—Pues cásate con Hizdahr. —Saltó de la cama—. Le pondré un hermoso par de cuernos de regalo de bodas. A los ghiscarios les gusta pavonearse de sus cuernos; se los hacen con su propio pelo, con peines, cera y hierros calientes. —Cogió los calzones y se los puso. No se molestaba en llevar ropa interior.
—Cuando esté casada, desearme será alta traición. —Dany se cubrió el pecho con la colcha.
—Entonces, seré un traidor. —Se puso una túnica de seda azul y se alisó las puntas de la barba con los dedos. Había vuelto a teñírsela por ella, de violeta a azul, como la llevaba la primera vez que lo vio—. Huelo a ti. —Se olió los dedos y sonrió.
A Dany le encantaba el brillo del diente de oro cuando sonreía. Le encantaba el fino vello de su pecho. Le encantaba la fuerza de sus brazos, el sonido de su risa, el modo que tenía de mirarla a los ojos y decir su nombre mientras la penetraba.
—Eres muy guapo —dijo de pronto mientras lo observaba atarse las botas de montar. Algunos días esperaba a que se las pusiera ella, pero por lo visto, ese día no.
«Eso también se acaba.»
—No lo bastante para que te cases conmigo. —Daario descolgó el cinto de la espada del gancho donde lo había dejado.
—¿Adónde vas?
—A dar una vuelta por tu ciudad, para beberme un barril o dos y meterme en alguna pelea. Hace demasiado que no mato a nadie. Tal vez debería buscar a tu prometido.
Dany le tiró una almohada.
—¡Deja a Hizdahr en paz!
—Como ordene mi reina. ¿Darás audiencia hoy?
—No. Mañana seré una mujer casada, y Hizdahr será rey. Que se encargue él de las audiencias; es su pueblo.
—Está su pueblo y está el tuyo. El que liberaste.
—¿Me estás regañando?
—Los que llamas tus hijos. Quieren a su madre.
—¡Me estás regañando de verdad!
—Solo un poco, corazón luminoso. ¿Concederás audiencias?
—Tal vez, después de la boda. Después de que haya paz.
—Ese
después
tuyo no llega nunca. Deberías conceder audiencias. Los nuevos de mi grupo, los hijos del viento que se pasaron a nuestro bando, no creen que existas. Casi todos nacieron y se criaron en Poniente, con la cabeza llena de anécdotas sobre los Targaryen, y quieren ver a una con sus propios ojos. Rana te ha traído un regalo.
—¿Rana? —Dejó escapar una risita—. ¿Y quién es ese?
—Un muchacho dorniense. —Daario se encogió de hombros—. El escudero del caballero grande que llaman Tripasverdes. Le dije que podía dármelo a mí y yo te lo traería, pero no quiso ni oír hablar de ello.
—Vaya, una rana inteligente. Así que le pediste que te diera mi regalo. —Le tiró otra almohada—. ¿Habría llegado a mis manos?
—¿Acaso sería capaz de robar a mi dulce reina? —Se acarició los bigotes dorados—. Si fuese un regalo digno de ti, yo mismo lo habría puesto en tus suaves manos.
—¿Como prenda de amor?
—Sobre eso prefiero no pronunciarme, pero le aseguré que podría entregártelo él en persona. ¿Harás quedar a Daario Naharis como un mentiroso?
—Como tú quieras. —Dany no podía negarle nada—. Trae a tu rana a la audiencia de mañana, y también a los otros ponientis. —Sería agradable oír a más gente que hablase la lengua común, aparte de ser Barristan.
—Como ordene mi reina. —Daario hizo una profunda reverencia y sonrió antes de irse, con la capa arremolinándose tras él.
Dany se quedó sentada entre las sábanas arrugadas, abrazándose las rodillas, tan triste que ni siquiera oyó a Missandei cuando llegó sigilosa con pan, leche e higos.
—¿Alteza? ¿Os encontráis mal? Una os ha oído gritar en plena noche.
Dany cogió un higo. Era negro y rechoncho, y todavía estaba húmedo de rocío.
