—¡En marcha! —ordenó Jack Bulwer el Negro al tiempo que hacía chasquear el látigo. Los carromatos empezaron a avanzar. Sam se demoró un momento.
—Bueno, hasta pronto.
—Hasta pronto, Sam —respondió Edd el Penas—. No creo que tu barco se hunda; los barcos solo se hunden si yo estoy a bordo.
—La primera vez que vi a Eli tenía la espalda apretada contra una pared del Torreón de Craster —dijo—. Era una chiquilla flaca de pelo oscuro y barriga enorme, y Fantasma la tenía aterrorizada. Se había colado entre sus conejos, y creo que ella tenía miedo de que la desgarrara para devorar al bebé… Pero no era del lobo de quien debía tener miedo, ¿verdad?
—Es más valiente de lo que ella misma sabe —dijo Sam.
—Tú también, Sam. Que tengas un viaje rápido y seguro, y cuida de ella, de Aemon y del niño. —Las gotas frías en la cara le recordaron el día en que se había despedido de Robb en Invernalia, sin saber que lo veía por última vez—. Y súbete la capucha. Se te está derritiendo la nieve del pelo.
Cuando la pequeña caravana quedó reducida a un punto lejano, el cielo del este había pasado del negro al gris, y la nieve caía pesadamente.
—Gigante ya está a disposición del lord comandante —le recordó Edd el Penas—. Igual que Janos Slynt.
—Sí. —Jon Nieve miró hacia el Muro, que se alzaba sobre ellos como un acantilado de hielo. «Cien leguas de extremo a extremo, y doscientas setenta varas de altura.» La fuerza del Muro residía en su altura; la longitud era su debilidad. Jon recordó una cosa que le había dicho su padre: «Ningún muro es más fuerte que los hombres que lo defienden». Los hombres de la Guardia de la Noche eran valientes, pero escasos para la tarea que tenían encomendada.
Gigante estaba esperando en la armería. Su verdadero nombre era Bedwyck. Con menos de ocho palmos de estatura, era el hombre más bajo de la Guardia de la Noche. Jon fue directo al grano.
—Necesitamos más ojos en el Muro, y para eso hacen falta torreones de vigilancia donde nuestras patrullas puedan guarecerse del frío y encontrar comida caliente y monturas descansadas. Voy a guarnecer Marcahielo y voy a ponerte al mando.
Gigante se limpió la cera del oído con la yema del meñique.
—¿Al mando? ¿Yo? ¿Es que mi señor no sabe que solo soy un granjero y que me mandaron al Muro por cazador furtivo?
—Has sido explorador una docena de años. Has sobrevivido al Puño de los Primeros Hombres y al Torreón de Craster, y has vuelto para contarlo. Los más jóvenes te admiran.
—Hay que ser muy poca cosa para admirarme. No sé leer, mi señor. Cuando tengo un buen día sé escribir mi nombre.
—He solicitado más maestres a Antigua. Dispondrás de dos cuervos por si tienes que enviar algún comunicado urgente. Si no, basta con que envíes jinetes. Mientras no tengamos más maestres y más pájaros, necesito establecer una línea de torres con almenaras en la parte superior del Muro.
—¿Y a cuántos infelices voy a tener a mi mando?
—Veinte de la Guardia —contestó Jon—, y diez hombres de Stannis. —«Viejos, novatos, o heridos»—. No serán sus mejores hombres y ninguno vestirá el negro, pero obedecerán. Utilízalos como te parezca, Cuatro de los hermanos que te voy a asignar serán desembarqueños que vinieron al Muro con lord Slynt. Vigila a ese grupo con un ojo, y con el otro presta atención por si aparecen escaladores.
—Podemos vigilar tanto como queramos, mi señor, pero si llegan muchos escaladores a la cima, no podremos echarlos abajo con solo treinta hombres.
