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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (109 page)

BOOK: Danza de dragones
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—No —dijo.

Esa noche, tras cenar y jugar un rato al juego de las mentiras, la niña ciega se ató una tira de trapo en torno a la cabeza para ocultar los ojos inservibles, cogió el cuenco de mendiga y le pidió a la niña abandonada que la ayudara a ponerse la cara de Beth. La niña abandonada le había afeitado la cabeza después de que le quitaran los ojos. Decía que era un corte de pelo de titiritero, porque muchos comediantes se rapaban para que les encajaran mejor las diferentes pelucas, aunque también les resultaba útil a los mendigos para mantener a raya las pulgas y los piojos. Pero con una peluca no habría bastado.

—Podría cubrirte de llagas supurantes, pero los posaderos y taberneros no te dejarían entrar —le dijo la niña abandonada. De modo que le puso marcas de viruela y una verruga con un pelo negro en la mejilla.

—¿Estoy muy fea? —preguntó la niña ciega.

—No estás guapa.

—Mejor. —Nunca le había interesado estar guapa, ni siquiera cuando era la estúpida Arya Stark. Solo su padre le decía a veces que era guapa.

«Y Jon Nieve, de vez en cuando. —Su madre le decía que podría ser bonita si se lavara, se cepillara el pelo y cuidara más la ropa que se ponía, tal como hacía su hermana. Para su hermana y sus amigas, y para todos los demás, no era más que Arya Caracaballo. Pero ya habían muerto todos, hasta la propia Arya, y solo quedaba su hermanastro Jon. Algunas noches oía hablar de él en las tabernas y prostíbulos del puerto del Trapero. El bastardo negro del Muro, lo había llamado un hombre—. Seguro que ni Jon reconocería a Beth la Ciega.» Aquello la entristecía.

No llevaba más que harapos descoloridos y gastados, pero eran harapos que la abrigaban. Debajo llevaba escondidos tres puñales: uno en la bota, otro en la manga y el tercero envainado a la espalda. Los braavosi eran en su mayoría un pueblo amable, más propenso a ayudar a una pobre mendiga ciega que a hacerle mal alguno, pero siempre había quienes la consideraban una víctima fácil para robarle lo que tuviera o violarla. Para ellos llevaba los puñales, aunque hasta entonces no se había visto obligada a utilizarlos. Completaba su atuendo con un cuenco de madera agrietado y una soga a modo de cinturón.

Salió del templo cuando el rugido del Titán anunció la puesta de sol; contó los escalones tras cruzar la puerta y se guió con el bastón para llegar al puente y cruzar el canal hasta la isla de los Dioses. Por el modo en que la ropa se le pegaba al cuerpo y por el aire húmedo que notaba en las manos, supo que la niebla era muy espesa. Había aprendido que las nieblas de Braavos también jugaban con los sonidos.

«Esta noche, la mitad de la ciudad estará medio ciega.»

Al pasar junto a los templos, oyó a los acólitos de la secta de la Sabiduría Estelar, que cantaban a los astros del anochecer en la cúspide de su torre de la adivinación. En el aire flotaba un jirón de humo perfumado que la guió por el camino serpenteante hasta el lugar donde los sacerdotes rojos habían encendido los grandes braseros de hierro, ante la casa del Señor de Luz. No tardó en percibir su calor en el aire cuando los adoradores de R’hllor alzaron sus voces al unísono en una plegaria.

—Porque la noche es oscura y alberga horrores.

«Para mí, no.» Sus noches estaban iluminadas por la luna y acunadas por el canto de su manada, con el sabor de la carne roja arrancada del hueso, con los olores cálidos y familiares de sus primos grises. Solo durante el día estaba ciega y aislada.

La zona portuaria no le resultaba desconocida. Gata estaba acostumbrada a vagar por los callejones y muelles del puerto del Trapero, vendiendo los mejillones, ostras y almejas de Brusco. Los harapos, la cabeza rapada y la verruga hacían que ya no pareciera la misma, pero por si acaso procuraba no acercarse al Barco, a Puerto Feliz ni a los otros sitios donde conocían a Gata.

Era capaz de identificar cada posada y cada taberna por el olor. El Barquero Negro apestaba a salmuera; Casa Pynto, a vino agriado, queso hediondo y al propio Pynto, que nunca se cambiaba de ropa ni se lavaba el pelo. En el Remiendavelas, el aire cargado de humo guardaba siempre el olor de la carne asada. La Casa de las Siete Lámparas olía a incienso, y el Palacio de Satén, a los perfumes de las hermosas jovencitas que soñaban con ser cortesanas.

Cada local tenía además sus sonidos propios. Casi todas las noches había actuaciones en Casa Moroggo y en La Anguila Verde. En la Taberna del Proscrito eran los propios clientes los que cantaban, borrachos, en una cincuentena de lenguas. La Casa de Niebla siempre estaba abarrotada de remeros que manejaban las pértigas de las barcas serpiente; solían discutir sobre dioses y cortesanas, y sobre si el Señor del Mar era un idiota o no. El Palacio de Satén era un sitio mucho más tranquilo, donde se oían arrullos amorosos, el suave crujido de las túnicas de seda y la risa de las muchachas.

