—Me he comido una rata —murmuró.
—¿Una rata? —Los ojos claros de Ramsay brillaron a la luz de las antorchas—. Todas las ratas de Fuerte Temor pertenecen a mi señor padre. ¿Cómo te atreves a comerte una sin mi permiso?
Hediondo no supo qué decir, de manera que no dijo nada. Si decía algo y se equivocaba, le costaría otro dedo del pie, o peor, de la mano. Ya había perdido dos dedos de la izquierda y el meñique de la derecha, pero en el pie derecho solo el meñique, mientras que en el izquierdo solo le quedaban dos dedos. A veces Ramsay comentaba en broma que habría que equilibrarlo.
«Mi señor no lo dice en serio —trataba de convencerse—. No quiere hacerme daño, él mismo me lo dijo, solo me hace daño cuando le doy motivos.» Su señor había sido muy bondadoso y compasivo. Por algunas de las cosas que Hediondo había dicho antes de aprender cuál era su lugar, cuál era su nombre, habría podido desollarle la cara.
—Esto se está haciendo aburrido —dijo el señor de la cota de malla—. Matadlo de una vez y acabemos.
—Eso echaría a perder la celebración, mi señor. —Lord Ramsay le llenó la jarra de cerveza—. Tengo una buena noticia para ti, Hediondo. Voy a casarme. Mi señor padre me trae a una Stark, a una de las hijas de lord Eddard, Arya. Te acuerdas de la pequeña Arya, ¿verdad?
«Arya Entrelospiés —estuvo a punto de decir— y Arya Caracaballo. —Era la hermana pequeña de Robb, de pelo castaño, rostro alargado, flaca como un palo y siempre mugrienta—. Sansa era la bonita.» Hubo un tiempo en que creyó que lord Eddard Stark lo casaría con Sansa y lo aceptaría como hijo, pero solo eran ilusiones de niño… en cambio, Arya…
—Me acuerdo de ella. De Arya.
—Será la señora de Invernalia, y yo su señor.
«No es más que una chiquilla.»
—Sí, mi señor. Felicidades.
—¿Estarás a mi lado cuando contraiga matrimonio, Hediondo?
—Si mi señor lo desea… —titubeó.
—Claro que sí, claro que sí.
Dudó de nuevo, temiendo que se tratara de otra trampa cruel.
—Sí, mi señor. Si a vos os complace, para mí será un honor.
—En ese caso tendremos que sacarte de esa horrible mazmorra. Habrá que lavarte y restregarte a base de bien; darte ropa limpia y comida. ¿Qué tal unas gachas? ¿Te apetecen? ¿Y un pastel de guisantes con mucha panceta? Tengo que encomendarte una tarea, y para servirme tienes que recuperar las fuerzas. Porque sé que quieres servirme.
—Sí, mi señor. Más que ninguna otra cosa. —Sintió un escalofrío—. Soy vuestro Hediondo. Por favor, permitid que os sirva. Por favor.
—Ya que me lo pides con tanto entusiasmo, ¿cómo voy a negártelo? —Sonrió Ramsay Bolton—. Parto hacia la guerra, Hediondo. Y tú cabalgarás conmigo, para ayudarme a traer a casa a la doncella que es mi prometida.
Hubo algo en el graznido del cuervo que hizo que un escalofrío recorriera la espalda de Bran.
«Ya soy casi un hombre —tuvo que recordarse—. Tengo que ser valiente.»
Pero el aire era cortante y frío, y rezumaba miedo. Hasta Verano estaba asustado; se le había erizado el pelaje del cuello. Las sombras se extendían por la ladera, negras y hambrientas. El peso del hielo hacía que todos los árboles crecieran inclinados y retorcidos. Algunos ni siquiera parecían árboles. Estaban apiñados a lo largo de la colina como gigantes, enterrados en nieve congelada desde la raíz hasta la copa, como criaturas monstruosas y deformes encorvadas contra el viento glacial.
—Están aquí. —El explorador desenvainó la espada.
—¿Dónde? —La voz de Meera sonaba apagada.
