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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (30 page)

BOOK: Danza de dragones
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—Stark era un traidor y como tal murió.

—Stark tomó parte en el derrocamiento de vuestro padre, pero a vos no os deseaba mal alguno —señaló Selmy—. Cuando Varys, el eunuco, nos dijo que estabais embarazada, Robert quería que os mataran, pero lord Stark se opuso. Le dijo a Robert que se buscara otra mano, porque él no iba a tomar parte en asesinatos de niños.

—¿Acaso habéis olvidado a la princesa Rhaenys y al príncipe Aegon?

—Jamás. Eso fue cosa de los Lannister, alteza.

—Lannister o Stark, tanto da. Viserys los llamaba «perros del Usurpador». Si una manada de mastines ataca a un niño, ¿importa mucho saber cuál de ellos le arranca el cuello? Todos los perros son igual de culpables. La culpa… —La voz se le quebró en la garganta. «Hazzea», pensó—. Tengo que ver la fosa —dijo con una voz débil como el susurro de un niño—. Por favor, llevadme allí abajo.

Una expresión desaprobadora se dibujó un instante en el rostro del anciano, pero no habría sido propio de él cuestionar las órdenes de su reina.

—Como ordenéis.

La escalera de servicio era el camino más rápido para bajar: no era elegante, sino empinada y estrecha; discurría entre los muros. Ser Barristan cogió un farolillo para evitarle tropezones. Ladrillos de veinte colores diferentes se cerraban en torno a ellos, hasta que se teñían de gris y negro más allá de la luz de la lámpara. En tres ocasiones pasaron junto a guardias inmaculados, tan inmóviles que parecían de piedra. No se oía más sonido que el suave roce de los pies contra los peldaños.

Al nivel del suelo, la Gran Pirámide de Meereen era un lugar silencioso, lleno de polvo y sombras. Los muros exteriores tenían diez varas de grosor. Entre ellos, los sonidos despertaban ecos al cruzar los arcos de ladrillos multicolores y los establos, comederos y despensas. Pasaron bajo tres arcos gigantescos y bajaron por una rampa iluminada por antorchas hasta las criptas inferiores, situadas más allá de las cisternas, las mazmorras y las cámaras de tortura donde en el pasado azotaban, desollaban y marcaban a hierro a los esclavos. Por fin llegaron ante un par de puertas de hierro gigantescas de goznes oxidados, custodiadas por inmaculados. Dany dio la orden y uno de ellos sacó una llave de hierro. La puerta se abrió entre chirridos de las bisagras. Daenerys Targaryen se adentró en el abrasador corazón de la oscuridad y se detuvo ante la tapa de una profunda fosa. Una docena de varas por debajo, sus dragones alzaron la cabeza. Cuatro ojos ardieron entre las sombras, dos de oro fundido y dos de bronce.

—No os acerquéis más. —Ser Barristan la agarró por el brazo.

—¿Creéis que me harían daño a mí?

—No lo sé, alteza, y no pienso poneros en peligro para averiguarlo.

Rhaegal rugió, y durante un instante, una llamarada amarilla transformó la oscuridad en pleno día. El fuego lamió las paredes, y Dany sintió el calor como la bocanada de un horno en la cara. Al otro lado de la fosa, Viserion desplegó las alas y las batió en el aire viciado. Trató de llegar a ella, pero las cadenas se tensaron en cuanto alzó el vuelo y cayó de bruces. Unos eslabones como puños le ataban las patas al suelo, y la argolla de hierro que tenía en torno al cuello estaba sujeta a la pared. Rhaegal estaba encadenado de la misma manera. A la luz del farolillo de Selmy, sus escamas brillaban como el jade. El humo se alzaba de entre sus dientes. A sus pies, por todo el suelo, había huesos rotos y chamuscados. Hacía mucho calor, y apestaba a azufre y carne quemada.

—Han crecido. —La voz de Dany retumbó contra los ennegrecidos muros de piedra. Una gota de sudor le corrió por la frente y le cayó en un pecho—. ¿Es verdad que los dragones no dejan de crecer nunca?

—Para eso necesitan mucha comida y espacio. Pero aquí, encadenados…

Los grandes amos utilizaban aquella fosa de prisión. Era tan grande que cabían quinientos hombres; sitio de sobra para dos dragones.

«Pero ¿durante cuánto? ¿Qué pasará cuando sean demasiado grandes para la fosa? ¿Se volverán el uno contra el otro, a llamaradas, a zarpazos? ¿Se quedarán flacos y débiles, con la piel arrugada y las alas atrofiadas? ¿Se extinguirá su fuego antes del final?» ¿Qué clase de madre deja que sus hijos se pudran en la oscuridad?

«Si vuelvo la vista atrás, estoy perdida —se dijo. Pero ¿cómo podía no mirar atrás?—. Debería haberlo previsto. ¿Estaba ciega, o cerré los ojos a sabiendas para no ver el precio del poder?»

