—Los hombres de la reina dicen que el Rey-más-allá-del-Muro murió como un cobarde, que pidió clemencia y negó ser el rey.
—Así fue.
Dueña de Luz
brillaba con más fuerza que nunca. Tan brillante como el sol. —Jon alzó su copa—. Por Stannis Baratheon y su espada mágica. —El vino tenía un sabor amargo.
—Su alteza no es hombre fácil. Pocos coronados lo son. El maestre Aemon decía que muchos hombres buenos han sido malos reyes, y que algunos hombres malvados han sido buenos reyes.
—Sabía de qué hablaba. —Aemon Targaryen había visto pasar nueve reyes por el Trono de Hierro. Había sido hijo de un rey, hermano de un rey, tío de un rey—. He mirado el libro que me dejó el maestre Aemon, el
Compendio jade,
sobre todo las páginas que hablan de Azor Ahai. Su espada era
Dueña de Luz
y fue templada con la sangre de su esposa, si es que se puede considerar fidedigno a Votar. Por eso,
Dueña de Luz
nunca está fría al tacto, sino cálida, igual que Nissa Nissa. Durante la batalla, la hoja ardía de calor. Una vez, Azor Ahai luchó contra un monstruo, y cuando clavó la hoja en el estómago de la bestia, su sangre empezó a hervir. Le salieron humo y vapor de la boca, los ojos se le derritieron y le corrieron por las mejillas, y su cuerpo estalló en llamas.
—Una espada que genera su propio calor… —Clydas dejó la frase inconclusa.
—… sería un bien muy preciado en el Muro. —Jon dejó la copa de vino y volvió a ponerse los guantes de piel de topo—. Lástima que la espada que porta Stannis esté fría. Me gustaría ver cómo se comporta su
Dueña de Luz
en batalla. Gracias por el vino. Fantasma, conmigo.
Jon Nieve se puso la capucha y se dirigió a la puerta. El lobo blanco lo siguió hacia la noche.
La armería estaba oscura y en silencio. Jon saludó con un gesto a los guardias antes de pasar junto a las silenciosas filas de lanzas, en dirección a sus aposentos. Colgó el cinturón de la espada de una clavija situada junto a la puerta, y la capa de otra. Cuando se quitó los guantes tenía las manos entumecidas, con lo que le llevó un buen rato encender las velas. Fantasma se enroscó en la alfombra y se quedó dormido, pero Jon aún no podía permitirse el lujo de imitarlo. La maltratada mesa de madera de pino estaba cubierta con mapas del Muro y las tierras de más allá, una lista de exploradores y una carta de la Torre Sombría que mostraba la caligrafía fluida de Denys Mallister.
Releyó la misiva, afiló una pluma y destapó un bote de espesa tinta negra. Escribió dos cartas; la primera para ser Denys y la segunda para Cotter Pyke. Ambos le pedían más hombres con urgencia. Envió a Halder y a Sapo a la Torre Sombría, y a Grenn y a Pyp a Guardiaoriente del Mar. La tinta no corría bien, y todas sus palabras sonaban cortantes, bruscas y torpes, pero perseveró.
Cuando por fin dejó la pluma, la habitación estaba fría y en penumbra, y las paredes parecían cernirse sobre él. Posado sobre la ventana, el cuervo del Viejo Oso lo miraba con ojos negros y astutos.
«Mi último amigo —pensó con tristeza—. Será mejor que te sobreviva, o también te comerás mi cara.» Fantasma no contaba. Fantasma era más que un amigo. Fantasma era parte de él.
Jon se levantó y subió las escaleras hasta el camastro que perteneciera a Donal Noye.
«Este es mi destino —supo mientras se desnudaba—, desde ahora hasta el fin de mis días.»
—¿Qué pasa? —preguntó sobresaltada cuando Irri la sacudió suavemente por el hombro. En el exterior era noche cerrada. «Algo marcha mal», supo al instante—. ¿Se trata de Daario? ¿Ha sucedido algo?