—Cerca. No sé. En alguna parte.
El cuervo volvió a graznar.
—Hodor —susurró Hodor, con las manos bajo las axilas. De la desaliñada barba marrón le colgaban carámbanos, y el bigote era una maraña de mocos congelados que brillaban rojizos a la luz del crepúsculo.
—Los lobos también están cerca —avisó Bran—. Esos que han estado siguiéndonos. Cuando el viento sopla en nuestra dirección, Verano capta su olor.
—Los lobos son el menor de nuestros problemas —dijo Manosfrías—. Vamos a tener que escalar. Pronto oscurecerá, y deberíais estar a cubierto antes de que caiga la noche, o vuestro calor los atraerá. —Echó un vistazo hacia el oeste, donde la luz del sol poniente se vislumbraba débil entre los árboles, como el resplandor de un fuego lejano.
—¿Esta es la única entrada? —preguntó Meera.
—La puerta trasera está tres leguas más al norte, bajo una sima.
No tuvo que añadir más. Ni siquiera Hodor podía descender por una sima con Bran cargado a la espalda, y Jojen era tan incapaz de caminar tres leguas como de correr mil. Meera observó la colina que se alzaba ante ellos.
—Ese camino parece despejado.
—Parece —recalcó el explorador con un susurro siniestro—. ¿Os dais cuenta del frío que hace? Aquí hay algo. ¿Dónde están?
—Puede que en la cueva —aventuró Meera.
—La cueva está protegida. No pueden acceder a ella. —El explorador señaló con la espada—. Allí está la entrada, a mitad de la pendiente, entre los arcianos. Aquella fisura de la roca.
—La veo —dijo Bran. Había cuervos que entraban y salían volando.
—Hodor —dijo Hodor al tiempo que intentaba buscar una postura más cómoda.
—Solo veo un pliegue en la roca —dijo Meera.
—Hay un pasadizo, un arroyuelo que discurre por la piedra, empinado y tortuoso al principio. Si lo alcanzáis, estaréis a salvo.
—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
—La cueva está protegida.
—Desde aquí habrá poco más de mil pasos —dijo Meera, estudiando la fisura de la ladera.
«Sí —pensó Bran—, pero todos cuesta arriba.» La montaña era empinada y estaba poblada por una densa arboleda. Llevaba tres días sin nevar, pero la nieve aún no se había derretido y el suelo era una sábana blanca bajo los árboles, aún limpia y virgen.
—Aquí no hay nadie —dijo Bran, animado—. Mirad la nieve. No hay huellas.
—Los caminantes blancos se mueven ligeros por la nieve —contestó el explorador—. No veréis ningún rastro de su paso. —Un cuervo descendió de lo alto para posarse en su hombro. Solo los seguía una docena de grandes pájaros negros. Los demás habían ido desapareciendo durante la travesía; cada amanecer, al despertar, se encontraban con menos.
—Venid —graznó uno de ellos—. Venid, venid.
«El cuervo de tres ojos —pensó Bran—. El verdevidente.»
—No está muy lejos —dijo—. Solo tenemos que subir un poco y estaremos a salvo. Quizá hasta podamos encender una hoguera.
Todos estaban helados, empapados y hambrientos, excepto el explorador, y Jojen Reed se encontraba demasiado débil para caminar sin ayuda.
—Id vosotros.
Meera Reed se agachó junto a su hermano. Estaba recostado contra el tronco de un roble con los ojos cerrados, y temblaba con virulencia. Lo poco del rostro que se atisbaba entre la capucha y la bufanda era blanco como la nieve que los rodeaba, pero aún se percibían las débiles bocanadas de su respiración. Meera había cargado con él durante todo el día. Bran intentó convencerse de que se repondría con un poco de comida y un buen fuego, pero no las tenía todas consigo.
—No puedo pelear y llevar a Jojen a la vez; la pendiente es demasiado empinada —dijo Meera—. Hodor, sube tú a Bran hasta la cueva.
—Hodor. —Hodor dio unas palmadas.