Viserys le había relatado todas las historias cuando era pequeña. Le encantaba hablar de dragones. Dany sabía cómo había caído Harrenhal. Sabía todo lo que había que saber sobre el Campo de Fuego y la Danza de los Dragones. Uno de sus antepasados, el tercer Aegon, había visto morir a su madre devorada por el dragón de su tío, y eran innumerables las aldeas y reinos que habían vivido aterrados por aquellas bestias hasta que algún valeroso matadragones acudía en su auxilio. En Astapor, los ojos del esclavista se habían derretido. En el camino hacia Yunkai, cuando Daario tiró a sus pies las cabezas de Sallor el Calvo y Prendahl na Ghezn, sus hijos se dieron un banquete con ellas. Los dragones no temían al hombre, y un dragón suficientemente grande para devorar ovejas podía devorar a un niño con idéntica facilidad.

La niña se llamaba Hazzea y tenía cuatro años.

«A no ser que su padre mienta. Puede que mienta. —Solo él había visto al dragón. Presentaba como prueba unos huesos quemados, pero aquello no demostraba nada. Tal vez hubiera matado él a la niña y la hubiera quemado después. El Cabeza Afeitada le había dicho que no sería el primer padre que se deshacía de una hija indeseada—. O puede que fueran los Hijos de la Arpía, y lo hicieron pasar por obra de un dragón para que la ciudad me odie.» Habría querido creerlo… Pero entonces, ¿por qué había esperado el padre de Hazzea hasta que la sala de audiencias estuvo casi desierta antes de exponer su caso? Si hubiera querido inflamar los ánimos de los meereenos contra ella, habría hablado mientras la sala estaba abarrotada. El Cabeza Afeitada le había aconsejado que ordenara la ejecución de aquel hombre.

—O al menos cortadle la lengua. Esa mentira nos puede destruir a todos, magnificencia.

Pero Dany había optado por pagar el precio de la sangre. Nadie supo decirle cuánto valía una hija, así que calculó su valor en cien veces el de un cordero.

—Si pudiera, os devolvería a Hazzea —había dicho al padre—, pero hay cosas que no están en las manos de nadie, ni siquiera de la reina. Sus huesos descansarán en el templo de las Gracias, y un centenar de velas arderá día y noche en su recuerdo. Volved a verme todos los años en su día del nombre; a vuestros otros hijos no les faltará nada…, pero no debéis hablar jamás de lo sucedido.

—La gente hará preguntas —dijo el lloroso padre—. Querrán saber qué fue de Hazzea y cómo murió.

—La mordió una serpiente —intervino Reznak mo Reznak—. Se la llevó un lobo hambriento. Sufrió una enfermedad repentina. Decid lo que sea, pero ni una palabra de dragones.

Las zarpas de Viserion rascaron las piedras, y los eslabones de las enormes cadenas entrechocaron cuando intentó de nuevo volar hacia ella. Al ver que no podía, soltó un rugido, giró la cabeza hacia atrás tanto como pudo y escupió llamas doradas contra la pared.

«¿Cuánto falta para que su fuego sea bastante fuerte para resquebrajar la piedra y fundir el hierro?»

No hacía tanto que Viserion estaba posado en su hombro, con la cola enroscada en torno a su brazo. No hacía tanto que comía de su mano trocitos de carne quemada. Fue el primero al que encadenaron: Daenerys lo guio hasta la fosa y lo encerró con varios bueyes. Tras darse un banquete, el dragón se adormiló, circunstancia que aprovecharon para encadenarlo.

Rhaegal les había dado más trabajo, tal vez porque, a pesar de los muros de ladrillo y piedra que los separaban, oía los rugidos rabiosos de su hermano en la fosa. Tuvieron que envolverlo en una red de cadenas mientras disfrutaba del sol en la terraza, y se resistió tanto que tardaron tres días en bajarlo por la escalera servicio, sin que dejara de retorcerse y lanzar dentelladas. Seis hombres habían sufrido quemaduras antes de lograr su objetivo.

En cuanto a Drogon…

«La sombra alada», lo había llamado el dolido padre. Era el más grande de los tres y también el más fiero e indómito, con escamas negras como la noche y ojos como pozos de fuego. Drogon se alejaba mucho para cazar, pero cuando estaba saciado se tumbaba al sol en la cúspide de la Gran Pirámide, donde en otros tiempos se alzaba la arpía de Meereen. En tres ocasiones trataron de capturarlo allí, y en tres ocasiones fracasaron. Cuarenta de sus hombres más valientes arriesgaron la vida en el intento. Casi todos sufrieron quemaduras, y cuatro murieron. Había visto a Drogon por última vez al anochecer, el día de la tercera intentona. El dragón negro emprendió el vuelo hacia el norte, cruzando el Skahazadhan, hacia la alta hierba del mar dothraki. No había vuelto.