En su sueño eran marido y mujer, gente sencilla que llevaba una vida sencilla en una alta casa de piedra con la puerta roja. En su sueño, él la besaba por todo el cuerpo, la boca, el cuello, el pecho…
—No, khaleesi —murmuró Irri—. Ha venido vuestro eunuco, Gusano Gris, con los hombres de cabeza afeitada. ¿Queréis recibirlos?
—Sí. —Tenía el pelo enmarañado y las ropas de dormir revueltas—. Ayúdame a vestirme. Y tráeme una copa de vino para despejarme la cabeza. —«Para olvidar lo que soñaba.» Le llegó el sonido de unos sollozos ahogados—. ¿Quién está llorando?
—Vuestra esclava Missandei —dijo Jhiqui, que llevaba una vela en la mano.
—Mi criada. Yo no tengo esclavos. —Dany seguía sin comprender—. ¿Por qué llora?
—Por el que era su hermano —le respondió Irri.
El resto lo supo por boca de Skahaz, Reznak y Gusano Gris cuando los llevaron a su presencia. Antes de que dijeran una palabra, Dany sabía ya que llevaban malas noticias. Le bastó con ver la expresión del feo rostro del Cabeza Afeitada.
—¿Los Hijos de la Arpía?
Skahaz asintió. Tenía los labios apretados.
—¿Cuántos muertos?
—N-nueve, magnificencia. —Reznak se retorció las manos—. Ha sido un ataque sucio e infame. Qué noche más espantosa.
«Nueve. —La palabra se le clavó como un puñal en el corazón. Noche tras noche, la guerra contra las sombras se recrudecía al pie de las pirámides escalonadas de Meereen. Mañana tras mañana, el sol salía sobre nuevos cadáveres e iluminaba arpías pintadas con sangre en las paredes cercanas. Cualquier liberto demasiado próspero o locuaz podía ser el siguiente—. Pero nueve en una noche…» Aquello sí que la asustaba.
—Contádmelo todo.
—Tendieron una emboscada a vuestros siervos mientras patrullaban Meereen para defender la paz de vuestra alteza —respondió Gusano Gris—. Todos iban bien armados, con lanza, escudo y espada corta. Iban de dos en dos, y de dos en dos murieron. A vuestros siervos Puño Negro y Cetherys los acribillaron con saetas de ballesta en el Laberinto de Mazdhan. A vuestros siervos Mossador y Duran los lapidaron al pie de la muralla del río. Vuestros siervos Eladon Pelodorado y Lanza Leal fueron envenenados en una casa de vinos a la que solían ir por la noche tras terminar la ronda.
«Mossador.» Dany apretó los puños. Unos jinetes de las Islas del Basilisco habían secuestrado a Missandei y a sus hermanos en Naath, para luego venderlos como esclavos en Astapor. Pese a su juventud, Missandei había demostrado tal don para los idiomas que los bondadosos amos la habían formado como escriba. Mossador y Marselen no habían tenido tanta suerte: los castraron y los convirtieron en inmaculados.
—¿Habéis capturado a alguno de los asesinos?
—Vuestros siervos han detenido al dueño de la casa de vinos y a sus hijas. Juran que no sabían nada y suplican misericordia.
«Todos juran que no sabían nada y suplican misericordia», pensó Dany.
—Entregádselos al Cabeza Afeitada. Que no se comuniquen entre sí. Skahaz, quiero que los interroguéis.
—Así se hará, adoración. ¿Cómo preferís que sea el interrogatorio? ¿Delicado o brusco?
—Delicado al principio. A ver qué cuentan y qué nombres mencionan. Puede que no tengan nada que ver con esto. —Titubeó un instante—. El noble Reznak dice que han sido nueve. ¿Quiénes más?
—Tres libertos, asesinados en sus casas —respondió el Cabeza Afeitada—. Un prestamista, un zapatero y la arpista Rylona Rhee. Antes de matarla le cortaron los dedos.
