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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (17 page)

BOOK: Danza de dragones
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Gerris Drinkwater era alto y de piel clara, con los ojos de color azul verdoso, el pelo como la arena bañada por los rayos del sol y una constitución esbelta, atractiva. Tenía un porte tan confiado que bordeaba la arrogancia. Nunca parecía incómodo, y hasta cuando desconocía el idioma encontraba la manera de hacerse entender. En comparación, Quentyn quedaba muy por debajo con sus piernas cortas y rechonchas, su complexión recia y su pelo castaño como la tierra recién labrada. Tenía la frente demasiado despejada, la mandíbula demasiado cuadrada y la nariz demasiado ancha.

—Tienes cara de honrado —le había dicho una chica en cierta ocasión—, pero deberías sonreír más a menudo.

A Quentyn Martell, igual que a su señor padre, nunca le había resultado fácil sonreír.

—¿Es veloz vuestra
Aventura?
—preguntó Gerris en su titubeante alto valyrio.

—No hay barco más rápido, honorable señor. —El capitán de la
Aventura
reconoció el acento y respondió en la lengua común de Poniente—. La
Aventura
podría adelantar al mismísimo viento. Decidme adonde queréis ir y os llevaré antes de que os deis cuenta.

—Quiero ir a Meereen con mis dos criados.

Aquello hizo que el capitán se detuviera en seco.

—No sería la primera vez que voy a Meereen. No me costaría encontrar el rumbo, pero ¿para qué? Allí ya no hay esclavos ni nos espera ningún beneficio. La reina de plata ha acabado con todo. Incluso ha cerrado los reñideros, así que los pobres marineros no tienen ni adonde ir a divertirse mientras les cargan las bodegas del barco. Decidme, mi buen amigo ponienti, ¿qué se os ha perdido en Meereen?

«La mujer más bella del mundo —pensó Quentyn—. Mi futura esposa, si los dioses lo quieren. —En ocasiones, en plena noche, se despertaba imaginando su cuerpo y su silueta, y preguntándose por qué querría casarse con él una mujer como aquella, habiendo tantos príncipes—. Yo soy Dorne. Lo que querrá es Dorne.»

—Nuestra familia se dedica al comercio del vino. —Gerris empezó con el embuste que habían acordado previamente—. Mi padre tiene grandes viñedos en Dorne y quiere que abra mercados. Tenemos la esperanza de que las buenas gentes de Meereen estén interesadas en nuestro producto.

—¿En vino? ¿Vino de Dorne? —El capitán no parecía nada convencido—. Las ciudades esclavistas están en guerra. ¿Acaso no lo sabéis?

—La guerra es entre Yunkai y Astapor, según tenemos entendido. Meereen no se ha involucrado.

—Todavía no, pero en estos momentos hay un enviado de la Ciudad Amarilla en Volantis, contratando mercenarios. Los Lanzas Largas ya han embarcado hacia Yunkai, y los Hijos del Viento y la Compañía del Gato los seguirán en cuanto terminen de reclutar más hombres. La Compañía Dorada marcha también hacia el este. Todo el mundo sabe esto.

—Si vos lo decís… Yo comercio con vino, no con guerras. Estaréis de acuerdo en que los vinos ghiscarios son muy inferiores, y los meereenos pagarán un buen precio por mis cosechas dornienses.

—Los muertos no beben vino. —El capitán de la
Aventura
se pasó los dedos por la barba—. Creo que no soy el primer capitán con el que habláis. Ni el décimo.

—No —admitió Gerris.

—¿A cuántos se lo habéis pedido? ¿A cien?

«Casi, casi», pensó Quentyn. Los volantinos presumían de que las aguas de su puerto bastaban para cubrir las cien islas de Braavos. Quentyn no había estado nunca en Braavos, pero se lo creía: Volantis, la ciudad rica, madura y podrida, cubría la desembocadura del Rhoyne como un cálido beso húmedo, y se extendía por colinas y pantanos a ambas orillas del río. Por doquier había barcos que navegaban río abajo o se dirigían hacia mar abierto, en los muelles y espigones, cargando sus bodegas o descargando mercancías: navíos de guerra, balleneros, galeras mercantes, carracas, cocas pequeñas y grandes, barcoluengos, naves cisne, embarcaciones de Lys, Tyrosh y Pentos, especieros qarthienses del tamaño de palacios, barcos de Tolos, de Yunkai y de las Basilisco. Eran tantos que, al ver el puerto por primera vez desde la cubierta de la
Triguero,
Quentyn había dicho a sus amigos que solo tendrían que quedarse allí tres días.

Pero habían transcurrido veinte y allí seguían, sin barco. El capitán de la
Melantine
los había rechazado, al igual que el de la
Hija del Triarca
y el de la
Beso de Sirena.
Un contramaestre de la
Viajero Osado
se rio de ellos sin disimulo, el capitán de la
Delfín
los insultó por hacerle perder el tiempo, y el de la
Séptimo Hijo
los acusó de ser piratas. Todo aquello el primer día.

