Peasebury, Cobb, Foxglove y otros señores sureños le pidieron al rey acampar hasta que pasara la tormenta, pero Stannis se negó en redondo. Tampoco prestó atención a los hombres de la reina que acudieron a él para rogarle que hiciera una ofrenda a su hambriento dios rojo. Eso fue lo que le contó a Asha Justin Massey, menos devoto que la mayoría de sus compañeros.
—Con un sacrificio demostraremos al dios nuestra fe, mi señor —le había dicho Clayton Suggs al rey.
—Los antiguos dioses del norte han enviado esta tormenta —añadió Godry el Masacragigantes—. Solo R’hllor puede ponerle fin. Tenemos que sacrificarle un infiel.
—La mitad de mi ejército se compone de infieles —fue la réplica de Stannis—. Aquí no se quemará a nadie. Rezad con más ahínco.
«No se quemará a nadie hoy, ni mañana…, pero si sigue nevando, ¿cuánto tardará este rey en empezar a albergar dudas?» Asha no había compartido nunca la fe de su tío Aeron en el Dios Ahogado, pero aquella noche rezó a Aquel que Habita bajo las Olas con un fervor que Pelomojado no habría podido igualar. Siguieron marchando, aunque cada vez más despacio. Se conformaban con dos leguas al día. Luego, con una. Luego, con media.
Al noveno día de tormenta, el campamento entero vio a los capitanes y comandantes entrar en la tienda del rey, empapados y agotados, para hincar la rodilla e informarlo de las bajas.
—Un hombre muerto y tres desaparecidos.
—Hemos perdido seis caballos, entre ellos el mío.
—Dos hombres muertos; uno, un caballero. También han caído cuatro caballos. A uno hemos podido levantarlo; los otros los hemos perdido: dos caballos de batalla y un palafrén.
El recuento frío, como lo había oído llamar Asha. La peor parte le había tocado a la caravana de equipaje: caballos muertos, hombres perdidos, carromatos volcados y rotos…
—Los caballos se derrumban en la nieve —dijo Justin Massey al rey—. Los hombres se marchan, y algunos se echan a morir.
—Que mueran —replicó el rey Stannis—. Seguiremos adelante.
A los norteños, con sus rocines y sus zarpas de oso, les iba mucho mejor. Donnel Flint el Negro y su hermanastro Artos solo habían perdido a un hombre; los Liddle, los Wull y los Norrey, a ninguno. Una mula de Morgan Liddle había desaparecido, pero en su opinión era porque se la habían robado los Flint.
«Cien leguas entre Bosquespeso e Invernalia; algo menos a vuelo de cuervo. Quince días.» El decimoquinto día de marcha llegó y pasó, y habían recorrido menos de la mitad del camino, dejando atrás un rastro de carromatos destrozados y cadáveres congelados que la nieve se iba encargando de enterrar. Hacía tanto que no veían el sol, la luna ni las estrellas que Asha empezaba a pensar que no habían sido más que un sueño.
Tuvo que llegar el vigésimo día de marcha para que se librase al fin de los grilletes de los tobillos. Esa tarde, uno de los caballos que tiraba de su carromato se desplomó, muerto, y no hubo manera de sustituirlo, ya que los animales de tiro que les quedaban eran para los carros de comida y forraje. Ser Justin Massey se les acercó cabalgando y les dijo que descuartizaran el caballo muerto para comérselo e hicieran leña del carromato; luego le quitó a Asha las cadenas y le frotó las pantorrillas para relajarle la tensión.
—No puedo ofreceros montura, mi señora —le dijo—, y si intentáramos montar los dos en mi caballo, lo mataríamos. Tendréis que caminar.
El tobillo de Asha dolía horriblemente bajo su peso con cada paso.
