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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

Danza de dragones (50 page)

BOOK: Danza de dragones
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A su lado, casi intacta, estaba la cena de la noche anterior, que se había endurecido al enfriarse. Edd el Penas había llenado la hogaza casi hasta el borde para que el infame estofado de tres carnes de Hobb Tresdedos reblandeciera el pan duro. Entre los hermanos circulaba la broma de que las tres carnes eran carnero, carnero y carnero, pero en realidad habría sido más acertado decir que eran zanahoria, cebolla y nabo. Los restos del estofado estaban cubiertos por una capa de grasa fría y brillante.

Tras la marcha de Stannis, Bowen Marsh había insistido en que se trasladase a las antiguas habitaciones del Viejo Oso, en la Torre del Rey, pero Jon se había negado. Si ocupaba aquellas estancias, daría a entender que no esperaba que regresara.

Desde que Stannis pusiera rumbo al sur, una sensación de irrealidad se había apoderado del Castillo Negro, como si el pueblo libre y los hermanos negros contuvieran la respiración a la espera de lo que estaba por llegar. Los patios y el comedor estaban desiertos muchas veces; de la Torre del Lord Comandante solo quedaba el esqueleto; la sala común era poco más que una pila de vigas ennegrecidas, y la Torre de Hardin parecía a punto de desmoronarse con la menor ráfaga de viento. La única señal de vida que oía Jon era el débil tintineo de las espadas que llegaba del patio de la armería. Férreo Emmet le decía a voces a Petirrojo Saltarín que levantase el escudo.

«Todos deberíamos levantar el escudo.»

Jon se lavó, se vistió y se fue de la armería, no sin antes haber hecho una parada en el patio el tiempo justo para intercambiar unas palabras de ánimo con Petirrojo Saltarín y otros reclutas de Emmett. Como siempre, declinó la oferta de Ty de llevar escolta. Ya tenía suficientes hombres alrededor, y si corría la sangre, dos más no supondrían gran diferencia. Pero sí cogió a
Garra,
y Fantasma iba pisándole los talones.

Cuando llegó a los establos, Edd el Penas ya estaba esperando al lord comandante, con el palafrén aparejado. Los hombres preparaban los carros bajo la atenta mirada de Bowen Marsh. El lord mayordomo recorría la columna arriba y abajo, mientras hacía gestos y daba voces, con las mejillas rojas por el frío. Cuando vio a Jon, se le enrojecieron aún más.

—Lord comandante, ¿aún pretendéis hacer esta…?

—¿…tontería? —remató Jon—. Por favor, dime que no ibas a decir
tontería
. Sí, voy a hacerlo. Ya lo hemos discutido. Guardiaoriente requiere más hombres. Torre Sombría requiere más hombres. Guardagrís y Marcahielo también, no me cabe duda, y aún nos quedan catorce castillos vacíos y muchísimas leguas de Muro sin vigilancia ni protección.

—El lord comandante Mormont… —Marsh se mordió los labios.

—… murió. Y no a manos de salvajes; fueron sus propios Hermanos Juramentados quienes lo mataron, hombres en los que confiaba. Ni tú ni yo sabemos qué habría hecho en mi lugar. —Jon dio la vuelta al caballo—. Basta de charla, nos vamos.

Edd el Penas había escuchado toda la conversación. Cuando Bowen Marsh se fue, señaló hacia detrás.

—Granadas. Con todas esas pipas. Matarían de asfixia a cualquiera. Yo preferiría un nabo; nunca se ha visto que un nabo pueda herir a un hombre.

Era en momentos como aquel cuando Jon extrañaba más al maestre Aemon. Clydas se ocupaba bien de los cuervos, pero no tenía ni una décima parte de los conocimientos y la experiencia de Aemon Targaryen, por no hablar de la sabiduría. Bowen, a su manera, era un buen hombre, pero la herida que le habían infligido en el Puente de los Cráneos lo había vuelto más duro de mollera, y en los últimos tiempos se pasaba el día con la manida cantinela de sellar las puertas. Othell Yarwyck era tan impasible y carente de imaginación como taciturno, y los capitanes de los exploradores tenían tendencia a morir tan pronto como les asignaba el cargo.