El único que les había dado un motivo de rechazo había sido el capitán de la
Cervatillo.

—Es cierto que voy a poner rumbo al este —les dijo ante unas copas de vino aguado—. Hacia el sur rodeando Valyria, y desde ahí hacia donde nace el sol. Nos aprovisionaremos de agua y víveres en el Nuevo Ghis y luego remaremos hacia Qarth y Puertas de Jade. No hay viaje exento de peligros, y cuanto más largos, más azaroso. ¿Por qué voy a buscar riesgos adicionales desviándome hacia la bahía de los Esclavos? La
Cervatillo
es mi instrumento de trabajo. No pienso arriesgarla para meter a tres dornienses locos en medio de una guerra.

Quentyn empezaba a pensar que habrían hecho mejor en comprarse un barco propio en la Ciudad de los Tablones, aunque eso habría llamado la atención más de lo que querían. La Araña tenía informadores en todas partes, hasta en los salones de Lanza del Sol. «Dorne sangrará si te descubren —le había advertido su padre mientras contemplaban los juegos de los niños en los estanques y fuentes de los Jardines del Agua—. No te equivoques: lo que hacemos es traición. Confía solamente en tus compañeros y haz lo posible por pasar desapercibido.»

Gerris Drinkwater dedicó al capitán de la
Aventura
su sonrisa más irresistible.

—Si queréis que os sea sincero, no llevo la cuenta del número de cobardes que nos han rechazado, pero en la Casa del Mercader oí comentar que vos erais más osado, más proclive a correr riesgos a cambio del oro suficiente.

«Es un contrabandista», pensó Quentyn. Eso era lo que opinaban los demás mercaderes del capitán de la
Aventura.

—Es un contrabandista y un esclavista, mitad pirata y mitad alcahuete, pero tal vez sea lo que buscáis —les había dicho el posadero.

El capitán se frotó el índice y el pulgar.

—¿Qué cantidad de oro consideráis suficiente para este viaje?

—El triple de lo que cobraríais por un pasaje a la bahía de los Esclavos.

—¿Por cada uno de vosotros? —El capitán mostró los dientes en algo que tal vez tratara de ser una sonrisa, pero que distorsionaba su rostro enjuto en un rictus animal—. Es posible. Tenéis razón: soy más osado que la mayoría de los capitanes. ¿Cuándo queréis zarpar?

—Cuanto antes.

—Trato hecho. Volved mañana una hora antes del amanecer con vuestros amigos y vuestros vinos. Será mejor zarpar mientras Volantis duerme; así evitaremos cualquier pregunta inoportuna sobre nuestro rumbo.

—Como digáis. Una hora antes del amanecer.

La sonrisa del capitán se calentó considerablemente.

—Es un placer poder ayudaros. Tendremos una feliz travesía.

—No me cabe duda.

El capitán pidió cerveza, y ambos brindaron por el éxito de su aventura.

—Qué hombre más agradable —comentó Gerris después, mientras volvía con Quentyn al pie del muelle donde los aguardaba el
hathay
que habían alquilado. La atmósfera era densa, cálida y pegajosa, y el sol brillaba tanto que ambos caminaban con los ojos entrecerrados.

—La ciudad entera es agradable —asintió Quentyn. «Y hasta empalagosa.» Allí se cultivaban remolachas por todas partes, y con ellas se preparaba una sopa fría tan espesa que parecía miel escarlata. Los vinos también eran dulces—. Pero mucho me temo que nuestra feliz travesía también será breve. Ese hombre tan agradable no tiene la menor intención de llevarnos a Meereen. Ha aceptado tu oferta demasiado pronto. Nos cobrará el triple de la tarifa habitual, eso seguro, y en cuanto nos hayamos hecho a la mar nos cortará el cuello y se quedará con el resto de nuestro oro.

—O nos encadenará a un remo junto con esos desgraciados cuyo olor nos llegaba. Vamos a tener que buscarnos otro contrabandista un poco mejor.

El conductor los aguardaba junto a su
hathay.
En Occidente habría sido un vulgar carro de bueyes, aunque mucho más ornamentado que ninguno que Quentyn hubiera visto en Dorne. Y no estaba enganchado a un buey, sino a una elefanta enana con la piel del color de la nieve sucia. En Volantis abundaban aquellos animales.

Quentyn habría preferido ir andando, pero estaban a varias leguas de su posada. Además, el posadero de la Casa del Mercader les había advertido de que desplazarse a pie los marcaría a los ojos de volantinos y capitanes extranjeros. Las personas de nivel viajaban en palanquín o en la parte trasera de un
hathay…
y, por pura casualidad, el tabernero tenía un primo que poseía varios de aquellos cachivaches y estaría encantado de ponerse a su servicio. El conductor era un esclavo del primo, un hombre menudo con una rueda tatuada en la mejilla que no llevaba más ropa que un taparrabos y unas sandalias. Tenía la piel del color de la teja y los ojos como esquirlas de pedernal. Los ayudó a acomodarse en el banco almohadillado dispuesto entre las dos grandes ruedas de madera del carro y se subió al lomo de la elefanta.

