Llegamos al patio de la casa del doctor. Empezaba a ser tarde. En la habitación de mistress Strong brillaba una luz. Agnes me la señaló y me deseó las buenas noches.
—No te preocupes —me dijo al estrecharme la mano pensando en nuestras inquietudes. Nada me hace tan dichosa como tu felicidad. Si alguna vez puedes ayudarme, ten la seguridad de que te lo pediré. ¡Que Dios siga bendiciéndote!
Su sonrisa era tan tierna y su voz tan alegre, que todavía me parecía ver y oír a su lado a mi pequeña Dora. Permanecí un momento en la puerta con los ojos fijos en las estrellas y el corazón lleno de amor y agradecimiento; después eché a andar lentamente. Había alquilado una habitación cerca de allí e iba a atravesar la verja, cuando, volviendo casualmente la cabeza, vi luz en el despacho del doctor, y me entró el remordimiento de que quizá había trabajado en el diccionario sin mi ayuda. Quise saberlo y darle las buenas noches, si estaba todavía entre sus libros, y atravesando suavemente el vestíbulo entré en su despacho.
La primera persona a quien vi a la débil luz de la lámpara fue a Uriah. Me sorprendió mucho. Estaba de pie al lado de la mesa del doctor, con una de sus manos de esqueleto cubriéndose la boca. El doctor, sentado en su sillón, tenía la cabeza oculta entre las manos. Míster Wickfield, con expresión cruelmente preocupada y afligida, se inclinaba hacia adelante, sin atreverse apenas a tocar el brazo de su amigo.
Por un momento pensé que el doctor se había puesto enfermo. Me acerqué a él apresuradamente; pero encontrándome con la mirada de Uriah, comprendí al momento de lo que se trataba. Quise retirarme; mas el doctor hizo un gesto para detenerme, y me quedé.
—De todos modos —dijo Uriah retorciéndose de un modo horrible— haríamos bien cerrando la puerta: no hay necesidad de que se entere todo el mundo.
Al mismo tiempo se acercó a la puerta de puntillas y la cerró con cuidado. Después volvió al sitio que ocupaba. Había en su voz y en todos sus movimientos un celo, una compasión hipócrita que me resultaban más intolerables que el mayor cinismo.
—Me ha parecido mi deber, míster Copperfield —dijo Uriah—, poner en conocimiento del doctor Strong aquello de que ya hemos hablado usted y yo el día en que usted no acabó de comprenderme por completo.
Le lancé una mirada sin contestarle y me acerqué a mi anciano maestro, murmurándole algunas palabras de consuelo y de ánimo. Él puso su mano en mi hombro, como acostumbraba a hacerlo cuando era yo un chiquillo; pero no levantó su cabeza gris.
—Como no me comprendió usted, míster Copperfield —repuso Uriah en el mismo tono oficioso—, me tomaré la libertad de decir humildemente aquí, donde estamos entre amigos, que he llamado la atención del doctor Strong sobre la conducta de mistress Strong. Ha sido muy a pesar mío, se lo aseguro, Copperfield, si me encuentro mezclado en una cosa tan desagradable; pero el caso es que siempre se encuentra uno mezclado en lo que más desearía evitar. He aquí lo que quería decir, caballero, el día en que usted no me comprendió.
No sé cómo pude resistir la tentación de estrangularle.
—Yo no debí explicarme bien ni usted tampoco —continuó—. Naturalmente, no teníamos muchos deseos de extendernos sobre semejante asunto. Sin embargo, por fin me he decidido a hablar con claridad y le he dicho al doctor Strong que… ¿Decía usted algo, caballero?
Esto último se dirigía al doctor, que había dejado oír un gemido. Ningún corazón hubiera podido por lo menos conmoverse, excepto el de Uriah.
—Decía al doctor Strong —prosiguió— que todo el mundo podía ver que entre míster Maldon y su encantadora prima había demasiada intimidad. Y en realidad ha llegado el momento (puesto que nos encontramos mezclados en cosas que no debían ser) de que el doctor Strong sepa lo que estaba ya claro como el día para todo el mundo antes de la partida de míster Maldon para la India: que míster Maldon no ha vuelto por otra cosa, y que por eso mismo se pasa aquí la vida. Cuando usted ha entrado, caballero, rogaba a míster Wickfield, mi asociado, que dijera, bajo su palabra de honor, al doctor Strong si desde hace mucho tiempo no pensaba lo mismo. Míster Wickfield, ¿quiere usted tener la bondad de decírnoslo? ¿Sí o no, caballero? ¡Vamos, asociado!
—¡Por amor de Dios, amigo mío —dijo míster Wickfield poniendo de nuevo su mano indecisa sobre el brazo del doctor—, no dé demasiada importancia a las sospechas que yo haya podido abrigar!
—¡Ah! —exclamó Uriah sacudiendo la cabeza—. ¡Qué triste confirmación a mis palabras! ¡Un amigo tan antiguo! Pero, Copperfield, ¡yo no era todavía más que un empleadillo en su despacho cuando ya le veía yo, no una vez, sino veinte, muy disgustado (con razón, en su calidad de padre, y no seré yo quien le critique) al ver a miss Agnes mezclada en cosas que no debían ser!