«No podríamos ni con trescientos.» Jon no quería decirlo en voz alta. Era cierto que los escaladores eran tremendamente vulnerables durante el ascenso, y si se les arrojaban piedras, lanzas y calderos de brea ardiendo, lo único que podían hacer era intentar agarrarse al hielo con uñas y dientes. A veces parecía que era el propio Muro el que se los quitaba de encima, como un perro que se sacudiera las pulgas. Jon lo había visto con sus propios ojos cuando murió Jarl, el amante de Val, cuando una placa de hielo se desprendió debajo de él.
Pero si los escaladores pasaban desapercibidos y conseguían coronar el Muro, todo cambiaba. Si contaban con un poco de tiempo, podían excavar refugios en la pared, atrincherarse y lanzar cuerdas y escalas para que pudieran trepar miles de hombres. Así lo había hecho Raymun Barbarroja, que había sido Rey-más-allá-del-Muro en tiempos del abuelo de su abuelo. Por aquel entonces, Jack Musgood era el lord comandante. Lo llamaban Jack el Juergas antes de que Barbarroja llegase del norte, y después fue para siempre Jack el Dormido. Las huestes de Raymun habían tenido un final sangriento a orillas del lago Largo, cuando quedaron atrapadas entre lord Willam de Invernalia y Harmond Umber, el Gigante Borracho. Artos el Implacable, el hermano menor de lord Willam, abatió a Barbarroja. La Guardia llegó demasiado tarde para luchar contra los salvajes, pero a tiempo para enterrarlos; esa fue la tarea que le encomendó, enfurecido, Artos Stark mientras lloraba sobre el cadáver decapitado de su hermano.
Jon no tenía la menor intención de pasar a la posteridad como Jon Nieve el Dormido.
—Treinta hombres son mejor que nada —le contestó a Gigante.
—Es cierto —contestó el hombrecillo—. ¿Será solo Marcahielo, o mi señor querrá reabrir también los otros fuertes?
—Con el tiempo los guarneceré todos, pero de momento serán solo Marcahielo y Guardiagrís.
—¿Mi señor ha decidido quién estará al mando en Guardiagrís?
—Janos Slynt —contestó Jon. «Que los dioses se apiaden de nosotros»—. No se obtiene el mando de los capas doradas sin más ni más. Su padre era carnicero. Era capitán de la puerta de Hierro cuando murió Manly Stokeworth, y Jon Arryn puso en sus manos la defensa de Desembarco del Rey. Lord Janos no puede ser tan tonto como parece. —«Y lo quiero lejos de Alliser Thorne.»
—Es posible —contestó Gigante—, pero yo lo pondría en la cocina a pelar nabos con Hobb Tresdedos.
«En tal caso no me atrevería a volver a probar un nabo.»
Ya había transcurrido la mitad de la mañana cuando lord Janos se dignó hacer lo que se le había ordenado y se presentó ante Jon, que estaba limpiando a
Garra.
Otro habría encomendado la tarea a un mayordomo o un escudero, pero lord Eddard había enseñado a sus hijos a cuidar de sus propias armas. Cuando Kegs y Edd el Penas llegaron con Slynt, Jon les dio las gracias e invitó a lord Janos a tomar asiento.
Janos se sentó sin mucha elegancia, cruzó los brazos con el ceño fruncido y no prestó la menor atención al acero desnudo que tenía su lord comandante en las manos. Jon pasó el paño encerado por su espada bastarda, observó el juego de luces de la mañana en sus curvas y pensó en la facilidad con que la hoja atravesaría piel, grasa y tendones para separar la fea cabeza de Slynt de su cuerpo. Cuando un hombre vestía el negro, todos sus crímenes y lealtades quedaban olvidados, pero aun así le costaba considerar a Janos un hermano.
«Hay sangre entre nosotros. Este hombre participó en el asesinato de mi padre y también intentó matarme a mí.»
—Lord Janos —Jon envainó la espada—, voy a daros el mando de Guardiagrís.