—Jojen solo necesita comer —dijo Bran, desalentado.
Doce días atrás, el alce había caído desmayado por tercera y última vez. Manosfrías se había arrodillado junto al animal en un banco de nieve y había murmurado unas oraciones en una lengua extraña mientras lo degollaba. Bran lloró como una niña cuando la sangre brillante manó a borbotones. Nunca se había sentido tan tullido como en aquel momento, cuando tuvo que mirar impotente como Meera Reed y Manosfrías descuartizaban al valiente animal que los había llevado hasta allí. Se prometió no comer, convencido de que era mejor pasar hambre que darse un atracón a costa de un amigo, pero acabó comiendo por duplicado, en su propia piel y en la de Verano. Aunque el alce estaba demacrado y famélico, habían vivido durante siete días de la carne que había trinchado el explorador, hasta que se comieron el último pedazo acurrucados junto al fuego entre las ruinas de un antiguo fuerte.
—Sí que necesita comer —admitió Meera mientras acariciaba la frente de su hermano—. Todos lo necesitamos, pero aquí no hay comida. Marchaos.
Bran parpadeó para tratar de contener una lágrima, pero sintió como se le congelaba en la mejilla. Manosfrías cogió a Hodor del brazo.
—Nos estamos quedando sin luz. Si no han llegado aún, no tardarán. Vamos.
Hodor, mudo por primera vez en mucho tiempo, se sacudió la nieve de las piernas y se abrió camino hacia arriba entre los ventisqueros, con Bran cargado a la espalda. Tras ellos subió el explorador, que llevaba la espada en una negra mano. Verano iba detrás. En algunos lugares, la nieve lo superaba en altura, y cada vez que se hundía en la tierra helada, el gran huargo tenía que parar y sacudírsela. Mientras ascendían, Bran se volvió dificultosamente en su cesta y vio a Meera pasar un brazo bajo los de su hermano para ayudarlo a levantarse.
«Pesa demasiado para ella. Está muerta de hambre, y ya no le quedan muchas fuerzas.» Meera agarró la fisga con la mano que le quedaba libre y avanzó clavando sus tres picas en la nieve para obtener más apoyo. Justo cuando comenzaba a subir la colina, con su hermano pequeño a ratos en brazos y a ratos a rastras, Hodor pasó entre dos árboles y Bran los perdió de vista.
La colina se hizo más empinada y los montículos de nieve se quebraban bajo las botas de Hodor. Hubo un momento en el que una roca lo hizo resbalar, y le faltó poco para rodar cuesta abajo. El explorador lo salvó al sujetarlo del brazo.
—Hodor —dijo Hodor.
Con cada ráfaga de viento, el aire se llenaba de un fino polvo blanco que brillaba como el cristal a la luz del atardecer. Los cuervos revoloteaban a su alrededor. Uno se adelantó y desapareció en la cueva.
«Solo quedan cien pasos —pensó Bran—, está muy cerca.»
De repente, Verano se detuvo al llegar a una elevación cubierta de nieve virgen. El huargo miró hacia atrás, olfateó el aire, se puso a gruñir y retrocedió con el pelaje erizado.
—Hodor, para —dijo Bran—. Hodor. ¡Espera! —Algo iba mal. Verano lo olía, y él también. «Algo malo. Está cerca»—. Hodor, no, da la vuelta.
Manosfrías seguía camino arriba, y Hodor se empeñaba en seguirlo.
—¡Hodor, Hodor, Hodor! —gritó irritado, en un intento de ahogar las protestas de Bran. Su respiración se había vuelto trabajosa. El aire estaba cubierto de una neblina blanca. Dio un paso, después otro. La nieve le llegaba casi por la cintura, y la ladera era muy empinada. El gigantón caminaba inclinado hacia delante y se agarraba a rocas y árboles con las manos mientras ascendía. Otro pasó. Otro. La nieve que desplazaba Hodor cayó ladera abajo y creó una pequeña avalancha tras ellos.
