Le había encontrado tan horrible como de costumbre, y contesté que no le había encontrado cambiado.
—¡Ah! ¿No le encuentra usted cambiado? —dijo mistress Heep—. Le pido humildemente permiso para no ser de su opinión. ¿No le encuentra usted más delgado?
—Más que de costumbre, no —respondí.
—¿De verdad? —dijo mistress Heep—. Es porque usted no le ve con los ojos de una madre.
Los ojos de una madre me parecieron muy malos ojos para el resto de la humanidad cuando los dirigía hacia mí, por muy tiernos que fueran para su hijo. Creo que ella y su hijo se pertenecían exclusivamente el uno al otro.
Los ojos de mistress Heep, después de mirarme a mí, se fijaron en Agnes.
—Y usted, miss Wickfield, ¿no encuentra que ha cambiado mucho? —preguntó mistress Heep.
—No —dijo Agnes continuando tranquilamente su trabajo—. Se preocupa usted demasiado; está muy bien.
Mistress Heep resopló con toda su fuerza y continuó su labor.
No abandonó ni un momento ni a nosotros ni a su labor de punto. Yo había llegado a las doce y todavía faltaban muchas horas para la comida; pero no se movió. Estaba sentada a un lado de la chimenea y yo estaba en el pupitre frente al hogar, y Agnes al otro lado, no lejos de mí. Cada vez que levantaba la vista mientras escribía lentamente mi carta, veía delante de mí el rostro pensativo de Agnes, que me inspiraba valor con su dulce y angelical expresión; pero sentía al mismo tiempo los malos ojos que me miraban para clavarse después en Agnes y volver enseguida a mí, bajándose después hacia la media. No estoy muy versado en el arte de hacer media para poder decir lo que fabricaba; pero sentada allí al lado del fuego, moviendo sus largas agujas, mistress Heep me parecía una bruja momentáneamente detenida en sus malos designios por el ángel sentado frente a ella; pero dispuesta a aprovechar cualquier oportunidad para agarrar a su presa en sus odiosas redes.
Durante la comida continuó vigilándonos con la misma mirada. Después de la comida su hijo tomó su lugar, y una vez solos para los postres míster Wickfield, él y yo, se puso a observarme de reojo, haciendo al mismo tiempo las más odiosas contorsiones. En el salón volvimos a encontrar a su madre, fiel a su punto y a su vigilancia. Mientras Agnes cantó y tocó el piano, la madre estaba instalada a su lado. En una ocasión pidió a Agnes que cantara una balada que a su Uriah le gustaba con locura (durante aquel tiempo el dicho Uriah bostezaba en su sillón y después le dijo que estaba entusiasmado). No abría nunca la boca sin pronunciar el nombre de su hijo. Era evidente que se trataba de una consigna que le habían dado.
Aquello duró hasta la hora de acostarse. Me sentía tan poco a mis anchas a fuerza de ver a la madre y al hijo oscureciendo aquella morada con su horrible presencia, como dos grandes murciélagos, que hubiera preferido permanecer toda la noche con el punto y lo demás, mejor que ir a acostarme. Apenas cerré los ojos. Al día siguiente, nueva repetición del punto de media y de la vigilancia, que duró todo el día.
No pude lograr ni diez minutos para hablar a Agnes: apenas si tuve tiempo para enseñarle mi carta. Le propuse que saliera conmigo de paseo; pero mistress Heep repitió tantas veces que se encontraba muy mal, que Agnes tuvo la bondad de quedarse para hacerle compañía. Por la tarde salí solo para reflexionar en lo que debía hacer, pues no sabía si tenía derecho para callar durante más tiempo a Agnes lo que Uriah Heep me había dicho en Londres, pues empezaba a inquietarme extraordinariamente.
No había salido todavía del pueblo, por la carretera de Ramsgate, que estaba muy hermosa para pasear, cuando me oí llamar en la oscuridad por alguien que venía tras de mí. Era imposible confundir aquella chaqueta raída y aquel modo de andar desgarbado. Me detuve a esperar a Uriah Heep.