—Guardiagrís… —repitió Slynt, desconcertado—. Por Guardiagrís fue por donde escalaste el Muro con tus amigos salvajes…
—Sí. El fuerte se encuentra en condiciones deplorables, así que lo restauraréis en la medida de lo posible. Podéis empezar por despejar el bosque. Utilizad las piedras de los edificios derrumbados para reparar los que sigan en pie. —«Será un trabajo duro e inhumano —podría haber añadido—. Dormirás sobre piedras, demasiado cansado para quejarte o conspirar, y pronto olvidarás cómo era sentir calor, pero quizá recuerdes cómo era ser un hombre»—. Tendréis treinta hombres a vuestra disposición. Diez de los nuestros, diez de la Torre Sombría y diez que nos dejará el rey Stannis.
La cara de Slynt se había vuelto del color de una ciruela, y la carnosa papada empezó a temblar.
—¿Crees que no sé qué pretendes? No se engaña tan fácilmente a Janos Slynt. Yo estaba al cargo de la defensa de Desembarco del Rey cuando todavía manchabas los pañales. Métete tus ruinas por donde te quepan, bastardo.
«Te estoy dando una oportunidad. Es más de lo que diste a mi padre.»
—Me malinterpretáis, mi señor. Es una orden, no un ofrecimiento Hay cuarenta leguas hasta Guardiagrís. Empaquetad vuestras armas y armaduras, despedíos y estad listo para partir mañana con la primera luz.
—No. —Lord Janos tiró la silla al levantarse—. No pienso dejar que me manden a morir congelado y obedecer como un cordero. ¡Ningún bastardo de traidor da órdenes a Janos Slynt! ¡Yo era el señor de Harrenhal! No me faltan amigos, te lo advierto. Ni aquí ni en Desembarco del Rey. Regala tus ruinas a uno de esos imbéciles que te dieron su voto, que yo no las quiero. ¿Me oyes, chico? ¡No las quiero!
—Obedeceréis.
Slynt no se dignó contestar, pero al salir apartó la silla de una patada.
«Todavía me considera un niño —pensó Jon—, un crío inexperto que se deja intimidar por unos cuantos gritos.» Su única esperanza era que una noche de sueño devolviera a lord Janos el sentido común.
Pero a la mañana siguiente, esa esperanza demostró ser vana. Jon se encontró a Slynt desayunando en la sala común, con Alliser Thorne y varios de sus amigos. Estaban riendo cuando Jon bajó por las escaleras con Férreo Emmett y Edd el Penas. Detrás de ellos iban Mully, Caballo, Jack Crabb el Rojo, Rusty Flores y Owen el Bestia. Hobb Tresdedos estaba sirviendo unas gachas. Los hombres de la reina, los hombres del rey y los hermanos negros se sentaban en mesas separadas; algunos comían la pasta espesa de los cuencos y otros se llenaban el estómago de pan frito y cerdo. Jon vio a Pyp y a Grenn en una mesa, y en otra a Bowen Marsh. El aire olía a humo y grasa, y el ruido de cuchillos y cucharas resonaba en el techo abovedado.
Todas las voces se acallaron al unísono.
—Lord Janos —dijo Jon—, os doy una última oportunidad. Dejad la cuchara e id a los establos. He mandado ensillar y aparejar vuestro caballo. El viaje a Guardiagrís es largo y arduo.
—Pues sal cuanto antes, chico. —Al reírse, Slynt se derramó las gachas por el pecho—. Guardiagrís es un buen sitio para alguien como tú, bien lejos de la gente decente y devota. Llevas la marca de la bestia, bastardo.
—¿Os negáis a obedecer mi orden?
—Puedes meterte tu orden por el culo, bastardo —respondió Slynt.
Una sonrisa aleteó en los labios de ser Alliser Thorne, que tenía los ojos clavados en Jon. En otra mesa, Godry Masacragigantes se echó a reír.
—Como queráis. —Jon hizo una seña a Férreo Emmett—. Llevad a lord Janos al Muro…
«…y encerradlo en una celda de hielo —podría haber dicho. Un día o diez encerrado en hielo sin duda lo dejarían reducido a un guiñapo tembloroso y febril. Y en cuanto saliera, empezaría a conspirar otra vez con Thorne.
»…y atadlo a su caballo —podría haber dicho. Si Slynt no quería ir a Guardiagrís como comandante, podría ir como cocinero. Pero acabaría por desertar, y ¿cuántos lo acompañarían?»