«La Guardia de la Noche ha perdido a demasiados de sus mejores hombres —pensó Jon mientras los carros empezaban a moverse—. El Viejo Oso, Qhorin Mediamano, Donal Noye, Jarmen Buckwell, mi tío…»

Cuando la columna emprendió la marcha hacia el sur por el camino Real empezó a caer una nevada ligera. La larga línea de carros se puso en camino dispuesta a atravesar campos, arroyos y colinas arboladas, escoltada por una docena de lanceros y otra de arqueros. En los últimos viajes a Villa Topo habían visto cosas desagradables: empujones, golpes, maldiciones masculladas, muchas miradas hostiles. Bowen Marsh pensó que sería mejor no arriesgarse y, por una vez, Jon y él estuvieron de acuerdo.

El lord mayordomo iba delante. Jon lo seguía un poco rezagado, en compañía de Edd Tollett el Penas. Cuando ya estaban a tiro de ballesta del Castillo Negro, Edd acercó su montura a la de Jon.

—¿Mi señor? Mirad ahí arriba. Aquel borracho enorme de la colina.

El borracho no era otra cosa que un fresno que los siglos de viento habían dejado torcido, y tenía rostro: una boca seria, una rama rota por nariz y dos ojos profundamente tallados en el tronco, fijos en el norte del camino Real, hacia el castillo y el Muro.

«Al final, los salvajes se han traído a sus dioses.» A Jon no lo sorprendió; los hombres no abandonaban a sus dioses así como así. De repente, todo el espectáculo que había orquestado lady Melisandre más allá del Muro le parecía más vacuo que una función de títeres.

—Se te parece un poco, Edd —dijo en un intento de tomarse el asunto a la ligera.

—Es cierto, mi señor. A mí no me salen hojas de la nariz, pero por lo demás… A lady Melisandre no le hará ninguna gracia.

—No creo que lo vea. Hazte cargo de que nadie se lo cuente.

—Pero ella ve cosas en sus fuegos.

—Humo y cenizas.

—Y gente que arde. Puede que me vea a mí, con la nariz llena de hojas. Siempre me he temido que acabaría en la hoguera, pero tenía la esperanza de morir antes.

Jon volvió a mirar el rostro. ¿Quién lo habría tallado? Había apostado guardias alrededor de Villa Topo, para mantener a sus cuervos alejados de las salvajes y para evitar que el pueblo libre hiciera incursiones en el sur para saquear algún pueblo que otro. Quien fuera que había tallado el fresno había eludido a todos sus centinelas. Y si un hombre podía escapar de su vigilancia, otros también.

«Podría doblar otra vez la guardia —pensó con amargura—. Y malgastar el doble de hombres, hombres que podrían estar patrullando el Muro.»

Los carros continuaron avanzando hacia el sur con lentitud, por caminos de barro congelado y entre rachas de nieve. Al cabo de un tercio de legua se encontraron con un segundo rostro tallado en un castaño que crecía al lado de un río helado, desde donde sus ojos vigilaban el viejo puente de tablas que lo cruzaba.

—El problema se ha duplicado —declaró Edd el Penas.

El castaño era un esqueleto desnudo, pero sus ramas marrones no estaban vacías: en una que colgaba por encima del arroyo había un cuervo con las alas erizadas por el frío. Cuando vio a Jon, las desplegó y soltó un graznido. Jon alzó el puño y silbó, y el gran pájaro negro se le acercó revoloteando.

—Maíz, maíz, maíz —graznó.

—Maíz para el pueblo libre, no para ti —respondió Jon. Se preguntó si no acabarían todos comiendo cuervos antes de que terminase el invierno.

