David Copperfield (99 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico-Novela

BOOK: David Copperfield
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Yo le encantaba diciéndole con efusión que el doctor merecía todo nuestro respeto y toda nuestra estima.

—Y su mujer es como una estrella —dijo míster Dick—, una estrella brillante; yo la he visto en todo su esplendor, caballero. Pero (se acercó y me puso una mano en la rodilla) hay nubes, caballero, hay nubes.

Yo respondí a la solicitud que expresaba su fisonomía dando a la mía la misma expresión y moviendo la cabeza.

—¡Y qué nubes! —dijo míster Dick.

Me miraba con una expresión tan preocupada, y parecía tan deseoso de saber o que serían aquellas nubes, que me tomé el trabajo de contestarle lentamente y claramente, como si se lo explicara a un niño:

—Hay entre ellos un desgraciado motivo de división —respondí—, alguna triste causa de desunión. Es un secreto. Quizá es la consecuencia inevitable de la diferencia de edad que existe entre ellos. Quizá es la cosa más insignificante del mundo.

Míster Dick acompañaba cada una de mis frases con un movimiento de atención. Cuando terminé, se detuvo, y continuó reflexionando, con los ojos fijos en mí y la mano en mis rodillas.

—Pero ¿el doctor no está enfadado con ella, Trotwood? —dijo al cabo de un momento.

—No; la quiere con ternura.

—Entonces ya sé lo que es, hijo mío —dijo míster Dick.

En un acceso repentino de alegría me golpeó las rodillas y se echó hacia atrás en su silla, con las cejas muy levantadas. Le creí completamente loco. Pero pronto recobró su gravedad, e inclinándose hacia adelante, me dijo, después de haber sacado su pañuelo, con expresión respetuosa, como si realmente representara a mi tía:

—Es la mujer más extraordinaria del mundo, Trotwood. ¿Cómo no habrá hecho nada para que renazca el orden en esta casa?

—Es un asunto demasiado delicado y demasiado difícil para que pueda nadie mezclarse en él —dije.

—Y tú, que eres tan instruido —continuó míster Dick, tocándome con la punta del dedo—, ¿por qué no has hecho nada?

—Por la misma razón —respondí.

—Entonces estoy en ello, hijo mío —repuso míster Dick.

Y se enderezó ante mí todavía más triunfante, moviendo la cabeza y dándose golpes en el pecho. Parecía que había jurado arrancarse el alma del cuerpo.

—Un pobre hombre, ligeramente tocado —continuó míster Dick—, un idiota, una inteligencia débil, hablo de mí, ¿sabes?, puede hacer lo que no pueden intentar siquiera las personas más distinguidas del mundo. Yo los reconciliaré, hijo mío; trataré de ello, y no me guardarán rencor. No podré parecerles indiscreto. Les tiene sin cuidado lo que yo puedo decir; aunque me equivocase, no soy más que Dick. ¿Y quién se fija en Dick? Dick no es nadie. ¡Bah!

Y sopló con desprecio hacia su insignificante personalidad, como si lanzara una paja al viento.

Felizmente, avanzaba en sus explicaciones, cuando oímos detenerse el coche a la puerta del jardín. Dora y mi tía volvían.

—Ni una palabra, muchacho —continuó en voz baja—; deja toda la responsabilidad a Dick, a este infeliz de Dick… , ¡al loco de Dick! Ya hace algún tiempo que lo pensaba; ahora es el momento. Después de lo que me has dicho, estoy seguro; es eso. Todo va bien.

Míster Dick no pronunció ni una palabra más sobre aquel asunto; pero durante media hora me hizo signos telegráficos, de los que mi tía no sabía qué pensar, para pedirme que guardara el más profundo secreto.

