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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (29 page)

BOOK: Danza de dragones
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—No hay mujer más bella que vuestra alteza. Habría que ser ciego para no verlo, y Daario Naharis no está ciego.

«No. Tiene los ojos de un azul muy oscuro, casi violeta, y su diente de oro brilla cuando me sonríe.» Ser Barristan estaba seguro de que regresaría, y Dany no podía hacer nada salvo rezar para que estuviera en lo cierto.

«Un baño me tranquilizará.» Se encaminó descalza por la hierba hacia el estanque de la terraza. El agua fresca contra la piel le puso la carne de gallina al principio, y los pececillos le mordisquearon los brazos y las piernas. Dany flotó con los ojos cerrados.

Un débil susurro le hizo abrirlos. Se incorporó en el agua.

—¿Missandei? —llamó—. ¿Irri? ¿Jhiqui?

—Duermen —fue la respuesta que le llegó.

Había una mujer junto al caqui; llevaba una túnica con capucha. El borde de la prenda llegaba hasta la hierba. El rostro que se divisaba bajo la capucha era duro y brillante.

«Lleva una máscara —supo Dany al instante—, una máscara de madera lacada en rojo oscuro.»

—¿Quaithe? ¿Estoy soñando? —Se pellizcó una oreja e hizo un gesto de dolor—. Soñé con vos en la
Balerion
cuando vine a Astapor.

—No soñabais. Ni entonces ni ahora.

—¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo habéis burlado a mis guardias?

—He venido por otro camino. No me han visto.

—Si los llamo, os matarán.

—Os jurarán que no estoy aquí.

—¿Estáis aquí?

—No. Escuchadme bien, Daenerys Targaryen. Las velas de cristal están ardiendo. Pronto llegará la yegua clara, y tras ella, los demás: kraken y llama roja, león y grifo, el hijo del sol y el dragón del titiritero. Recordad a los Eternos. Guardaos del senescal perfumado.

—¿De Reznak? ¿Qué puedo temer de él? —Dany salió del estanque. El agua le corrió por las piernas, y el aire fresco de la noche le erizó el vello de los brazos—. Si queréis advertirme de algo, hablad sin rodeos. ¿Qué queréis de mí, Quaithe?

La luz de la luna brillaba en los ojos de la mujer.

—Mostraros el camino.

—Ya recuerdo el camino. Para ir al norte tengo que ir al sur; para ir al este, al oeste; atrás para ir adelante. Y para tocar la luz tengo que pasar bajo la sombra. —Se escurrió la melena plateada—. Estoy harta de acertijos. En Qarth era una mendiga, pero aquí soy la reina. Os ordeno que…

—Daenerys. Recordad a los Eternos. Recordad quién sois.

—La sangre del dragón. —«Pero mis dragones rugen ahora en la oscuridad»—. Recuerdo a los Eternos. Me llamaron «hija de tres». Tres monturas me prometieron, tres fuegos y tres traiciones. Una por sangre, otra por oro y otra por…

—¿Alteza? —Missandei estaba ante la puerta del dormitorio de la reina, con un farolillo en la mano—. ¿Con quién habláis?

Dany volvió la vista hacia el caqui. Allí no había nadie. Ni rastro de la túnica ni de la máscara lacada de Quaithe.

«Una sombra. Un recuerdo. Nadie. —Era de la sangre del dragón, pero ser Barristan le había advertido que aquella sangre llevaba una lacra—. ¿Me estoy volviendo loca?» De su padre decían eso, que estaba loco.

—Estaba rezando —le dijo a la chiquilla naathi—. Pronto será de día; más vale que coma algo antes de la audiencia.

—Os traeré el desayuno.

Cuando volvió a quedarse a solas, Dany rodeó toda la pirámide con la esperanza de dar con Quaithe, tal vez tras los árboles quemados y la tierra ennegrecida del lugar donde habían tratado de capturar a Drogon. Pero solo se oía el viento entre los frutales, y en los jardines no había más criaturas que unas cuantas polillas blancuzcas.