A Jon no le cabía duda de que los hermanos que iban en los carros también habían visto aquel rostro. Nadie habló de ello, pero el mensaje estaba claro para cualquiera que tuviera ojos en la cara. En cierta ocasión Jon había oído a Mance Rayder decir que la mayoría de los arrodillados eran ovejas.

«Un perro puede pastorear un rebaño de ovejas —había comentado el Rey-más-allá-del-Muro—, pero el pueblo libre… Bueno, hay gatosombras y piedras. Los unos rondan por donde quieren y harán trizas a tus perros; los otros no se mueven a no ser que les des una patada. —Ni los gatosombras ni las piedras estaban dispuestos a abandonar a los dioses que habían adorado toda su vida para inclinarse ante otro que apenas conocían.

Al norte de Villa Topo encontraron al tercer vigilante, tallado en un enorme roble que marcaba la linde de la aldea, con los profundos ojos clavados en el camino Real.

«Esa cara no tiene nada de amistosa —pensó Jon Nieve. Los rostros que habían tallado los primeros hombres y los hijos del bosque en los arcianos tantos eones atrás tenían casi siempre una expresión fiera o adusta, pero aquel roble parecía especialmente iracundo, como si de un momento a otro fuera a arrancar las raíces de la tierra y salir tras ellos entre rugidos—. Tiene las heridas tan frescas como los hombres que lo tallaron.»

Villa Topo siempre había sido más grande de lo que parecía; la mayor parte de la aldea estaba bajo tierra, guarecida del frío y la nieve, y en aquellos momentos más que nunca. El magnar de Thenn había quemado el pueblo desierto cuando se disponía a atacar el Castillo Negro, y en la parte superior solo quedaban vigas ennegrecidas y viejas piedras chamuscadas…, pero bajo la tierra helada aún había criptas, túneles y sótanos, y ese era el lugar donde se había refugiado el pueblo libre, apiñado a oscuras como los topos que daban nombre a la aldea.

Los carros se detuvieron en una calle y formaron un semicírculo frente a la antigua herrería del pueblo. Cerca había un grupo de niños de rostro colorado que construían un fuerte de nieve, pero en cuanto vieron llegar a los hermanos de capa negra, se dispersaron y desaparecieron por diversos agujeros. Al poco, los adultos empezaron a emerger. Un hedor lo llenó todo a su llegada: cuerpos sin lavar, ropa sucia, excrementos y orina. Jon vio a uno de sus hombres arrugar la nariz y decir algo al que tenía al lado.

«Se burlan del olor de la libertad —supuso. Eran demasiados hermanos los que bromeaban sobre el hedor que desprendían los salvajes de Villa Topo— ¿Serán brutos?» Los hombres del pueblo libre no diferían en gran cosa de los miembros de la Guardia de la Noche; los había limpios y sucios, pero casi todos estaban limpios unas veces y sucios otras. Aquella peste era simplemente el olor de mil personas apiñadas en unos sótanos y túneles que se habían cavado para alojar a no más de cien.

Los salvajes ya habían pasado por aquello. Formaron filas tras los carros, en silencio. Había tres mujeres por cada hombre, muchas con niños delgados y pálidos agarrados a las faldas. Jon vio muy pocos bebés.

«Murieron durante el viaje —comprendió—, y los que sobrevivieron a la batalla cayeron en las empalizadas del rey. —Los luchadores habían salido mejor parados. Justin Massey había dicho durante el consejo que había trescientos hombres en edad de luchar; Harwood Fell los había contado—. También habrá mujeres de las lanzas. Cincuenta, sesenta, puede que hasta cien. —Jon sabía que las cuentas de Fell incluían a los heridos. Vio unos veinte, apoyados en bastones toscos, con las mangas vacías o sin manos, hombres a los que les faltaba un ojo o la mitad de la cara, un hombre sin piernas al que llevaban en volandas dos amigos… Todos estaban macilentos y demacrados—. Están deshechos. Los espectros no son los únicos muertos vivientes.»