—¿Y bien? —le dije.
—¡Qué deprisa anda usted! —dijo—. Tengo las piernas bastante largas; pero usted les da bastante trabajo.
—¿Dónde va usted?
—Vengo a hacerle compañía, Copperfield, si quiere usted permitírselo a un antiguo camarada.
Y al decir esto, con un movimiento que podía tomarse por una burla se puso a andar a mi lado.
—¡Uriah! —le dije lo más cortésmente que pude, después de un momento de silencio.
—¡Míster Copperfield! —me respondió.
—Si quiere que le diga la verdad (no se ofenda), he salido porque estaba un poco cansado de estar tanto tiempo en compañía.
Me miró de reojo y me dijo con un horrible gesto:
—¿Se refiere usted a mi madre?
—Naturalmente.
—¡Ah, vamos! ¿Sabe usted? Somos tan humildes —repuso—; y como reconocemos nuestra humilde condición. estamos obligados a vigilar a los que no son humildes como nosotros para que no nos pisoteen. En amor todas las estratagemas son buenas, Copperfield.
Y frotándose suavemente la barbilla con sus dos enormes manos, dejó oír un gruñido suave. Nunca había visto una criatura humana que se pareciera tanto a un mandril maligno.
—Porque usted —dijo, continuando acariciándose el rostro y moviendo la cabeza— es un rival peligroso, Copperfield, y siempre lo ha sido; reconózcalo.
—¡Cómo! ¿Es por este motivo por lo que monta usted la guardia en torno a miss Wickfield y por lo que le quita toda libertad en su propia casa? —le dije.
—¡Oh míster Copperfield!; esas son palabras muy duras —replicó.
—Puede usted tomar mis palabras como le parezca; pero sabe usted mejor que yo lo que quiero decirle, Uriah.
—¡Oh, no!; tiene usted que explicármelo, porque no lo comprendo.
—¿Supone usted —le dije esforzándome, a causa de Agnes, en permanecer tranquilo—, supone usted que miss Wickfield es para mí otra cosa que una hermana tiernamente amada?
—Vamos, Copperfield; no estoy obligado a contestar a esa pregunta. Quizá sí, quizá no.
Nunca he visto nada comparable a la innoble expresión de aquel rostro, a aquellos ojos desguarnecidos, sin la sombra de una pestaña.
—Vamos, venga; por el amor de miss Wickfield…
—¡Mi Agnes! —exclamó en una contorsión angulosa y repugnante—. ¡Tenga la bondad de llamarla Agnes, míster Copperfield!
—Por el amor de Agnes Wickfield, que Dios bendiga…
—Le doy las gracias por ese deseo, míster Copperfield.
—Voy a decirle lo que en cualquier otra circunstancia antes se me hubiera ocurrido decírselo a… Jack Ketch.
—¿A quién, caballero? —dijo Uriah alargando el cuello y abrigando su oreja con la mano para oír mejor.
—Al verdugo —repuse—; es decir, a la última persona en quien se puede pensar… —y, sin embargo, hay que ser franco, era el rostro de Uriah el que me había sugerido aquella alusión—. Tengo novia. ¿Espero que eso le dejará satisfecho?
—¿Palabra de honor? —preguntó Uriah.
Iba a repetir mis palabras, con cierta indignación, cuando se apoderó de mi mano y la estrechó con fuerza.
—¡Oh míster Copperfield! Si me hubiera usted demostrado esta confianza cuando le revelé el estado de mi corazón, el día en que tanto le molesté durmiendo en su gabinete, nunca se me hubiera ocurrido dudar de usted. Puesto que es así, voy a despedir inmediatamente a mi madre, demasiado dichoso de poder darle esa prueba de confianza. Usted espero que dispensará las precauciones inspiradas por el afecto. ¡Qué lástima, míster Copperfield, que no se dignara usted devolverme confidencia por confidencia! Sin embargo, le he proporcionado muchas ocasiones. Pero usted nunca ha tenido por mí toda la benevolencia que yo hubiera deseado. ¡Oh no! Seguramente no me ha querido nunca como yo le quiero.