Missandei regresó con un melón y un cuenco de huevos duros, pero Dany no tenía apetito. A medida que el cielo se iluminaba y las estrellas iban desapareciendo una tras otra, Irri y Jhiqui la ayudaron a ponerse un
tokar
de seda violeta con flecos de oro.

Cuando llegaron Reznak y Skahaz no pudo evitar mirarlos de soslayo, con el recuerdo de las tres traiciones. «Guardaos del senescal perfumado.» Olfateó a Reznak mo Reznak con desconfianza.

«Podría ordenarle al Cabeza Afeitada que lo detenga y lo interrogue. —¿Se adelantaría así a la profecía? ¿O aparecería otro traidor que ocuparía su lugar?—. Las profecías son engañosas —se recordó—, y puede que Reznak sea lo que aparenta, nada más.»

Al entrar en la sala violeta, Dany se encontró un montón de cojines de seda en el banco de ébano. Aquello le dibujó una sonrisa triste en los labios. Supo al instante que era cosa de ser Barristan. El anciano caballero era un buen hombre, pero demasiado literal en ocasiones.

«Solo era una broma», pensó, pero se sentó en los cojines.

No tardó en sentir las consecuencias de la noche en vela, y tuvo que contenerse para no bostezar mientras Reznak parloteaba sobre los gremios de artesanos. Por lo visto, los constructores estaban enfadados con ella, y también los albañiles. Había antiguos esclavos que se dedicaban a tallar piedra o poner ladrillos, con lo que quitaban el trabajo a los obreros y maestros del gremio.

—Los libertos trabajan por muy poco, magnificencia —dijo Reznak—. Algunos dicen ser oficiales o hasta maestros, pero por derecho, esos títulos corresponden a los artesanos de los gremios. Suplican a vuestra magnificencia con todo respeto que defienda sus derechos y costumbres, que les vienen de antiguo.

—Los libertos trabajan a precios bajos porque tienen hambre —señaló Dany—. Si les prohíbo dedicarse a la talla o la construcción, lo siguiente será que los cereros, los tejedores y los orfebres llamarán a mi puerta para pedirme que impida a los antiguos esclavos practicar esos oficios. —Se paró un momento a pensar—. Establezcamos que, de ahora en adelante, solo los miembros del gremio pueden decir que son oficiales o maestros… siempre que se abran a cualquier liberto que demuestre poseer los conocimientos necesarios.

—Así será proclamado. —Reznak recorrió la estancia con la mirada—. ¿Querrá vuestra adoración escuchar de nuevo la petición del noble Hizdahr zo Loraq?

«¿Es que no se va a dar por vencido nunca?»

—Que se adelante.

Aquel día, Hizdahr no vestía su
tokar,
sino que llevaba una túnica gris y azul más sencilla. También se había rasurado.

«Se ha afeitado la barba y se ha cortado el pelo», advirtió Dany. No se había afeitado la cabeza, o no del todo, pero por lo menos se había deshecho de aquellas alas absurdas.

—Vuestro barbero ha hecho un buen trabajo, Hizdahr —señaló—. Espero que hayáis venido a mostrármelo y no a incordiarme más con motivo de los reñideros.

El hombre hizo una marcada reverencia.

—Mucho me temo que no tengo más remedio, alteza.

Dany frunció el ceño. Hasta los suyos insistían constantemente sobre el tema: Reznak mo Reznak no paraba de hablar sobre lo mucho que ganarían con los impuestos; la gracia verde decía que la reapertura de las arenas complacería a los dioses, y el Cabeza Afeitada aseguraba que con ello se ganarían apoyo contra los Hijos de la Arpía.

—Que peleen —era la aportación de Belwas el Fuerte, que tiempo atrás había sido uno de los campeones de los reñideros.