«Madre de dragones —pensó Daenerys—. Madre de monstruos. ¿Qué maldición he desencadenado sobre el mundo? Reina soy, pero mi trono es de huesos quemados y reposa sobre arenas movedizas. —Sin dragones no podría gobernar Meereen, y mucho menos recuperar Poniente—. Soy de la sangre del dragón. Si ellos son monstruos, yo también.»

Hediondo

La rata chilló cuando la mordió, y se retorció frenética entre sus manos, ansiosa por escapar. La barriga era lo más tierno. Arrancó la deliciosa carne con los dientes, y la sangre caliente le corrió por los labios. Estaba tan buena que los ojos se le llenaron de lágrimas. Su estómago rugió, y tragó. Al tercer mordisco, la rata había dejado de debatirse, y él estaba casi satisfecho.

Fue entonces cuando oyó voces al otro lado de la puerta de la mazmorra.

Se quedó inmóvil al instante, sin atreverse ni a masticar. Tenía la boca llena de sangre, carne y pelo, pero no se atrevía a tragar ni a escupir. Escuchó aterrado el susurro de las botas y el tintineo de las llaves, rígido como la piedra.

«No —pensó—, no, por favor, dioses, ahora no, ahora no. —Había tardado tanto en cazar la rata…—. Si me descubren, me la quitarán y se lo dirán a lord Ramsay, y me hará daño.»

Sabía que lo mejor sería esconder la rata, pero tenía tanta hambre… Hacía dos días que no comía nada, tal vez tres. Allí abajo, a oscuras, no era fácil saberlo. Tenía los brazos y las piernas flacos como juncos, pero el vientre hinchado, hueco, y le dolía tanto que no le dejaba dormir. Cada vez que cerraba los ojos se acordaba de lady Hornwood. Tras la boda, lord Ramsay la había encerrado en una torre y la había dejado morir de hambre. Al final, la mujer se había comido sus propios dedos.

Se acuclilló en un rincón de la celda, con su trofeo aferrado bajo la barbilla. La sangre le corría por las comisuras de los labios mientras mordisqueaba la rata con los pocos dientes que le quedaban, intentando tragar tanta carne como fuera posible antes de que se abriera la puerta de la celda. Estaba correosa, pero tan suculenta que creyó que se pondría enfermo. Masticó, tragó y se sacó los huesecillos de los agujeros de las encías, allí donde le habían arrancado los dientes. Le resultaba doloroso tragar, pero tenía tanta hambre que no podía parar.

Los sonidos se acercaban cada vez más.

«Por favor, dioses, que no venga a por mí. —Había más celdas, más prisioneros; a veces los oía gritar a pesar de los gruesos muros de piedra—. Las mujeres siempre gritan más. —Chupó la carne cruda y trató de escupir un hueso de pata, pero apenas tuvo fuerza para hacerlo asomar por encima del labio y se le quedó enredado en la barba—. Marchaos —rogó—, marchaos, pasad de largo, por favor, por favor.»

Pero las pisadas se detuvieron justo cuando el sonido era más fuerte, y las llaves tintinearon justo ante su puerta. La rata se le escurrió de las manos; se limpió los dedos ensangrentados en los calzones.

—No —murmuró—. ¡Nooo!

Rascó la paja del suelo con los talones en un intento desesperado de encajarse en la esquina, de fundirse con las húmedas paredes de piedra fría.

Lo más espantoso fue el sonido de la llave al girar en la cerradura. Cuando la luz le dio de pleno en la cara, lanzó un grito y tuvo que taparse los ojos con las manos; si se hubiera atrevido, se los habría arrancado. Tenía la cabeza a punto de estallar.

—No, por favor, lleváosla, pero a oscuras, por favor.

—No es él —dijo una voz de muchacho—. Míralo; nos hemos equivocado de celda.

—La última de la izquierda —replicó el otro chico—. Y esta es la última celda de la izquierda, ¿no?

—Sí. —Pausa—. ¿Qué dice?

—Me parece que no le gusta la luz.

—¿Te gustaría a ti si tuvieras esas pintas? —Escupió a un lado—. ¡Y qué peste! Voy a vomitar.

—Ha estado comiendo ratas —apuntó el segundo muchacho—. Mira.

—Es verdad, qué bueno. —El primero se echó a reír.

«Tuve que comérmelas.» Las ratas lo mordían cuando dormía; le roían los dedos de las manos y los pies, y hasta la cara, así que cuando conseguía atrapar una, no dudaba. Comer o ser comido: eran las únicas opciones.

—Es verdad —murmuró—. Es verdad, es verdad, me la he comido. Ella se me estaba comiendo a mí, por favor…

Los chicos se acercaron más, haciendo crujir la paja bajo los pies.

—Háblame —le dijo uno, el más menudo, un chico flaco pero avispado—. ¿Recuerdas quién eres?

El miedo le subió burbujeante por la garganta y solo pudo emitir un gemido.

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