—Mi querido Strong —dijo míster Wickfield con voz temblorosa—, amigo mío, no necesito decirte que siempre he tenido el defecto de buscar en todo el mundo un móvil dominante y de juzgar todos los actos de los hombres con esa medida estrecha. Quizá es eso lo que también me ha engañado en estas circunstancias, haciéndome tener dudas temerarias.
—¿Ha tenido usted dudas, Wickfield? ¿Ha tenido usted dudas? —dijo el doctor sin levantar la cabeza.
—Hable usted, Wickfield —dijo Uriah.
—Sí; las he tenido alguna vez —dijo míster Wickfield—; pero… . ¡que Dios me perdone!, creía que usted también las tenía.
—No, no, no —respondió el doctor en tono patético.
—Creí —continuó Wickfield— que cuando deseaba usted enviar a Maldon al extranjero era con objeto de conseguir una separación deseable.
—No, no, no —respondió el doctor—;era para dar gusto a Annie, buscando un porvenir a su compañero de infancia. Nada más.
—Ya lo he visto después —contestó míster Wickfield— y no podía dudarlo; pero creía… . recuerde usted, se lo repito, que siempre he tenido la desgracia de juzgar desde un punto de vista demasiado estrecho… . creía que en un caso donde había una diferencia tan grande de edad…
—Así es como hay que considerar la cosa, ¿no es verdad, míster Copperfield? —observó Uriah con una hipócrita e insolente piedad.
—No me parecía imposible que una persona tan joven y tan bella pudiera, a pesar de todo su respeto por usted, haberse dejado llevar, al casarse, por consideraciones exclusivamente mundanas. No pensaba en otra multitud de razones y sentimientos que podían haberla decidido. ¡Por amor de Dios, no olvide eso!
—¡Qué interpretación caritativa! —exclamó Uriah moviendo la cabeza.
—Es que yo sólo lo consideraba desde mi punto de vista —continuó míster Wickfield—. Por todo lo que le es querido, amigo mío, le suplico que reflexione por sí mismo; me veo obligado a confesarle que no puedo por menos…
—No; es imposible, míster Wickfield. Una vez que ha llegado usted ahí…
—Me veo obligado a confesar —dijo míster Wickfield mirando a su asociado con expresión lastimosa y desolada— que he dudado de ella, que he creído que faltaba a sus deberes con usted, y si es necesario decirlo todo, a veces me ha preocupado mucho la idea de que Agnes le tenía cariño al ver lo que veía, o al menos lo que creía ver mi imaginación. Nunca se lo he dicho a nadie. Me hubiera guardado muy bien de insinuar siquiera la idea. Y por terrible que le resulte a usted oírlo —terminó míster Wickfield, vencido por la emoción—, si supiera lo que me duele decírselo tendría lástima de mí.
El doctor, en su gran bondad, te tendió la mano. Míster Wickfield la retuvo un momento entre las suyas y bajó tristemente la cabeza.
—Lo que es seguro —dijo Uriah, que durante aquel tiempo se retorcía en silencio como una anguila— es que para todo el mundo es un asunto muy penoso. Pero puesto que hemos llegado tan lejos, me tomaré la libertad de hacer observar que Copperfield también se había percatado.
Me volví hacia él preguntándole cómo se atrevía a mezclarme en ello.
—¡Oh!; es muy suyo, Copperfield; reconocemos toda su bondad; pero usted sabe que la otra tarde, cuando le he hablado de ello, me ha comprendido enseguida. Lo sabe usted, Copperfield, no lo niegue. Si lo niega usted, es con las mejores intenciones del mundo; pero no lo niegue; Copperfield.
Vi detenerse un momento en mi rostro la dulce mirada del buen anciano y me di cuenta de que leería muy claramente en mis ojos la confesión de mis sospechas y de mis dudas. Era inútil decir lo contrario; no podía hacer nada, no podía contradecirme a mí mismo.
Todo el mundo se había callado. El doctor recorrió dos o tres veces la habitación; después se acercó al sitio donde estaba su butaca, y apoyándose en el respaldo y enjugándose de vez en cuando las lágrimas, nos dijo, con una rectitud y sencillez que le hacían mucho más honor que si hubiera tratado de ocultar su emoción:
—Tengo mucho que reprocharme. Creo sinceramente que tengo mucho que reprocharme. He expuesto a la persona que más quiero a dificultades y sospechas de que sin mí no hubiera sido nunca objeto.
Uriah Heep dejó oír una especie de relincho. Supongo que era para expresar su simpatía.
—Sin mí nunca hubiera estado mi Annie expuesta a semejantes sospechas. Soy viejo, caballeros, lo saben ustedes, y esta noche siento que ya no tengo lazos que me aten a la vida. Pero por mi vida respondo, sí, por mi vida, de la felicidad y del honor de la querida mujer que ha sido el objeto de esta conversación.
No creo que entre los más nobles caballeros ni entre los tipos más bellos y románticos inventados por la imaginación de los pintores pudiera encontrarse un anciano capaz de hablar con una dignidad más conmovedora que el buen doctor.