Con gran sorpresa mía, no volví a oír hablar de nada durante tres semanas, y, sin embargo, me tomaba un verdadero interés por el resultado de sus esfuerzos; percibía un extraño resplandor de buen sentido en la conclusión a que había llegado; en cuanto a su buen corazón, nunca había dudado de él. Pero terminé por creer que, como era inconstante y ligero, había olvidado o desistido de su proyecto.

Una noche que Dora no tenía ganas de salir, mi tía y yo nos fuimos a la casa del doctor. Era en otoño, y no había debates en el Parlamento que me estropearan la fresca brisa de la tarde y el olor de las hojas secas, iguales a las que yo pisoteaba hacía tanto tiempo en nuestro jardincito de Bloonderstone, el viento, al gemir, parecía traerme también una vaga tristeza, como entonces.

Empezaba a ser de noche cuando llegarnos a casa del doctor. Mistress Strong dejaba el jardín en que míster Dick vagaba todavía, ayudando al jardinero en algunas cosas. El doctor tenía una visita en su despacho; pero mistress Strong nos dijo que pronto quedaría libre, y nos rogó que le esperásemos. La seguimos al salón y nos sentamos en la oscuridad, al lado de la ventana. Nos tratábamos sin ningún cumplido. Vivíamos libremente juntos, como antiguos amigos y buenos vecinos.

Estábamos así desde hacía un momento, cuando mistress Markleham, que siempre tenía que complicarlo todo, entró bruscamente, con su periódico en la mano, diciendo con voz entrecortada:

—Por Dios, Annie, ¿por qué no me has dicho que había alguien en el despacho?

—Pero, mamá —repuso ella tranquilamente—, no podía adivinar que querías saberlo.

—¡Que quería saberlo! —dijo mistress Markleham dejándose caer en el diván—. En mi vida me he llevado un susto semejante.

—Según eso, ¿has entrado en el despacho, mamá? —preguntó Annie.

—¿Que si he entrado en el despacho, querida mía? —repuso con nueva energía—. ¡Ya lo creo! Y he caído sobre este excelente hombre. ¡Juzgue usted mi emoción, miss Trotwood, y usted también, míster David! Precisamente en el momento en que estaba haciendo testamento.

Su hija se volvió vivamente.

—Precisamente en el momento, mi querida Annie, en que estaba haciendo testamento, redactando sus últimas voluntades —repitió mistress Markleham extendiendo el periódico sobre sus rodillas, como una servilleta—. ¡Qué previsión y qué cariño! Tengo que contarles cómo ha sucedido. De verdad, sí debo contarlo, aunque sólo sea para hacer justicia a este encanto de hombre, pues es un verdadero encanto este doctor. Quizá sabe usted, miss Trotwood, que en esta casa tienen la costumbre de no encender las luces hasta que materialmente se ha destrozado una los ojos leyendo el periódico, y también que únicamente en el despacho del doctor se encuentra una butaca donde poder leerlo con comodidad. Por eso iba al despacho del doctor, donde había visto luz. Abro la puerta, y al lado del querido doctor veo a dos señores vestidos de negro, evidentemente procuradores, los tres de pie delante de la mesa. El querido doctor tenía la pluma en la mano. «Es únicamente para expresar…», decía. Annie, amor mío, escucha bien… «Es únicamente para expresar toda la confianza que tengo en mistress Strong por lo que le dejo mi fortuna entera, sin condiciones.» Uno de los señores repetía: «Toda su fortuna, sin condiciones». Yo, conmovida, como pueden ustedes suponer que lo está una madre en semejantes circunstancias, grito: «¡Dios mío, perdonadme!». Y, a punto de caerme en la puerta, corro por el pasillo que da a la antecocina.

Mistress Strong abrió el balcón y se asomó a él; allí estuvo apoyada contra la balaustrada.

—¿No les parece un espectáculo edificante, miss Trotwood, y usted, míster Copperfield —continuó mistress Markleham—, el ver a un hombre de la edad del doctor Strong con la fuerza de voluntad necesaria para hacer una cosa así? Esto prueba la razón que yo tenía. Cuando el doctor Strong me hizo una visita de las más halagadoras y me pidió la mano de Annie, yo dije a mi hija: «No dudo, hija mía, que el doctor Strong te asegurará el porvenir todavía más de lo que ahora dice y promete».