Ser Barristan sugería que sustituyera las luchas por torneos: sus huérfanos podrían ensartar anillas desde el caballo y combatir en liza con armas embotadas, idea que Dany consideraba tan bienintencionada como inútil. Lo que querían ver los meereenos era sangre, no una exhibición de habilidad; de lo contrario, los esclavos habrían luchado con armadura. La única que compartía la desazón de la reina era Missandei, la pequeña escriba.

—Seis veces ya he denegado vuestra petición —le recordó Dany a Hizdahr.

—Vuestro esplendor tiene siete dioses, de manera que tal vez mire con buenos ojos mi séptima súplica. Y hoy no vengo solo. ¿Querréis escuchar a mis amigos? Ellos también son siete. —Se los fue presentando de uno en uno—. Khrazz, Barsena Pelonegro la Valerosa, Camarron de la Cuenta, Goghor el Gigante, el Gato Moteado e Ithoke el Temerario. Y por último, Belaquo Rompehuesos. Han venido para sumar sus voces a la mía y rogar a vuestra alteza que vuelva a abrir nuestras arenas de combate.

Dany conocía de nombre, aunque no de vista, a sus siete acompañantes. Antes del cierre de los reñideros, eran los esclavos de combate más famosos de Meereen…, y los esclavos de combate, después de que sus ratas de cloaca los liberaran de las cadenas, fueron quienes encabezaron el levantamiento que la hizo señora de la ciudad. Tenía una deuda de sangre con ellos.

—Os escucho —concedió.

Uno tras otro le suplicaron que volviera a abrir las arenas.

—¿Por qué? —quiso saber cuando Ithoke terminó de hablar—. Ya no sois esclavos; ya no tenéis que morir por el capricho de un amo. Os he liberado. ¿Por qué queréis que vuestra vida termine en las arenas rojas?

—Entreno desde tres años —dijo Goghor el Gigante—. Mato desde seis años. Madre de Dragones dice yo libre. ¿Por qué no libre para luchar?

—Si lo que queréis es luchar, luchad por mí —replicó Dany—. Jurad lealtad a los Hombres de la Madre, o a los Hermanos Libres, o a los Escudos Fornidos. Enseñad a luchar a mis otros libertos.

—Antes yo lucho por amo. —Goghor sacudió la cabeza—. Vos decís: «Luchad por mí». Yo digo: «Lucho por mí». —El hombretón se golpeó el pecho con un puño del tamaño de un jamón—. Por oro. Por gloria.

—Todos pensamos lo mismo que Goghor —dijo el Gato Moteado, que llevaba una piel de leopardo al hombro—. La última vez que me vendieron, mi precio fue de trescientos mil honores. Cuando era esclavo dormía sobre pieles y comía carne. Ahora que soy libre duermo en un lecho de paja y, si tengo suerte, como pescado en salazón.

—Hizdahr asegura que los vencedores tendrán derecho a la mitad del dinero de las entradas —intervino Khrazz—. La mitad, lo ha jurado, y es hombre de palabra.

«No —pensó Daenerys—, es hombre de artimañas.» Se sentía atrapada.

—¿Y los perdedores? ¿Qué recibirán los que pierdan?

—Los nombres de todos los valientes caídos quedarán grabados en las Puertas del Destino —declaró Barsena. Se decía que durante ocho años había matado a todas las mujeres con quienes la enfrentaron—. A todo hombre y a toda mujer le llega la muerte…, pero no todos son recordados.

«Si de verdad es eso lo que desea mi pueblo —pensó Dany, sin saber qué responder—, ¿tengo derecho a negárselo? La ciudad era suya antes de que llegara yo, y son sus vidas las que quieren malvender.»

—Meditaré sobre lo que me habéis dicho. Os agradezco vuestros consejos. —Se levantó—. Estoy cansada. Continuaremos mañana por la mañana.

—¡Arrodillaos todos ante Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres,
khaleesi
del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones! —declamó Missandei.

Ser Barristan la escoltó hasta sus habitaciones.

—Contadme una historia —pidió Dany mientras subían—. Un relato de hazañas valerosas, y que tenga un final feliz. —Estaba muy necesitada de finales felices—. Explicadme cómo escapasteis del Usurpador.