La reina dragón tragó saliva. Rylona Rhee tocaba el arpa con tanta dulzura como la Doncella. Cuando era esclava en Yunkai actuaba para todas las familias nobles de la ciudad, y en Meereen se había convertido en cabecilla de los libertos yunkios, a los que representaba en las sesiones del consejo de Dany.
—¿No tenemos más prisioneros que ese vendedor de vino?
—Uno lamenta confesar que no. Os suplicamos vuestro perdón. «Más misericordia —pensó Dany—. Tendrán la misericordia del dragón.»
—He cambiado de opinión, Skahaz. Que el interrogatorio sea brusco.
—Muy bien —asintió—. Otra posibilidad es interrogar con brusquedad a las hijas mientras el padre mira. Si os parece bien, así les sacaremos unos cuantos nombres.
—Haced lo que podáis, pero quiero esos nombres. —Sentía la rabia como una hoguera en el vientre—. No permitiré que asesinen a más inmaculados. Que vuestros hombres se retiren a los barracones, Gusano Gris. De hoy en adelante vigilarán mis murallas, mis puertas y a mí, nada más. A partir de ahora, los encargados de mantener la paz en Meereen serán los meereenos. Skahaz, quiero que creéis un cuerpo de guardia compuesto a partes iguales por vuestros cabezas afeitadas y mis libertos.
—Como ordenéis. ¿Cuántos hombres?
—Tantos como sean necesarios.
Reznak mo Reznak contuvo una exclamación.
—Magnificencia —intervino—, ¿de dónde sacaremos dinero para pagar el salario de tantos hombres?
—De las pirámides —replicó Dany—. Lo llamaremos «impuesto de sangre». Cada pirámide deberá pagar cien monedas de oro por cada liberto asesinado por los Hijos de la Arpía.
Aquello dibujó una sonrisa en el rostro del Cabeza Afeitada.
—Se hará como decís, pero vuestro esplendor debe saber que los grandes amos de Zhak y Merreq están haciendo preparativos para abandonar sus pirámides y salir de la ciudad.
Daenerys estaba harta, harta de Zhak y Merreq, harta de los meereenos nobles y del pueblo llano.
—Pues que se vayan, pero con lo puesto. Aseguraos de que su oro se quede aquí. Y también sus reservas de comida.
—Magnificencia —murmuró Reznak mo Reznak—, no sabemos si estos nobles señores pretenden unirse a vuestros enemigos. Lo más seguro es que solo vayan a pasar unos días en sus mansiones de las colinas.
—Entonces no les importará que les cuidemos el oro. En las colinas no hay nada que comprar.
—Tienen miedo por sus hijos —insistió Reznak.
«Sí —pensó Daenerys—, y yo.»
—A sus hijos también los cuidaremos. Quiero que cada familia entregue a dos vástagos. También los de las otras pirámides. Un niño y una niña.
—Rehenes —señaló Skahaz con tono alegre.
—Pajes y coperos. Si los grandes amos ponen algún inconveniente, explicadles que en Poniente es un gran honor para un niño que lo elijan para servir en la corte. —No se molestó en explicarles el resto—. Id y haced como os he dicho. Tengo que llorar a mis muertos.
Al regresar a sus habitaciones de la parte superior de la pirámide se encontró con Missandei, que lloraba quedamente en su cama y hacía lo posible por contener el sonido de los sollozos.
—Ven a dormir conmigo —dijo a la pequeña escriba—. Aún faltan horas para el amanecer.
—Vuestra alteza es muy bondadosa con una. —Missandei se introdujo bajo las sábanas—. Era un buen hermano.
—Háblame de él —dijo Dany, abrazándola.
—Cuando éramos pequeños me enseñó a trepar a los árboles. Era capaz de atrapar peces con las manos. Un día lo encontré dormido en nuestro jardín; se le había posado encima un centenar de mariposas. Aquel día estaba tan hermoso… Una…, es decir, yo lo quería mucho.