«El frío me lo entumecerá enseguida —se dijo—. En menos de una hora, ni notaré los pies. —Solo se equivocaba en parte, porque el entumecimiento llegó mucho antes. Cuando la oscuridad forzó a la columna a detenerse, Asha estaba agotada y añoraba la comodidad de su prisión rodante—. Los grilletes me han debilitado.» Estaba tan cansada que durante la cena se durmió en la mesa.
El vigesimosexto día de la marcha de quince días consumieron las últimas verduras; el trigesimosegundo, lo que les quedaba de cereales y forraje. Asha empezó a preguntarse cuánto tiempo podrían subsistir a base de carne de caballo cruda y medio congelada.
—Rama asegura que solo estamos a tres días de Invernalia —comunicó ser Richard Horpe al rey aquella noche tras el recuento del frío.
—Eso, si dejamos atrás a los hombres que están más débiles —apuntó Corliss Penny.
—Los más débiles son casos perdidos —insistió Horpe—. Los que aún conserven fuerzas tendrán que llegar a Invernalia, o también morirán.
—El Señor de Luz nos entregará el castillo —dijo ser Godry Farring—. Si lady Melisandre estuviera con nosotros…
Por fin, tras un día pesadillesco durante el cual la columna apenas avanzó una milla y perdió doce caballos y cuatro hombres, lord Peasebury se volvió contra los norteños.
—Esta marcha ha sido una locura. Cada día hay más muertes, y todo ¿por qué? ¿Por una niña?
—Por la hija de Ned —replicó Morgan Liddle—. Era el segundo de tres hijos, así que los otros lobos lo llamaban el Liddle de Enmedio, aunque se contenían si estaba cerca. Era Morgan quien había estado a punto de matar a Asha en el combate de Bosquespeso. Más adelante, durante la marcha, se le había acercado para pedirle perdón… por llamarla puta, no por tratar de abrirle la cabeza con un hacha.
—La hija de Ned —repitió Wull Cubo Grande—. Y ya la tendríamos, junto con el castillo, si no fuerais unos sureños melindrosos que se mean los calzones de seda en cuanto ven un poco de nieve.
—¿Un poco de nieve? —Peasebury apretó con ira los labios suaves, casi femeninos—. Por culpa de vuestro mal consejo emprendimos esta marcha, Wull. Empiezo a sospechar que estáis a sueldo de Bolton. ¿Es eso? ¿Os ha enviado a emponzoñarle los oídos al rey?
Cubo Grande se echó a reír.
—Lord Guisantito, si fuerais un hombre, os mataría por lo que habéis dicho, pero el acero de mi espada es demasiado bueno para mancillarlo con la sangre de un cobarde. —Bebió un trago de cerveza y se secó los labios—. Sí, han muerto hombres, y morirán más antes de que veamos los muros de Invernalia. ¿Y qué? Es la guerra. En la guerra, mueren hombres. Las cosas son como son, como han sido siempre.
—¿Queréis morir, Wull? —Ser Corliss Penny lanzó una mirada de incredulidad al jefe de clan. Al norteño le pareció de lo más divertido.
—Quiero vivir eternamente en unas tierras donde el verano dure al menos mil años. Quiero un castillo en las nubes desde donde contemplar el mundo. Quiero volver a tener veintiséis años, cuando podía luchar todo el día y follar toda la noche. Lo que quieran los hombres no tiene importancia.
»Ya tenemos el invierno casi encima, muchacho, y el invierno es la muerte. Prefiero que mis hombres mueran luchando por la hijita de Ned, y no solos y hambrientos enmedio de la nieve, llorando lágrimas que se les congelan en las mejillas. Sobre los hombres que mueren así nadie canta canciones. En cuanto a mí, soy viejo y este será mi último invierno. Quiero bañarme en la sangre de los Bolton antes de morir; quiero sentir las salpicaduras en la cara cuando mi hacha hienda el cráneo de un Bolton. Quiero lamérmela de los labios y morir con ese sabor en la boca.
—¡Sí! —gritó Morgan Liddle—. ¡Sangre y batalla!