«¿Hizdahr conseguirá hacerme gritar?»
—Lo que has oído era el viento. —Dio un mordisco, pero la fruta había perdido el sabor en ausencia de Daario. Se levantó con un suspiro, llamó a Irri para que le llevase una túnica y salió a la terraza.
Estaba rodeada de enemigos. Siempre había por lo menos una docena de barcos atracados en la orilla, y en ocasiones eran hasta cien, cuando desembarcaban los soldados. A los yunkios también les llegaba madera por el mar: tras sus zanjas construían catapultas, escorpiones y altos trabuquetes. En las noches silenciosas, el aire cálido y seco le llevaba el repiqueteo de los martillos.
«Pero no tienen torres de asedio, ni arietes.» No intentarían asaltar Meereen; esperarían tras las líneas de asedio, lanzando piedras hasta que la enfermedad y la hambruna hicieran que su pueblo se arrodillase.
«Hizdahr me traerá la paz. Tiene que traerme la paz.»
Esa noche, los cocineros le asaron un cabrito con dátiles y zanahorias, pero Dany solo pudo comer unos bocados. La perspectiva de volver a enfrentarse a Meereen la dejaba sin fuerzas. Le costó conciliar el sueño, incluso cuando regresó Daario, tan borracho que apenas se tenía en pie. Dio vueltas bajo las sábanas, soñando que Hizdahr la besaba…, pero tenía los labios azules y magullados, y cuando le introdujo el miembro, lo tenía frío como el hielo. Se incorporó en la cama con el pelo alborotado y las sábanas enredadas. Su capitán dormía a su lado, y sin embargo estaba sola. Quería sacudirlo, despertarlo, hacer que la abrazara, que la follara, que la ayudase a olvidar, pero sabía que en tal caso, él se limitaría a sonreír y bostezar y decirle: «Solo ha sido un sueño, mi reina. Duérmete».
Se puso una túnica con capucha, salió a la terraza y se aproximó al pretil, desde donde contempló la ciudad como había hecho un centenar de veces.
«Nunca será mi ciudad. Nunca será mi hogar.»
La pálida luz rosada del amanecer la encontró todavía en la terraza, dormida en la hierba bajo un manto de fino rocío.
—Le he prometido a Daario que hoy celebraré audiencia —dijo a sus doncellas cuando la despertaron —Traedme la corona. Oh, y algo para ponerme, que sea fresco y ligero.
Bajó a la sala una hora después.
—Arrodillaos todos ante Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres,
khaleesi
del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones —anunció Missandei.
Reznak mo Reznak se inclinó y sonrió.
—Magnificencia, cada día estáis más bella. Creo que la perspectiva de vuestra boda os ha dotado de brillo. ¡Oh, mi reina resplandeciente!
—Llamad al primer peticionario —suspiró Dany.
Había pasado tanto tiempo desde la última audiencia que la aglomeración de casos resultaba abrumadora. La gente se apretujaba al fondo de la sala, y se produjeron escaramuzas para discutir quién tenía prioridad. Inevitablemente, fue Galazza Galare quien se adelantó, con la cabeza alta y la cara oculta tras un reluciente velo verde.
—Vuestro esplendor, sería más conveniente que pudiésemos hablar en privado.
—Ojalá tuviese tiempo —repuso Dany con voz queda; su última reunión con la gracia verde no había ido bien—. Me caso mañana. ¿Qué queréis de mí?
—Me gustaría hablaros de la osadía de cierto capitán mercenario.
«¿Se atreve a mencionarlo en una audiencia pública? —Dany se encendió de ira—. Tiene valor, lo reconozco, pero si cree que voy a soportar otra regañina, no podría estar más equivocada.»
—La traición de Ben Plumm el Moreno nos ha sorprendido a todos, pero vuestra advertencia llega demasiado tarde. Y ahora quiero que volváis a vuestro templo y recéis por la paz.
La gracia verde hizo una reverencia.
—Rezaré también por vos.