Sin embargo, no todos estaban tan destrozados. Había media docena de thenitas, con sus armaduras de lamas de bronce, agrupados junto a una de las escaleras que descendían a los sótanos, con mirada hostil y sin hacer ademán de juntarse con los demás. Jon vio en las ruinas de la vieja herrería a un hombretón calvo al que reconoció como Halleck, el hermano de Harma Cabeza de Perro. Pero ya no estaban los cerdos.

«Se los habrán comido. —También había otros dos, vestidos con pieles: los pies de cuerno, tan fieros como escuálidos, descalzos hasta por la nieve—. Aún quedan lobos entre esas ovejas.» La última vez que había ido a visitarla, Val se lo había recordado.

—El pueblo libre y los arrodillados se parecen más de lo que piensas, Jon Nieve. Los hombres son hombres, y las mujeres, mujeres, y da igual de qué lado del Muro hayan nacido. Hay hombres buenos y malvados, héroes y villanos, gente de honor, mentirosos, cuervos, bestias… De todo, como en la Guardia.

«Y tenía razón.» Lo difícil era distinguir unos de otros, separar las ovejas de las cabras.

Los hermanos negros empezaron a repartir comida. Habían llevado carne en salazón, bacalao, alubias, nabos, zanahorias, sacos de harina, cebada y trigo, huevos en escabeche, y barriles llenos de cebollas y manzanas.

—Puedes coger una cebolla o una manzana, no las dos. —Hal el Peludo daba explicaciones a una mujer—. Tienes que elegir.

—Necesito dos de cada. Dos de cada para mí, y otras dos para mi hijo. Está enfermo, pero con una manzana se pondrá mejor. —La mujer no parecía entenderlo. Hal negó con la cabeza.

—Tiene que venir y coger su propia manzana, o una cebolla, pero no las dos cosas. Y tú igual. A ver, ¿quieres una manzana, o una cebolla? Date prisa, que hay mucha gente en la cola.

—Una manzana —contestó. Hal le dio una manzana pequeña, mustia y arrugada.

—¡Muévete de una vez! —gritó el tercero de la cola—. Aquí fuera hace frío.

—Dame otra manzana —insistió la mujer, como si no oyera el grito—. Para mi hijo. Por favor, esta es muy pequeña.

Hal miró a Jon, que negó con la cabeza. Enseguida se quedarían sin manzanas. Si empezaban a dar dos a todo el que las pidiera, los últimos en llegar se quedarían sin ninguna.

—¡Quita de ahí! —gritó la siguiente en la cola. Le dio un empujón en la espalda a la mujer, que se tambaleó, perdió la manzana y cayó al suelo. Toda la comida que sujetaba voló por los aires. Las alubias se desparramaron, un nabo cayó en un charco de barro y un saco de harina se rompió y derramó su precioso contenido en la nieve.

Empezaron a oírse voces airadas, en la lengua antigua y en la común. En otro carro empezó a haber más empujones.

—No es suficiente —gruñó un anciano—. Estáis matándonos de hambre, malditos cuervos. —La mujer a la que habían tirado al suelo estaba arrodillada, recogiendo su comida. Jon vio el brillo del acero desnudo unos pasos más allá. Sus arqueros colocaron flechas en las cuerdas. Jon hizo girar a su montura.

—Apacígualos, Rory. —Rory se llevó a los labios un cuerno enorme y lo hizo sonar.

Aaaúuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu.

Los empujones y alborotos cesaron; todas las cabezas se volvieron; un niño se echó a llorar.

—Nieve, nieve, nieve —susurró el cuervo de Mormont mientras iba de un hombro de Jon al otro, con la cabeza inclinada.

Jon esperó hasta que se acallaron las últimas voces y espoleó al palafrén para que todo el mundo pudiera verlo.

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