—No hay nada de valeroso en huir para salvar la vida, alteza.

Dany se sentó en un cojín, cruzó las piernas y alzó la vista hacia él.

—Por favor. Fue el joven Usurpador quien os expulsó de la Guardia Real…

—Joffrey, sí. Alegaron mi edad como excusa, pero no fue por eso. El muchacho quería que su perro, Sandor Clegane, vistiera la capa blanca, y su madre quería que el Matarreyes ocupara el cargo de lord comandante. Cuando me lo dijeron, me…, me quité la capa tal como me ordenaban, tiré la espada a los pies de Joffrey y hablé sin pensar.

—¿Qué dijisteis?

—La verdad: algo que jamás fue bien recibido en aquella corte. Abandoné el salón del trono con la cabeza muy alta, aunque no sabía adónde iba. No tenía más hogar que la Torre de la Espada Blanca. Sabía que mis primos me recibirían bien en Torreón Cosecha, pero no quería que los alcanzara la ira de Joffrey. Mientras recogía mis cosas caí en la cuenta de que yo había sido el causante de mi propia desgracia al aceptar el perdón de Robert. Era digno como caballero; no así como rey, pues no era acreedor al trono que ocupó. En aquel momento supe que, para redimirme, tenía que encontrar al rey legítimo y ponerme a su servicio con lealtad y con todas las fuerzas que aún me quedaran.

—Mi hermano Viserys.

—Tal era mi intención. Cuando llegué a los establos, los capas doradas trataron de apresarme: Joffrey me había ofrecido una torre donde morir y yo había despreciado su regalo, por lo que a continuación pretendía ofrecerme una mazmorra. El comandante de la Guardia de la Ciudad se enfrentó a mí en persona, envalentonado al ver mi vaina vacía, pero solo contaba con tres hombres y yo aún tenía el cuchillo. Rajé a uno que se atrevió a ponerme la mano encima, y a los otros los arrollé con el caballo. Iba picando espuelas hacia las puertas cuando oí a Janos Slynt, que les gritaba que me persiguieran. En el exterior de la Fortaleza Roja, las calles estaban abarrotadas, y eso permitió que me dieran alcance en la puerta del Río. Los capas doradas que me perseguían desde el castillo gritaron a los de la puerta que me detuvieran, y estos cruzaron las lanzas para cortarme el paso.

—¡Y vos sin espada! ¿Cómo conseguisteis pasar?

—Un caballero de verdad vale por diez guardias, y a los hombres de la puerta los cogí por sorpresa. Derribé a uno, le quité la lanza y se la clavé en el cuello al capa dorada que me seguía más de cerca. El otro irrumpió en cuanto crucé la puerta, así que piqué espuelas y galopé por la orilla del río como si me llevaran los diablos hasta que perdí de vista la ciudad. Aquella misma noche cambié el caballo por una bolsa de monedas y unos harapos, y por la mañana me uní a la riada de gente del pueblo que se dirigía a Desembarco del Rey. Había salido por la puerta del Lodazal, de manera que volví por la de los Dioses, con la cara sucia y barba incipiente, sin más armas que un cayado de madera. Con la ropa de tejido basto y las botas llenas de barro, era tan solo uno más de los ancianos que huían de la guerra. Los capas doradas me cobraron un venado y me dejaron entrar. Desembarco del Rey estaba atestado de gente del pueblo que había llegado allí en busca de un refugio para protegerse de las batallas. Me escondí entre ellos. Tenía algo de plata, pero la necesitaba para pagar el pasaje del mar Angosto, de manera que dormí en septos y callejones, y comí en tenderetes de calderos. Me dejé barba y utilicé mi edad de disfraz. Estaba allí el día en que cortaron la cabeza a lord Stark. Cuando vi aquello, entré en el Gran Septo y agradecí a los siete dioses que Joffrey me hubiera arrebatado la capa.

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