—Igual que él a ti. —Dany acarició el pelo de la niña—. Te sacaré de este lugar espantoso si quieres. No sé cómo, pero conseguiré un barco y te mandaré a casa. A Naath.
—Prefiero quedarme con vos. En Naath me pasaría la vida aterrada, pensando que podrían volver los esclavistas. Cuando estoy con vos me siento a salvo.
«A salvo.» Aquellas palabras hicieron que a Dany se le llenaran los ojos de lágrimas.
—Quiero mantenerte a salvo, de verdad. —Missandei no era más que una niña. A su lado se sentía con derecho a serlo ella también—. A mí nadie me mantuvo a salvo cuando era pequeña. Bueno, sí, ser Willem, pero luego murió, y Viserys… Quiero protegerte, pero… qué difícil es. Qué difícil es ser fuerte. No siempre sé qué debo hacer. Pero tengo que saberlo. Soy lo único que tienen. Soy la reina, la…, la…
—La madre —susurró Missandei.
—La Madre de Dragones. —Dany se estremeció.
—No. La madre de todos nosotros. —Missandei se abrazó a ella con más fuerza—. Vuestra alteza debería dormir. Pronto llegará el amanecer y se reunirá la corte.
—Las dos tenemos que dormir; soñaremos con días más hermosos. Cierra los ojos.
Missandei obedeció. Dany le besó los párpados y la hizo reír.
Por desgracia era más fácil besar que dormir. Dany cerró los ojos y trató de pensar en su hogar, en Rocadragón, en Desembarco del Rey, en todos los lugares de los que le había hablado Viserys, en tierras más generosas que aquella… Pero sus pensamientos volvían sin cesar a la bahía de los Esclavos, como barcos zarandeados por un mal viento.
Cuando Missandei se quedó dormida, Dany se liberó de su abrazo, salió al aire fresco que precedía al amanecer, se apoyó en el pretil de frío ladrillo y contempló la ciudad. Un millar de tejados se extendía bajo ella, pintado de marfil y plata por la luz de la luna. En algún lugar, bajo aquellos tejados, los Hijos de la Arpía estarían reunidos, tramando planes para matarla, para matar a todos sus seres queridos, para volver a encadenar a sus hijos. Allí abajo, en algún lugar, un niño hambriento lloraba pidiendo leche. En algún lugar, una anciana agonizaba. En algún lugar, un hombre y una doncella se abrazaban, se desnudaban mutuamente con manos ávidas. Pero allí arriba solo existía la luna sobre las pirámides y los reñideros, sin atisbo de lo que sucedía abajo. Allí arriba solo estaba ella.
Era de la sangre del dragón. Podía matar a los Hijos de la Arpía y a los hijos de los hijos, y a los hijos de los hijos de los hijos. Pero un dragón no podía dar de comer a un niño hambriento ni calmar el dolor de una moribunda.
«¿Y quién se atrevería a amar a un dragón?»
Se dio cuenta de que estaba pensando otra vez en Daario Naharis, con su diente de oro y su barba de tres puntas, con sus fuertes manos apoyadas en las empuñaduras del
arakh
y el estilete a juego, de oro forjado con forma de mujeres desnudas. El día de su partida, mientras Dany se despedía de él, se dedicaba a pasar las yemas de los pulgares por toda su superficie, una vez, y otra, y otra.
«Estoy celosa del puño de una espada —había advertido ella—, celosa de mujeres de oro.» Sabía que había hecho lo correcto al enviarlo con los hombres cordero. Daenerys Targaryen era la reina, y Daario Naharis no tenía madera de rey.
—Ha pasado mucho tiempo —había dicho a ser Barristan el día anterior—. ¿Y si Daario me ha traicionado y ahora está con mis enemigos? —«Tres traiciones conocerás»—. ¿Y si ha conocido a otra mujer? Tal vez a una princesa lhazareena…
Sabía que al anciano caballero no le caía en gracia Daario ni confiaba en él. Aun así, su respuesta no habría podido ser más galante.