En aquel momento se oyó llamar, y los visitantes salieron del despacho del doctor.

—Probablemente ha terminado —dijo El Veterano después de escuchar—. El buen hombre ha firmado, sellado y entregado el testamento, y tiene la conciencia tranquila, tiene derecho. ¡Qué hombre! Annie, amor mío, voy a leer el periódico al despacho, pues no sé prescindir de las noticias del día. Miss Trotwood, y usted, míster David, vengan a ver al doctor, se lo ruego.

Vi a míster Dick de pie, en la sombra, cerrando su cortaplumas, cuando seguimos a mistress Strong al despacho, y a mi tía, que se rascaba violentamente la nariz, como para distraer un poco su furor contra nuestra marcial amiga; pero lo que no sabría decir, lo he olvidado sin duda, es quién fue el que entró primero en el despacho, ni cómo mistress Markleham estaba ya instalada en su sillón. Tampoco podría decir cómo fue que mi tía y yo nos encontramos al lado de la puerta: quizá sus ojos fueron más listos que los míos y me retuvo expresamente; no sabría decirlo. Pero lo que sí sé es que vimos al doctor antes de que nos viera; estaba en medio de los libros grandes, que tanto amaba, con la cabeza tranquilamente apoyada en la mano. En el mismo instante vimos entrar a mistress Strong, pálida y temblorosa. Míster Dick la sostenía. Ella puso una mano encima del brazo del doctor, que levantó la cabeza distraídamente. Entonces Annie cayó de rodillas a sus pies, con las manos juntas, suplicante, fijando en él una mirada que no olvidaré nunca. Al ver aquello, mistress Mark1eham dejó caer el periódico, con una expresión de asombro tal, que se hubiera podido coger su rostro para ponerle en la proa, a la cabeza, de un navío llamado La Sorpresa.

En cuanto a la dulzura que demostró el doctor en su extrañeza, y a la dignidad de su mujer en su actitud suplicante; en cuanto a la emoción de míster Dick y a la seriedad con que mi tía se repetía a sí misma: «¡Este hombre, y dicen que está loco!» (pues triunfaba en aquel momento de la posición miserable de que le había sacado), me parece que lo estoy viendo y no que lo recuerdo en el momento en que lo estoy contando.

—Doctor —dijo míster Dick—, pero ¿qué es esto? ¡Mire usted a sus pies!

—¡Annie! —exclamó el doctor—. Levántate, querida mía.

—No —dijo ella—, y suplico a todos que no salgan de la habitación. Esposo mío, padre mío, rompamos por fin este largo silencio. Sepamos por fin uno y otro lo que nos separa.

Mistress Markleham había recobrado el uso de la palabra, y, llena de orgullo por su hija y de indignación maternal, exclamó:

—Annie, levántate al momento y no avergüences a todos tus amigos humillándote así, si no quieres que me vuelva loca.

—Mamá —contestó Annie—, haz el favor de no interrumpirme. Me dirijo a mi marido; para mí sólo él está aquí; es todo para mí.

—¿Es decir —exclamó mistress Markleham—, que yo no soy nada? ¡Esta chica ha perdido la cabeza! Haced el favor de traerme un vaso de agua.

Estaba demasiado ocupado con el doctor y su mujer para atender a aquel ruego, y como nadie le prestó la menor atención, mistress Mark1eham se vio obligada a continuar suspirando, a abanicarse y a abrir mucho los ojos.

—Annie —dijo el doctor, cogiéndola dulcemente en sus brazos—, querida mía; si ha sucedido en nuestra vida un cambio inevitable, tú no tienes la culpa. Yo sólo la tengo. Mi afecto, mi admiración, mi respeto no han cambiado para ti. Deseo hacerte dichosa. Te amo y te estimo. Levántate, Annie, ¡te lo ruego!