Mientras decía esto me estrechaba la mano entre sus dedos húmedos y viscosos. En vano me esforzaba en soltarme; pasó mi brazo por debajo de la manga de su gabán, color chocolate, y me vi obligado a acompañarle.
—¿Volvemos a casa? —dijo Uriah tomando el camino de la ciudad.
La luna empezaba a iluminar las ventanas con sus rayos plateados.
—Antes de dejar de hablar de esto —le dije, después de un largo silencio— tiene usted que saber que a mis ojos Agnes Wickfield está tan por encima de usted y tan lejos de todas sus pretensiones como la luna que nos ilumina.
—Es tan tranquila, ¿no es verdad? —dijo Uriah—. Pero confiese usted que nunca me ha querido como yo a usted. Me encontraba usted demasiado humilde, estoy seguro.
—No me gusta que se haga tanta profesión de humildad ni de otra cosa —respondí.
—¡Ah! —dijo Uriah con el rostro más pálido y terroso todavía que de costumbre—; estaba seguro. Pero usted no sabe, míster Copperfield, hasta qué punto conviene la humildad a una persona en mi situación. Mi padre y yo fuimos educados en una escuela de caridad; mi madre también ha sido educada en un establecimiento de la misma naturaleza De la noche a la mañana nos enseñaban a ser humildes, y nada más. Debíamos ser humildes con estos, humildes con aquellos. Ahora teníamos que quitamos la gorra; allí teníamos que hacer una reverencia y no olvidar nunca nuestra situación, siempre rebajarnos delante de nuestros superiores ¡Dios sabe cuántos superiores teníamos! Si mi padre ha ganado la medalla de instructor ha sido a fuerza de humildad, y yo lo mismo. Si mi padre ha llegado a sacristán ha sido a fuerza de humildad. Tenía fama entre la gente bien educada de saber estar en su sitio, y por eso todos estaban dispuestos a empujarle. «Sé humilde, Uriah, me decía mi padre, y te abrirás camino. Nos han rebajado a ti como a mí en la escuela, y es lo que mejor resultado da. Sé humilde decía, y llegarás.» Y realmente parece que tenía razón.
Por primera vez sabía que aquella odiosa comedia de humildad era hereditaria en la familia Heep; había visto la cosecha, pero no se me había ocurrido pensar en la siembra.
—No era más alto que esto —decía Uriah— cuando aprendí a apreciar la humildad y a aprovecharla. Comía mis humildes patatas con buen apetito. No he querido llevar demasiado lejos mis humildes estudios, y me he dicho: «Sé terco». Usted me ofreció enseñarme latín; pero no soy tan tonto. Mi padre me decía siempre: «A las gentes les gusta dominar; baja la cabeza y déjales hacer». En este momento, por ejemplo, yo soy muy humilde, míster Copperfield; pero eso no impide que haya conseguido ya algún poder.
Todo lo que me decía (lo leía en su rostro a la claridad de la luna) era sencillamente para hacerme comprender que estaba decidido a servirse del poder aquel. Yo no había dudado nunca de su bajeza, su astucia y su malicia; pero únicamente entonces empecé a comprender todo lo que la larga violencia de su juventud había amontonado en venganza sin piedad en aquel alma vil y baja.
Lo que hubo de más satisfactorio en aquel relato repugnante que me acababa de hacer es que me soltó el brazo para poder volver a agarrarse la barbilla con las dos manos. Una vez separado de él estaba decidido a seguir en aquella posición. Andábamos a cierta distancia uno del otro, cambiando únicamente algunas palabras.
No sé lo que le había puesto contento, si era lo que yo le había comunicado o el relato que él me había hecho de su pasado; pero estaba mucho más animado que de costumbre. En la comida habló mucho; preguntó a su madre (a la que había relevado de su guardia cuando volvimos de nuestro paseo) si no era hora de que él se casara; y en una ocasión lanzó tal mirada sobre Agnes, que hubiera dado todo lo que tengo por poder aplastarle.