Y todos los hombres de las colinas gritaron y golpearon copas y cuernos contra la mesa, con un fragor que apagó cualquier otro sonido en la tienda del rey.
Asha Greyjoy también habría querido luchar.
«Una batalla, una sola, para poner fin a esta agonía. Acero contra acero, nieve rosada, escudos rotos, miembros cercenados, y todo habría terminado.»
Al día siguiente, los exploradores del rey dieron por casualidad con una aldea agrícola abandonada, entre dos lagos. Era un lugar inhóspito y reducido, apenas unas pocas chozas, una edificación central y una atalaya. Richard Horpe ordenó un alto, aunque aquel día el ejército solo había avanzado media milla y aún quedaban varias horas de luz. Pero la luna llevaba ya largo rato brillando en el cielo antes de que llegaran la retaguardia y la caravana de equipaje. Asha iba en ese grupo.
—En esos lagos hay peces —explicó Horpe al rey—. Haremos agujeros en el hielo; los norteños pueden enseñarnos.
Pese a la gruesa capa y la armadura, Stannis parecía tener un pie en la tumba. Las pocas carnes que cubrieran aquel esqueleto alto y flaco se habían derretido durante la marcha desde Bosquespeso. Se le adivinaba la forma del cráneo bajo la piel, y rechinaba los dientes con tanta fuerza que Asha tenía la impresión de que se le iban a romper de un momento a otro.
—Pues pescad —dijo como si escupiera cada palabra—. Pero partiremos al amanecer.
Sin embargo, al amanecer, el campamento despertó enmedio de la nieve y el silencio. El cielo pasó del negro al blanco sin resultar más luminoso. Asha Greyjoy se incorporó entumecida y helada entre sus pieles, y escuchó los ronquidos de la Osa. Nunca había oído roncar de semejante manera a una mujer, pero durante la marcha había acabado por acostumbrarse, y a aquellas alturas hasta le resultaba reconfortante. Era el silencio lo que la preocupaba: no sonaban trompetas que dieran la orden de montar, formar la columna y emprender la marcha. Los cuernos de guerra no llamaban a los norteños.
«Algo va mal.»
Asha apartó las pieles y salió de la tienda, para lo que tuvo que derribar el muro de nieve que la había sellado durante la noche. Las cadenas tintinearon cuando se puso en pie y respiró el aire gélido de la mañana. Aún nevaba, incluso con más intensidad que cuando había entrado en la tienda. El bosque había desaparecido, igual que los lagos. Podía distinguir la silueta de las otras tiendas y cabañas, y el tenue resplandor anaranjado de la hoguera que ardía en la cima de la atalaya, pero no la propia atalaya. El resto había quedado engullido por la nieve.
Más allá, Roose Bolton los esperaba tras los muros de Invernalia, pero el ejército de Stannis Baratheon se había quedado aislado por la nieve, bloqueado por el hielo, inmóvil y al borde de la inanición.
La vela estaba casi consumida; apenas quedaba un dedo, que sobresalía de un charco de cera derretida y proyectaba en la cama de la reina la luz de una llama que ya parpadeaba.
«Pronto se apagará —comprendió Dany—, y otra noche habrá llegado a su fin.»
Siempre amanecía demasiado pronto.
No había dormido, no podía dormir, no quería dormir. Ni siquiera se había atrevido a cerrar los ojos por temor a encontrarse al abrirlos con que había amanecido. Si pudiera, haría que las noches se prolongaran para siempre, pero tenía que conformarse con seguir despierta y tratar de saborear la dulzura de cada momento antes de que se difuminase en la luz del día.