«Otra bofetada», pensó Dany; notó que las mejillas se le ponían rojas.
El resto fue un tedio que la reina conocía muy bien. Permaneció sentada en sus cojines y escuchó, al tiempo que sacudía un pie con impaciencia. A mediodía, Jhiqui le llevó una fuente con jamón e higos. Los peticionarios parecían no tener fin. Por cada dos que se despedían con una sonrisa, otro se iba murmurando o con los ojos enrojecidos.
Ya casi había anochecido cuando apareció Daario Naharis con sus nuevos cuervos de tormenta, los hombres de Poniente que habían desertado de los Hijos del Viento. Dany no pudo evitar lanzarles alguna que otra mirada, mientras se prolongaba la perorata de un peticionario tras otro.
«Este es mi pueblo. Yo soy su legítima reina. —Tenían un aspecto desaliñado, pero qué se podía esperar de unos mercenarios. El joven no le sacaría más de un año; el mayor debía de haber celebrado sesenta días del nombre. Algunos lucían signos de riqueza: brazaletes de oro, túnicas de seda y cintos tachonados de plata—. Todo fruto de saqueos.» En general, vestían ropas sencillas que se notaban muy usadas.
Cuando Daario los hizo adelantarse vio que entre ellos había una mujer, grande y rubia, enfundada en cota de malla.
—Meris la Bella —anunció su capitán, aunque Dany la habría llamado cualquier cosa antes que bella. Medía casi dos varas y media y no tenía orejas; un tajo le cruzaba la nariz; lucía cicatrices profundas en ambas mejillas y tenía los ojos más fríos que la reina había visto en su vida. En cuanto a los demás…
Hugh Hungerford era delgado y taciturno, de piernas largas y cara alargada, e iba ataviado con ropa elegante, pero deslucida. Webber era bajo y musculoso, y llevaba la cabeza, el pecho y los hombros recubiertos de arañas tatuadas. Orson Piedra, el de la cara colorada, aseguraba que era un caballero, al igual que el espigado Lucifer Largo. Will de los Bosques le lanzaba miradas lascivas incluso mientras se arrodillaba. Dick Heno tenía los ojos de un azul muy llamativo, el cabello blanco como el lino y una sonrisa inquietante. La cara de Jack el Bermejo quedaba oculta tras una hirsuta barba naranja, y no había forma de entenderlo.
—Se cortó media lengua de un mordisco en su primera batalla —le explicó Hungerford.
Los dornienses parecían diferentes.
—Con la venia de vuestra alteza —intervino Daario—, os presento a Tripasverdes, Gerrold y Rana.
Tripasverdes era enorme y calvo como una piedra, con unos brazos tan gruesos que podrían rivalizar hasta con los de Belwas el Fuerte. Gerrold era un joven alto y esbelto de pelo veteado por el sol y ojos joviales azul verdoso.
«Seguro que esa sonrisa ha conquistado el corazón de muchas doncellas.» Su capa era de suave lana marrón forrada de seda cruda, una prenda excelente.
Rana, el escudero, era el más joven de los tres y el menos imponente, un muchacho solemne, bajo y fornido, de pelo y ojos marrones. Tenía un rostro cuadrado, de frente alta, mandíbula grande y nariz ancha. La pelusa del mentón y las mejillas lo hacía parecer un niño que intentara dejarse barba por primera vez. Dany no tenía ni idea de por qué lo llamarían Rana.
«A lo mejor salta más alto que los demás.»
—Podéis levantaros —les dijo—. Daario me dice que venís de Dorne. Los dornienses siempre serán bien recibidos en mi corte: Lanza del Sol permaneció fiel a mi padre cuando el Usurpador le arrebató su trono. Debéis de haber afrontado muchos peligros para llegar hasta mí.
—Demasiados —dijo Gerrold, el joven apuesto del pelo con mechones claros—. Éramos seis cuando salimos de Dorne, alteza.
—Lamento vuestras pérdidas. —La reina se dirigió a su compañero, el grande—. Tripasverdes es un nombre extraño.