—Pero —continuo— si antes he podido hacerme ilusiones sobre ello, ahora no puedo disimular que yo soy el único culpable de que haya caído Annie en los peligros de un matrimonio imprudente y funesto. No tengo la costumbre de observar lo que pasa a mi alrededor, y me veo obligado a creer que las observaciones de personas distintas en edad y posición, cuando todas han creído ver lo mismo, valen, naturalmente, más que mi ciega confianza.
Yo había admirado a menudo, ya lo he dicho, el cariño con que trataba a su joven esposa; pero a mis ojos nada podía ser más conmovedor que la ternura respetuosa con que hablaba de ella en aquellas circunstancias, la noble seguridad con que arrojaba lejos de sí la más ligera duda sobre su fidelidad.
—Me he casado con esa mujer —continuó el doctor cuando casi era una niña, antes de que su carácter estuviera formado siquiera. Yo había contribuido a su educación. Conocía mucho a su padre y también a ella. Le había enseñado todo lo posible, por cariño a sus grandes dotes. Si la he hecho daño, como creo, abusando sin darme cuenta de su agradecimiento y de su afecto, le pido que me perdone desde el fondo de mi corazón.
Recorrió de nuevo la habitación y después volvió al mismo lugar; su mano temblorosa oprimía el sillón; su voz vibraba con una emoción contenida.
—Me consideraba respecto a ella como un refugio contra los peligros de la vida; me figuraba que a pesar de la desigualdad de nuestras edades podría vivir tranquila y dichosa a mi lado. Pero no crean que he dejado de pensar en que un día la dejaría libre, todavía bella y joven. únicamente esperaba que para entonces la dejaría con un criterio más formado para hacer su elección. Sí, señores, ésta es la verdad, ¡por mi honor!
Su honrado rostro se animaba y rejuvenecía bajo la inspiración de tanta nobleza y generosidad. Había en cada una de sus palabras una fuerza y una grandeza que sólo la altura de aquellos sentimientos podía dar.
—Mi vida con ella ha sido muy dichosa. Hasta esta tarde, había bendecido constantemente el día en que había cometido con ella, sin darme cuenta, una injusticia tan grande.
Su voz temblaba cada vez más. Se detuvo un momento, y después prosiguió:
—Una vez despierto de mi sueño (he sido siempre un pobre soñador, de una manera o de otra, toda mi vida), comprendo que quizá sea natural que piense con sentimiento en su antiguo amigo, en su camarada de la infancia. Quizá sea demasiado verdad que piensa en él con algo de tristeza, que piensa en lo que hubiera podido ser si yo no me hubiera interpuesto. Durante esta hora dolorosa que acabo de pasar con ustedes he recordado y comprendido muchas cosas en las que no me había fijado antes. Pero, caballeros, recuerden que ni una palabra ni un soplo de duda debe manchar el nombre de esta mujer.
Por un instante su mirada se encendió y su voz se aseguró. Después se calló de nuevo, y por último prosiguió:
—Sólo me queda soportar con la mayor resignación que pueda el sentimiento de desgracia de que soy culpable. Ella es quien debía acusarme, y no yo a ella. Mi deber ahora es protegerla contra todo juicio temerario, juicio cruel del que ni mis amigos han estado libres. Cuanto más lejos vivamos del mundo más fácil me resultará esto. Y cuando llegue el día (que Dios, con su gran misericordia, hará que no tarde demasiado) en que la muerte la deje libre, cerraré los ojos después de haber contemplado su querido rostro con una confianza y un amor sin límites. Entonces la dejaré sin tristeza libre para que viva más dichosa.
Las lágrimas me impedían verle; tanta bondad, tanta sencillez y fortaleza me conmovían hasta el fondo del corazón. Se dirigía hacia la puerta cuando añadió:
—Caballeros, les he enseñado mi corazón. Estoy seguro de que lo respetarán. Lo que hemos hablado esta noche no debe repetirse nunca. Wickfield, amigo mío, dame el brazo para subir.
Míster Wickfield acudió presuroso, y salieron lentamente sin cambiar una sola palabra. Uriah los seguía con los ojos.
—Y bien, míster Copperfield —dijo volviéndose hacia mí con benevolencia—. La cosa no ha resultado del todo como yo esperaba, pues el viejo sabio (¡qué hombre tan excelente!) es más ciego que un murciélago; pero, lo mismo da: a esta familia ya la he echado fuera del carro.
El sonido de su voz me hizo sentir tal acceso de rabia, que nunca lo he tenido igual antes ni después.
—¡Miserable! —exclamé— ¿Por qué pretende usted mezclarme en sus intrigas? ¿Cómo se ha atrevido hace un momento a acudir a mi testimonio? ¡Vil embustero! ¡Como si hubiéramos discutido juntos semejante cuestión!
Estábamos uno frente a otro. Leía claramente en su rostro su secreto triunfo; sabía que me había obligado a oírle únicamente para desesperarme y que me había tendido expresamente un lazo. Era ya demasiado. Su flaca mejilla estaba a mi alcance, y le di tal bofetada, que mis dedos se estremecieron como si los hubiera metido en el fuego.