Pero ella no se levantó. Le miró un momento, y después, apretándose todavía más contra él, puso su brazo en las rodillas de su marido y, apoyando encima la cabeza, dijo:

—Si tengo aquí un amigo que pueda decir una palabra sobre esto, por mi marido o por mí; si tengo un amigo que pueda decir una sospecha que mi corazón me ha murmurado a veces; si tengo aquí un amigo que respete a mi marido y que me quiera; si este amigo sabe algo que pueda sernos una ayuda, le suplico que hable.

Hubo un profundo silencio. Después de unos instantes de penosa indecisión, me decidí por fin.

—Mistress Strong, yo sé algo que el doctor Strong me había suplicado que callara, y he guardado silencio hasta ahora. Pero creo que ha llegado el momento en que sería una falsa delicadeza el continuar ocultándolo; su súplica me libra de la promesa.

Volvió sus ojos hacia mí y vi que hacía bien. No hubiera podido resistir aquella mirada suplicante, aun cuando mi confianza no hubiese sido inquebrantable.

—Nuestra tranquilidad futura —dijo ella— está quizá en sus manos. Tengo la certeza de que no se callará nada, y sé de antemano que ni usted ni nadie en el mundo podrá decir nunca lo más mínimo que perjudique al noble corazón de mi marido. Diga lo que diga, que me concierna, hable valientemente. Yo también después hablaré delante de él a mi vez, como tendré que hacerlo ante Dios.

Sin pedirle al doctor su autorización, me puse a contar lo que había ocurrido una noche en aquel mismo despacho, permitiéndome únicamente dulcificar un poco las groseras frases de Uriah Heep. Imposible describir los ojos asustados de mistress Markleham durante todo mi relato ni las interjecciones agudas que se le escapaban.

Cuando hube terminado, Annie permaneció todavía un momento silenciosa, con la cabeza baja, como ya la he descrito; después cogió la mano del doctor, quien no había cambiado de actitud desde que habíamos entrado en la habitación; la estrechó contra su corazón y la besó. Míster Dick levantó a Annie con dulzura, y ella continuó apoyada en él y con los ojos fijos en su marido.

—Voy a poner al desnudo ante vosotros —dijo con voz modesta, sumisa y tierna— todo lo que ha llenado mi corazón desde que me casé. No podría vivir en paz, ahora que lo sé todo, si quedara la menor oscuridad sobre este punto.

—No, Annie —dijo el doctor con dulzura—; nunca he dudado de ti, hija mía; no es necesario, querida mía; de verdad no es necesario.

—Es necesario que abra mi corazón ante ti, que eres la verdad, la generosidad misma; ante ti, que lo he amado y respetado siempre, cada vez más, desde que lo he conocido. Dios lo sabe.

—En realidad —dijo mistress Markleham—, si tengo toda mi razón…

—Pero no tienes ni sombra de ella, ¡vieja loca! —murmuró mi tía con indignación.

—… debe permitírseme decir que es inútil entrar en todos esos detalles.

—Mi marido es el único que puede ser juez —dijo Annie sin cesar un instante de mirar al doctor—, y él quiere oírme. Mamá, si digo algo que te moleste, perdónamelo. Yo también he sufrido mucho, y largo tiempo.

—¡Palabra de honor! —murmuró mistress Markleham.

—Cuando yo era muy joven —dijo Annie—, pequeñita, sólo una niña, las primeras nociones sobre todas las cosas me las dio un amigo y maestro muy paciente. El amigo de mi padre, que había muerto, me ha sido siempre querido. No recuerdo haber aprendido nada sin que se mezcle en ello su recuerdo. Él es quien ha puesto en mi alma sus primeros tesoros, los grabó con su sello; enseñada por otros, creo que hubiera recibido una influencia menos saludable.

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