Cuando después de la comida nos quedamos solos míster Wickfield, él y yo, Uriah se lanzó más todavía. Había bebido muy poco vino; por lo tanto, no era eso lo que podía excitarle; debía de ser la embriaguez de su triunfo insolente y el deseo de demostrarlo en mi presencia.
La víspera ya había observado que trataba de hacer beber a míster Wickfield; pero Agnes me había lanzado tal mirada al dejar la habitación, que al cabo de cinco minutos propuse ir a reunirnos con ella al salón. Estaba a punto de hacer otro tanto cuando Urialh se me adelantó.
—Vemos muy rara vez a nuestro visitante de hoy —dijo dirigiéndose a míster Wickfield, sentado al otro lado de la mesa (qué contraste entre las dos cabeceras)—, y si usted no tiene inconveniente podríamos beber uno o dos vasos de vino a su salud. ¡Míster Copperfield, bebo a su salud y por su prosperidad!
Me vi obligado a tocar, por fórmula, la mano que me tendía a través de la mesa; después cogí, con una emoción muy diferente, la mano de su pobre víctima.
—Vamos, mi querido socio —dijo Uriah—, permítame que le dé el ejemplo bebiendo también a la salud de algún amigo de Copperfield.
Pasé rápidamente sobre los diversos brindis propuestos por míster Wickfield: a mi tía, a míster Dick, al Tribunal de Doctores, a Uriah. Cada vez se bebía dos veces su vaso, aunque se daba cuenta de su debilidad, y luchaba vanamente contra aquella miserable pasión. ¡Pobre hombre! ¡Cómo sufría con la conducta de Uriah y, sin embargo, cómo trataba de agradarle! Heep, triunfante, se retorcía de gusto, hacía gala del vencido, del que desplegaba la vergüenza a mis ojos. Yo tenía el corazón oprimido; ahora todavía mi mano se niega a escribirlo.
—Vamos, mi querido socio; yo también voy a proponer otro brindis; pero pido humildemente que nos den vasos grandes. ¡Bebamos por la más divina de su sexo!
El padre de Agnes tenía las manos sobre su vaso vacío. Lo dejó en la mesa, y sus ojos se fijaron en el retrato de su hija; después se llevó la mano a la frente y se dejó caer en un sillón.
—Sé que soy un personaje demasiado humilde para atreverme a brindar a su salud —repuso Uriah—; pero la admiro; mejor dicho, ¡la adoro!
¡Qué angustia la del padre, que apretaba convulsivamente su cabeza gris entre las manos para contener su sufrimiento interior mil veces más cruel de contemplar que todos los dolores físicos que pudiera sufrir nunca!
—Agnes —dijo Uriah, sin fijarse en el estado de míster Wickfield, o sin querer fijarse—, Agnes Wickfield, puedo decirlo, es la más divina de las mujeres. Es más, puedo hablar libremente entre amigos; se puede estar orgulloso de ser su padre; ¡pero ser su marido…!
Dios no permita que vuelva a oír jamás un grito como el que lanzó míster Wickfield levantándose bruscamente.
—¿Qué ocurre? —dijo Uriah, que se puso pálido como la muerte—. ¡Ah, vamos! Debe de ser un ataque de locura, ¿no, míster Wickfield? ¡Tengo tanto derecho como cualquier otro a decir que un día su Agnes será mi Agnes! Es más; creo que tengo más derecho que nadie.
Pasé mi brazo alrededor del cuello de míster Wickfield y le rogué, por todo lo que pude imaginar, que se tranquilizara; pero sobre todo se lo rogué en nombre de su afecto por Agnes. Estaba fuera de sí y se arrancaba los cabellos, se golpeaba la frente y trataba de rechazarme lejos de sí, sin contestar una sola palabra, sin ver nada, sin saber, ¡ay!, en su desesperación ciega, lo que quería, con la mirada fija y extraviada. ¡Qué espectáculo tan terrible!