—Una broma, alteza, por los días que pasamos embarcados. Me sentí tan enfermo durante todo el trayecto desde Volantis que llegué a ponerme verde de náuseas y… Bueno, no debería decir eso.
—Creo que me imagino el resto, ser Tripasverdes. —Dany rio—. Debo llamaros
ser,
¿no es así? Daario me dice que sois caballero.
—Con el beneplácito de vuestra alteza, los tres somos caballeros.
Dany miró a Daario y vio prender la ira en su rostro. «No lo sabía.»
—Necesito caballeros —les dijo.
Aquello despertó los recelos de ser Barristan.
—Es muy fácil hacerse pasar por caballero cuando se está tan lejos de Poniente. ¿Estáis dispuestos a defender esa afirmación con la espada o la lanza?
—Si fuera necesario, sí —replicó Gerrold—, aunque ninguno de nosotros pretenderá igualar a Barristan el Bravo. Vuestra alteza, os pido perdón, pero nos hemos presentado ante vos con nombres falsos.
—Sé de alguien que hizo lo mismo en cierta ocasión —dijo Dany—, un tal Arstan Barbablanca. Decidme, pues, vuestros nombres auténticos.
—Con mucho gusto… pero, si mi reina nos lo permite, ¿no habría un lugar con menos ojos y oídos?
«Juegos dentro de juegos.»
—Como deseéis. Skahaz, haz salir a todos.
El Cabeza Afeitada rugió órdenes a sus bestias de bronce, que arrearon a los otros ponientis y a los demás peticionarios para sacarlos de la sala como si fueran ganado. Sus consejeros permanecieron allí.
—Ahora —dijo Dany—, decidme vuestros nombres.
Gerrold, el joven atractivo, hizo una reverencia.
—Ser Gerris Drinkwater, alteza. Mi espada es vuestra.
Tripasverdes cruzó los brazos frente al pecho.
—Y mi martillo de armas. Soy ser Archibald Yronwood.
—¿Y vos? —preguntó la reina al muchacho que llamaban Rana.
—Con el permiso de vuestra alteza, ¿podría entregaros antes mi regalo?
—Como gustéis. —Dany sentía curiosidad; pero, cuando Rana se adelantó, Daario Naharis le salió al paso y le tendió una mano enguantada.
—Dadme a mí ese regalo.
Impasible, el robusto joven se inclinó, se desató la bota y extrajo un pergamino amarillento de una solapa escondida.
—¿Este es tu regalo? ¿Un papel garabateado? —Daario le arrancó el pergamino de las manos, lo desenrolló y observó los sellos y las firmas con los ojos entrecerrados—. Muy bonito, con todos esos ribetes y dorados, pero no sé leer vuestros garabatos de Poniente.
—Dáselo a la reina —ordenó ser Barristan—. Ahora mismo.
Dany advirtió que la ira iba acumulándose en la sala.
—Solo soy una niña, y a las niñas hay que darles sus regalos —dijo con tono alegre—. Daario, por favor, no os burléis de mí. Dádmelo.
El pergamino estaba escrito en la lengua común. La reina lo desenrolló despacio y estudió los sellos y las firmas. El corazón se le aceleró un poco cuando leyó el nombre de ser Willem Darry. Lo leyó una y otra vez.
—¿Podemos saber qué dice, alteza? —pidió ser Barristan.
—Se trata de un pacto secreto —respondió Dany—, sellado en Braavos cuando yo era pequeña. Ser Willem Darry, el caballero que nos sacó a mi hermano y a mí de Rocadragón antes de que nos atrapasen los hombres del Usurpador, lo firmó en nuestro nombre. El príncipe Oberyn Martell lo firmó en nombre de Dorne, con el Señor del Mar de Braavos como testigo —le tendió el pergamino a ser Barristan para que lo leyera—. Estipula que la alianza ha de sellarse con un matrimonio. A cambio de la ayuda de Dorne para derrocar al Usurpador, mi hermano Viserys debía tomar como reina a Arianne, la hija del príncipe Doran.