—… y ahorcadlo —concluyó.
La cara de Janos Slynt se tornó blanca como la leche. La cuchara se le resbaló entre los dedos. Las pisadas de Edd y Emmett resonaron en el suelo de piedra cuando cruzaron la sala. Bowen Marsh abría y cerraba la boca, pero de ella no salía ninguna palabra. Ser Alliser Thorne llevó la mano a la espada.
«Vamos —pensó Jon. Llevaba a
Garra
colgada a la espalda—. Enseña tu acero. Dame un motivo para hacer lo mismo.»
La mitad de los presentes se había puesto de pie: caballeros y soldados sureños, leales al rey Stannis, a la mujer roja o a ambos, así como hermanos juramentados de la Guardia de la Noche. Algunos habían elegido a Jon como lord comandante. Otros habían dado su voto a Bowen Marsh, a ser Denys Mallister, a Cotter Pyke… y muchos a Janos Slynt.
«Cientos, creo recordar.» Jon se preguntó cuántos de aquellos estarían en la sala. Durante un momento, el mundo osciló en el filo de una espada.
Alliser Thorne apartó la mano de la suya y se hizo a un lado para dejar paso a Edd Tollett.
Edd el Penas cogió a Slynt de un brazo, y Férreo Emmett, del otro. Entre los dos lo levantaron del banco.
—No —protestó lord Janos, salpicando restos de gachas—. No, ¡soltadme! Solo es un crío, ¡es un bastardo! Su padre fue un traidor. Lleva la marca de la bestia, ese lobo suyo… ¡Soltadme! Lamentaréis el día en que pusisteis la mano encima a Janos Slynt. Tengo amigos en Desembarco del Rey, os lo advierto… —Siguió protestando mientras lo subían por las escaleras medio a rastras.
Jon los siguió afuera. Tras él, la estancia se vació. Ya junto a la jaula, hubo un instante en que Slynt se soltó e intentó luchar, pero Férreo Emmett lo cogió por el cuello y lo golpeó contra los barrotes hasta hacerlo desistir. Para entonces, todo el Castillo Negro había salido a ver qué pasaba. Incluso Val estaba en la ventana, con el largo pelo dorado cayendo en una trenza por el hombro. Stannis estaba en las escaleras de la Torre del Rey, rodeado por sus caballeros.
—Si el chico cree que puede asustarme, se equivoca —oyeron decir a lord Janos—. No se atreverá a colgarme. Janos Slynt tiene amigos, amigos importantes, ¿sabéis…? —El viento se llevó el resto de sus palabras.
«Esto está mal», pensó Jon.
—Deteneos.
—¿Mi señor? —Emmet se volvió, con el ceño fruncido.
—No voy a ahorcarlo. Traedlo aquí.
—Oh, que los Siete nos amparen —oyó lamentarse a Bowen Marsh.
La sonrisa de Janos Slynt fue tan pringosa como la mantequilla rancia. Hasta que Jon volvió a hablar.
—Edd, tráeme un tocón. —Desenvainó a
Garra.
Tardaron en encontrar uno apropiado, y durante ese tiempo lord Janos intentó refugiarse en la jaula, pero Férreo Emmet lo sacó a rastras.
—No —gimoteó Slynt cuando Emmett lo empujó para obligarlo a cruzar el patio—. Soltadme… No podéis… Cuando Tywin Lannister se entere de esto, os arrepentiréis…
Emmett le dobló las piernas de una patada y Edd el Penas le plantó un pie en la espalda para mantenerlo de rodillas, mientras su compañero le ponía el tocón bajo la cabeza.
—Será más fácil si os quedáis quieto —le prometió Jon Nieve—. Si os movéis, moriréis igualmente, pero de forma mucho más sucia. Estirad el cuello, mi señor. —La clara luz de la mañana subió y bajó por la hoja cuando Jon cogió la espada bastarda con las dos manos y la levantó—. Si queréis decir vuestras últimas palabras, este es el momento —dijo, esperando un último insulto.