Beth pedía en un sitio distinto cada noche. Había descubierto enseguida que los posaderos y taberneros toleraban mejor su presencia si no la veían demasiado a menudo. Había pasado la noche anterior ante La Anguila Verde, de modo que giró a la derecha y no a la izquierda tras pasar por el puente Sangriento y se dirigió a Casa Pynto, en el extremo opuesto del puerto del Trapero, en los límites de la Ciudad Ahogada. Pynto era escandaloso y maloliente, pero bajo la capa de ropa sucia y fanfarronería se ocultaba un corazón de oro, y muchas veces la dejaba entrar al calor de la taberna si no había demasiada gente; además, a menudo le daba una jarra de cerveza y un trozo de pan con algo de comer mientras le contaba sus historias. Según él, de joven había sido un famoso pirata de los Peldaños de Piedra, y si algo le gustaba en la vida era hablar y hablar de sus hazañas.

Aquella noche, la niña estaba de suerte, porque apenas había nadie en la taberna y pudo sentarse en un rincón tranquilo, bastante cerca del fuego. Apenas se hubo acomodado con las piernas cruzadas, algo le rozó el muslo.

—¿Otra vez tú? —dijo la niña ciega. Le rascó la cabeza detrás de una oreja, y el gato se le tumbó en el regazo y se puso a ronronear. Braavos estaba plagado de gatos, y abundaban sobre todo en Casa Pynto. El viejo pirata pensaba que traían suerte y le limpiaban la taberna de alimañas—. Me reconoces, ¿verdad? —susurró. No había verruga falsa que engañara a un gato; todos recordaban a Gata de los Canales.

Fue una buena noche para la niña ciega. Pynto estaba de un humor excelente y le dio una copa de vino aguado, un trozo de queso maloliente y media empanada de anguila.

—Pynto es muy buena persona —anunció el propio Pynto, y acto seguido se sentó a contarle cómo se había apoderado de un barco con un cargamento de especias, cosa que ya le había relatado en una docena de ocasiones.

A medida que pasaban las horas, la taberna fue llenándose y Pynto no tardó en estar demasiado ocupado para prestarle atención, pero varios clientes habituales le dejaron alguna moneda en el cuenco. Otras mesas las ocuparon forasteros: balleneros ibbeneses que apestaban a sangre y grasa; un par de jaques con el pelo aceitado; un gordo recién llegado de Lorath que se quejó de que las mesas de Casa Pynto no tenían espacio para su barriga. Más tarde llegaron tres lysenos, marineros de la
Buenamor,
una galera azotada por la tormenta que había llegado a duras penas a Braavos la noche anterior, solo para ser confiscada aquella misma mañana por los guardias del Señor del Mar.

Los lysenos ocuparon la mesa más cercana al fuego y conversaron ante sus copas de ron negro como la pez, en voz baja para que nadie pudiera escucharlos. Pero ella era Nadie, así que lo escuchó casi todo, y a veces hasta casi pudo verlos a través de los ojos entrecerrados del gato que ronroneaba en su regazo. Uno era viejo y otro joven, y el tercero había perdido una oreja, pero los tres tenían el pelo blanco de puro rubio y la piel clara propia de Lys, donde aún corría la sangre del Feudo Franco.

A la mañana siguiente, cuando el hombre bondadoso le preguntó qué tres cosas sabía que no supiera antes, la encontró preparada.

—Sé por qué el Señor del Mar ha confiscado la
Buenamor.
La galera transportaba esclavos, cientos de esclavos, mujeres y niños, todos atados en la bodega. —Braavos había sido fundada por esclavos fugitivos, y el comercio de seres humanos estaba prohibido en sus tierras—. Sé de dónde venían esos esclavos. Eran salvajes de Poniente, de un lugar llamado Casa Austera, muy antiguo, en ruinas. Está maldito. —En Invernalia, cuando aún era Arya Stark, la Vieja Tata le contaba muchas historias de Casa Austera—. Después de la gran batalla en la que murió el Rey-más-allá-del-Muro, los salvajes huyeron y su bruja de los bosques les dijo que tenían que ir a Casa Austera, porque allí los recogerían unos barcos y los llevarían a un lugar cálido. Pero los únicos barcos que llegaron fueron esos dos navíos piratas de Lys, la
Buenamor
y la
Elefante,
que se habían desviado hacia el norte por culpa de una tormenta. Echaron ancla cerca de Casa Austera para hacer reparaciones y vieron a los salvajes pero eran millares y no tenían sitio para todos, así que dijeron que se llevarían solo a las mujeres y los niños. Los salvajes no tenían comida, de modo que les pidieron que se llevaran a sus esposas e hijas, pero en cuanto los barcos estuvieron en alta mar, los lysenos las ataron y las encerraron en las bodegas. Tenían intención de venderlas en Lys, pero se toparon con otra tormenta y las dos galeras se separaron. La
Buenamor
estaba en tan mal estado que su capitán no tuvo más remedio que atracar aquí, aunque puede que la
Elefante
haya conseguido llegar a Lys. Los lysenos de Casa Pynto creen que regresará con otros barcos, porque parece que el precio de los esclavos no hace más que subir, y en Casa Austera quedaron miles de mujeres y niños.