A su lado, Daario Naharis dormía con la placidez de un recién nacido. Se jactaba de tener un talento especial para conciliar el sueño. Con aquella sonrisa petulante tan suya, afirmaba que, a cielo abierto, muchas veces se quedaba dormido en su montura, para estar bien descansado si se presentaba una batalla. A pleno sol o en mitad de una tormenta, daba igual. «Un guerrero que no duerme no tiene fuerzas para luchar», aseguraba. Tampoco lo perturbaban las pesadillas. Cuando Dany le había dicho que a Serwyn del Escudo Espejo lo perseguían los fantasmas de todos los caballeros que había matado, Daario rió. «Si los que maté yo vienen a importunarme, los mataré otra vez.»
«Tiene conciencia de mercenario, es decir, no tiene conciencia», comprendió Dany en aquel momento.
Daario estaba tumbado boca abajo, con las finas sábanas de hilo enredadas en las largas piernas y la cara semienterrada en las almohadas.
Dany le pasó la mano por la espalda, a lo largo de la columna. Tenía la piel lisa, casi lampiña.
«Su piel es seda y satén.» Adoraba sentir su tacto en los dedos. Adoraba pasarle los dedos por el pelo, masajearle las pantorrillas doloridas tras un largo día a caballo, sostenerle la polla y sentirla endurecerse en su mano. Si hubiera sido una mujer normal, con gusto se habría pasado la vida tocando a Daario, recorriendo sus cicatrices con la mano y preguntándole cómo se había hecho cada una de ellas.
«Renunciaría a la corona si me lo pidiera —pensó Dany. Pero no se lo había pedido, ni se lo pediría jamás. Daario susurraba palabras de amor cuando estaban unidos como un solo cuerpo, pero ella sabía que a quien amaba era a la reina dragón—. Si renunciase a la corona, dejaría de quererme.» Además, por lo general, cuando un rey perdía la corona, la cabeza iba detrás, y no se le ocurría ningún motivo para que a las reinas no les pasase lo mismo.
La vela parpadeó por última vez y murió ahogada en su propia cera. La oscuridad engulló la cama de plumas y a sus dos ocupantes, y llenó hasta el último rincón de la estancia. Dany rodeó a su capitán con los brazos, se apretó contra su espalda y se empapó de su fragancia, saboreando el calor de su carne, la sensación de esa piel contra la suya.
«Recuérdalo —se dijo—. Recuerda esta sensación.» Le besó el hombro.
—Daenerys. —Daario rodó hacia ella, con los ojos abiertos, y esbozó una sonrisa perezosa. Ese era otro de sus talentos: se despertaba de golpe, como un gato—. ¿Ya está amaneciendo?
—Todavía no. Aún nos queda un rato.
—Mentirosa. Te veo los ojos. ¿Podría verlos si fuese noche cerrada? —Daario apartó las sábanas de una patada y se sentó—. Estamos a media luz. Pronto será de día.
—No quiero que se acabe esta noche.
—¿No? ¿Y por qué no, mi reina?
—Ya lo sabes.
—¿La boda? —se rio—. Entonces, cásate conmigo.
—Sabes que no puedo.
—Eres una reina. Puedes hacer lo que quieras. —Le pasó una mano por la pierna—. ¿Cuántas noches nos quedan?
«Dos. Tan solo dos.»
—Lo sabes tan bien como yo. Esta y la siguiente, y deberemos poner fin a esto.
—Cásate conmigo y tendremos todas las noches del mundo.
«Si pudiera, lo haría. —Khal Drogo había sido su sol y estrellas, pero llevaba muerto tanto tiempo que Daenerys había olvidado cómo era amar y ser amada. Daario la había ayudado a recordar—. Estaba muerta y él me devolvió a la vida. Estaba dormida y él me despertó. Mi valiente capitán.» Aun así, últimamente se estaba volviendo osado en exceso. Al regresar de la última incursión había arrojado la cabeza de un señor yunkio a sus pies y la había besado en la sala delante de todo el mundo, hasta que Barristan Selmy los separó. La ira de ser Abuelo era tal que Dany temió que corriera la sangre.
—No podemos casarnos, mi amor. Ya sabes por qué.