—A la Casa del Mercader —le ordenó Quentyn—, pero ve por los muelles.

Más allá del puerto y la brisa que en él soplaba, en las calles y callejones de Volantis hacía tanto calor que cualquiera podría ahogarse en su propio sudor, al menos en aquel lado del río.

El conductor gritó algo a su elefanta en la lengua local. La bestia empezó a moverse, meciendo la trompa de un lado a otro. El carro echó a andar tras ella mientras el conductor gritaba a marinos y esclavos para que se apartaran del camino. Era fácil distinguir a los primeros de los segundos, porque todos los esclavos llevaban tatuajes: una máscara de plumas azules, un relámpago que iba de la frente a la mandíbula, una moneda en la mejilla, manchas de leopardo, una calavera, una jarra… El maestre Kedry decía que en Volantis había cinco esclavos por cada hombre libre, aunque no llegó a vivir lo suficiente para comprobarlo: pereció la mañana en que los corsarios abordaron la
Triguero.

Aquel día, Quentyn había perdido a otros dos amigos: Willam Wells, con sus pecas y sus dientes desiguales, tan audaz con la lanza, y Cletus Yronwood, atractivo a pesar de su ojo vago, siempre procaz, siempre sonriente. Cletus había sido el mejor amigo de Quentyn durante la mitad de su vida; solo les faltó compartir sangre para ser hermanos.

—Dale un beso a tu prometida de mi parte —le había susurrado justo antes de morir.

Los corsarios los habían abordado en la oscuridad, poco antes del amanecer, con la
Triguero
anclada ante las costas de las Tierras de la Discordia. La tripulación los había rechazado, pero les había costado doce vidas. Tras la lucha, los marineros despojaron a los corsarios muertos de botas, cinturones y armas, se repartieron el contenido de sus monederos y les arrancaron las piedras preciosas de las orejas y los anillos de los dedos. Uno de los cadáveres era tan gordo que el cocinero del barco había tenido que cortarle los dedos con una hachuela para quitarle las sortijas, y tres trigueros tuvieron que unir fuerzas para llevarlo rondando hasta la borda y tirarlo al mar. Lo siguió el resto de los piratas, sin una oración ni un atisbo de ceremonia.

Sus muertos recibieron un trato más delicado. Los marinos envolvieron los cadáveres en lona y la cosieron, y lastraron las bolsas con piedras para que se hundieran más deprisa. El capitán ofició la oración ante los tripulantes, que rezaron por las almas de sus camaradas caídos. Luego se volvió hacia sus pasajeros dornienses, los tres que quedaban de los seis que habían subido a bordo en la Ciudad de los Tablones. Hasta el hombretón había salido de la bodega de la nave, con la tez pálida y verdosa y el paso inseguro, para presentar sus últimos respetos.

—Alguno de vosotros debería decir unas palabras por vuestros muertos —sugirió el capitán.

Gerris había tenido que mentir frase tras frase, porque no podía decir la verdad sobre quiénes eran ni por qué habían llegado hasta allí.

«No deberían haber tenido ese final.»

—Será una aventura que contaremos a nuestros nietos —había augurado Cletus el día en que salieron del castillo de su padre.

—Querrás decir que se la contarás a las mozas en las tabernas —replicó Will con expresión burlona—, a ver si con un poco de suerte se levantan las faldas.

Cletus le dio un empujón.

—Para tener nietos hay que tener hijos, y para tener hijos hay que levantar unas cuantas faldas.

Más adelante, en la Ciudad de los Tablones, los dornienses habían brindado por la futura esposa de Quentyn entre bromas groseras sobre la inminente noche de bodas. También hablaron de las maravillas que verían, las hazañas que llevarían a cabo, la gloria que alcanzarían. «Y lo único que obtuvieron fue un saco de lona lleno de piedras.» Quentyn lloraba la pérdida de Will y Cletus, pero a quien más echaba en falta era al maestre. Kedry hablaba los idiomas de todas las Ciudades Libres, hasta el bárbaro ghiscario de la bahía de los Esclavos.

—Os acompañará el maestre Kedry —le había dicho su padre la noche de su partida—. Presta atención a todo lo que te diga; ha dedicado media vida a estudiar las Nueve Ciudades Libres.

Quentyn se figuraba que las cosas les habrían resultado mucho más fáciles si hubieran seguido contando con su guía y ayuda.

—Vendería a mi madre por una brizna de brisa —comentó Gerris mientras avanzaban entre la multitud—. Esto está más húmedo que el coño de la Doncella, y no es ni mediodía. No soporto esta ciudad.

Quentyn no podía estar más de acuerdo. La humedad pegajosa de Volantis le sorbía las fuerzas y le daba la sensación de estar siempre sucio. Lo peor era saber que no mejoraría con la caída de la noche. En las altas praderas situadas al norte de las propiedades de lord Yronwood, el ambiente se refrescaba y limpiaba al anochecer, por caluroso que hubiera sido el día. Allí no. En Volantis, las noches eran casi tan calurosas como los días.

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