—Bueno es saberlo. Son dos cosas. ¿Hay una tercera?

—Sí. Sé que tu eres quien ha estado golpeándome.

Sacó el bastón con un movimiento veloz y le asestó un golpe en los dedos; el báculo del sacerdote cayó al suelo, y él retiró la mano con un gesto de dolor.

—¿Cómo ha podido saberlo una niña ciega?

«Te he visto.»

—Te he dicho tres cosas nuevas; no tengo por qué decirte cuatro.

Tal vez al día siguiente le hablaría del gato que la había seguido la noche anterior y se había subido a las vigas para vigilarlos desde arriba.

«O tal vez no.» Si el sacerdote podía guardar secretos, ella también.

Aquella noche, Umma sirvió para cenar cangrejos a la sal. Cuando le tendieron la copa, la niña ciega frunció la nariz y se bebió el contenido de tres tragos; después se atragantó y soltó la copa: le ardía la lengua, y cuando bebió vino, las llamas le bajaron por la garganta y le subieron por la nariz.

—El vino no te ayudará, y el agua solo servirá para avivar el fuego —le dijo la niña abandonada—. Cómete esto.

Le puso un trozo de pan en la mano. Se lo metió en la boca, masticó y tragó. Eso la alivió en parte. Un segundo trozo de pan la alivió un poco más.

Por la mañana, cuando la loba de la noche la abandonó y ella abrió los ojos, vio una vela de sebo que ardía donde la noche anterior no había vela alguna, con una llama temblorosa que se mecía como una prostituta del Puerto Feliz. No había visto nunca nada tan hermoso.

Un fantasma de Invernalia

El cadáver yacía al pie de la muralla interior, desnucado; lo único que asomaba por encima de la nieve que lo había enterrado durante la noche era la pierna izquierda.

Si las perras de Ramsay no lo hubieran encontrado, seguramente se habría quedado allí hasta la primavera, pero cuando Ben Huesos consiguió apartarlas, Jeyne la Gris había devorado buena parte del rostro del cadáver, hasta el punto de que tardaron medio día en lograr identificarlo: era un soldado de cuarenta y cuatro años que había llegado al norte con Roger Ryswell.

—Era un borracho —declaró Ryswell—. Seguro que estaba meando desde la muralla, resbaló y cayó.

Nadie presentó una versión alternativa, pero Theon Greyjoy no alcanzaba a entender por qué iba nadie a subir por los escalones nevados hasta las almenas, en plena noche, solo para echar una meada.

Aquella mañana, la guarnición desayunó pan rancio frito en grasa del tocino que se sirvió a los señores y caballeros, y no se habló de otra cosa que del cadáver.

—Stannis tiene amigos en este castillo —oyó murmurar a un sargento.

Era un viejo del ejército de los Tallhart: llevaba tres árboles bordados en el deslucido jubón. Acababa de cambiar el turno de guardia, y los hombres que volvían del frío pateaban el suelo para sacudirse la nieve de las botas y los calzones mientras se servía la comida: morcillas, puerros y pan moreno recién horneado.

—¿Stannis? —rio uno de los jinetes de Roose Ryswell—. A estas alturas, Stannis ya debe de estar muerto y enterrado bajo la nieve, o habrá vuelto al Muro con el rabo congelado entre las piernas.

—Con esta tormenta, podría estar acampado a dos pasos de nuestras murallas, con cien mil hombres, y no los veríamos —replicó un arquero que vestía los colores de los Cerwyn.

La nieve había caído día y noche, infinita, interminable, despiadada. Los ventisqueros se acumulaban contra las paredes y llenaban los huecos entre almena y almena, mientras que los tejados estaban cubiertos de mantos blancos y las tiendas se combaban bajo su peso. Hubo que tensar cuerdas de un edificio al otro para ayudar a los hombres a cruzar los patios sin extraviarse. Los vigías se apiñaban en los torreones de guardia para calentarse las manos medio congeladas en los braseros, con lo que en los adarves solo quedaban los centinelas de nieve que habían hecho los escuderos, cuyo tamaño y extravagancia aumentaban noche tras noche a medida que el viento y otras inclemencias los iban moldeando a su antojo. De las lanzas que sostenían en los puños de nieve salían carámbanos helados. Y nada menos que Hosteen Frey, que había gruñido mil veces que a él no le daba miedo un poco de nieve, perdió una oreja por congelación.

Los caballos que estaban en los patios eran los que peor lo pasaban. Las mantas que les habían echado por encima para darles calor se empapaban y se congelaban si no se cambiaban con regularidad, y cuando los hombres encendían hogueras para mantener a raya el frío, eran más dañinas que beneficiosas. Los caballos de batalla tenían miedo de las llamas y se debatían para alejarse, tirando de las cuerdas con que los tenían atados y haciéndose daño, además de herir a las otras monturas. Los únicos que estaban a salvo eran los caballos de los establos, pero no cabía ni uno más.

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