! Verdaderamente habría que ser un santo para no sentir, al repasar la vida como lo hago aquí página a página, muchas facultades descuidadas y muchas ocasiones favorables desperdiciadas, muchos errores y muchas faltas. Es probable que, como cualquier otro, haya aprovechado mal los dones recibidos. Lo que quiero decir sencillamente es que desde entonces todo lo que he tenido que hacer en este mundo he tratado de hacerlo bien; que me he dedicado por completo a lo que he emprendido, y que tanto en las cosas pequeñas como en las grandes he perseguido siempre seriamente mi objetivo. No creo que sea posible, ni aun a aquellos que tienen familias numerosas, conseguir el éxito si no unen a su talento natural cualidades sencillas, sólidas, laboriosas, y sobre todo una legítima confianza en sí mismos. No hay nada en el mundo como «querer». Facultades excepcionales y ocasiones propicias forman, por decirlo así, los dos escalones de la escala que hay que subir; pero, ante todo, es necesario que los barrotes sean de una madera dura resistente; nada podrá reemplazar, para conseguir el éxito, a una voluntad seria y sincera. En lugar de tocar las cosas con la punta del dedo, yo me entregaba en cuerpo y alma, y fuera cual fuera mi obra, nunca intentaba despreciarla. Estas son reglas con las que me ha ido bien.

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