«Setenta pasos.» Bran se estiró hacia un lado para ver mejor la cueva. Pero lo que vio fue otra cosa.
—¡Un fuego! —Por una hendidura, entre los arcianos, se vislumbraba un brillo titilante, una luz rojiza que destacaba en la oscuridad creciente—. Mirad, alguien…
Hodor gritó. Tropezó, se tambaleó y cayó.
Cuando el gran mozo de cuadra giró sobre sí mismo, Bran sintió que el mundo se volvía del revés. Un golpe repentino lo dejó sin aliento, y la boca se le llenó de sangre. Hodor rodaba y rodaba, y aplastaba a cada giro al niño tullido.
«Algo lo ha cogido de la pierna.» Durante un instante, Bran pensó que podía ser una raíz que se le había enganchado en el tobillo… hasta que la raíz se movió. Vio una mano y, tras ella, el resto del espectro emergió de la nieve.
Hodor pateó de lleno la cara de aquella cosa con una bota cubierta de nieve, pero el muerto ni siquiera pareció darse cuenta. Rodaron colina abajo entre forcejeos, golpes y arañazos. La boca y la nariz de Bran se llenaron de nieve, pero siguió girando, atado a Hodor. Se dio en la cabeza con algo; no supo si fue una roca, un trozo de hielo o el puño de un muerto, y de repente ya no estaba en la cesta, sino tirado enmedio de la ladera, escupiendo nieve, con un mechón de pelo de Hodor en la mano.
A su alrededor, de la nieve empezaron a salir espectros.
«Dos…, tres…, cuatro…» Bran perdió la cuenta. Surgían de improviso entre nubes de nieve. Algunos vestían capas negras; otros, pieles raídas; otros, nada. Todos tenían la piel blanca y las manos negras. Sus ojos brillaban como pálidas estrellas azules.
Tres de ellos cayeron sobre el explorador. Bran vio como Manosfrías le rajaba la cara de lado a lado a uno, pero el espectro seguía avanzando hacia él, haciéndolo retroceder hacia los brazos de otro. Otros dos perseguían a Hodor, bajando por la pendiente con pasos torpes. Cuando se dio cuenta de que Meera estaba a punto de llegar y toparse con aquello, un terror impotente invadió a Bran. Dio un golpe en la nieve y lanzó un grito de aviso.
Algo lo agarró.
Fue entonces cuando el grito se convirtió en chillido. Bran arrojó un puñado de nieve a la criatura, que apenas pestañeó. Una mano negra se dirigió hacia su cara y otra hacia su estómago, con dedos que parecían de hierro.
«Va a arrancarme las tripas.»
Pero, de repente, Verano se interpuso. Bran alcanzó a ver piel que se desgarraba como un trapo y oyó como se astillaba un hueso. Vio una muñeca y una mano arrancadas de cuajo, con unos dedos que aún se retorcían y una manga de tejido basto de un negro desvaído.
«Negro —pensó—, viste de negro; pertenecía a la Guardia.» Verano arrojó el brazo a un lado, giró y hundió los dientes bajo la barbilla del muerto. Hubo un estallido de carne blancuzca y putrefacta cuando el gran lobo gris le arrancó la mayor parte del cuello de un tirón.
Bran se alejó de la mano amputada, que aún se movía. Mientras estaba tendido de bruces y agarrado a la nieve, atisbó por encima aquel resplandor anaranjado entre los árboles, blancos y cubiertos con un manto de nieve.
«Sesenta pasos. —Si conseguía arrastrarse sesenta pasos más, no lo atraparían. Empezó a reptar hacia la luz, con los guantes empapados, agarrándose a raíces y rocas—. Un poco más, solo un poco más y podrás descansar junto al fuego.»
Las últimas luces del día ya habían dejado de filtrarse entre los árboles; había caído la noche. Manosfrías se defendía a cuchilladas del círculo de muertos que lo rodeaba. Verano tenía entre los dientes la cara del que había derribado momentos antes y seguía destrozándolo. Nadie prestaba atención a Bran. Arrastró las inútiles piernas tras él un poco más arriba.