—Dejadme ir a caballo —pidió Asha a ser Justin cuando se acercó a su carromato para llevarle medio jamón—. Me estoy volviendo loca aquí, encadenada. No intentaré escapar; os doy mi palabra.
—Ojalá pudiera complaceros, mi señora, pero sois prisionera del rey, no mía.
—Y al rey no le basta con la palabra de una mujer.
—¿Por qué va a confiar en la palabra de ningún hijo del hierro? —gruñó la Osa—. Después de lo que hizo vuestro hermano en Invernalia…
—Yo no soy Theon —insistió Asha. Pero no le quitaron las cadenas.
Ser Justin volvió al galope hacia el final de la columna, y Asha no pudo evitar pensar en su madre, en la última vez que la había visto. Había sido en Harlaw, en Diez Torres; una vela titilaba en la habitación, pero no había nadie en el gran lecho de madera tallada, bajo el dosel polvoriento. Lady Alannys estaba sentada junto a la ventana y contemplaba el mar.
—¿Me has traído a mi hijito? —le había preguntado con labios temblorosos.
—Theon no va a venir —le replicó Asha, examinando lo que quedaba de la mujer que la había dado a luz, la mujer que ya había perdido a dos hijos varones. Y el tercero…
«Os envío a cada uno un trozo del príncipe.»
Pasara lo que pasara cuando se entablara combate en Invernalia, Asha Greyjoy no creía que su hermano fuera a sobrevivir.
«Theon Cambiacapas. Hasta la Osa quiere ver su cabeza clavada en una pica.»
—¿Tenéis hermanos? —preguntó Asha a su guardiana.
—Hermanas —replicó Alysane Mormont, tan brusca como siempre—. Éramos cinco, todas mujeres. Lyanna está en la isla del Oso, y Lyra y Jory, con nuestra madre. A Dacey la asesinaron.
—En la Boda Roja.
—Sí. —Alysane se quedó mirando a Asha un instante—. Tengo un hijo de dos años y una hija de nueve.
—Empezasteis joven.
—Sí, demasiado, pero siempre es mejor que esperar a que sea tarde.
«Una puñalada; más vale que haga como si no la hubiera notado.»
—Entonces estáis casada.
—No. El padre de mis hijos es un oso. —Alysane sonrió. Tenía los dientes torcidos, pero su sonrisa buscaba en cierto modo congraciarse—. Las Mormont somos cambiapieles. Nos convertimos en osas y buscamos machos en el bosque. Lo sabe todo el mundo.
—Las Mormont también son luchadoras. —Asha le devolvió la sonrisa.
—Somos aquello en lo que nos habéis convertido. En la isla del Oso, los niños aprenden pronto a tener miedo de los krakens que salen del mar.
«Las Antiguas Costumbres.» Asha se apartó; las cadenas tintinearon débilmente.
Al tercer día, el bosque se tornó más denso en torno a ellos, y los estrechos caminos se convirtieron en angostos senderos por los que pronto fue casi imposible seguir avanzando con los carromatos más grandes. De cuando en cuando pasaban cerca de lugares que Asha ya había visto: una colina pedregosa que, vista desde un ángulo determinado, recordaba una cabeza de lobo; una catarata medio congelada; un arco de piedra natural del que colgaban carámbanos de musgo gris verdoso. Asha reconocía todos los detalles llamativos del paisaje: había pasado por allí cuando cabalgó hacia Invernalia para persuadir a su hermano Theon de que abandonara la plaza conquistada y volviera con ella a la seguridad de Bosquespeso.
«En eso también fracasé.»
Aquel día recorrieron cinco leguas, y hasta eso les pareció mucho.
Cuando llegó el ocaso, el carromato se detuvo bajo un árbol. Mientras soltaba a los caballos, ser Justin se acercó con el caballo al trote y le quitó a Asha los grilletes de los tobillos para escoltarla, junto con la Osa, hasta la carpa del rey. Era su prisionera, desde luego, pero también era una Greyjoy de Pyke, y a Stannis Baratheon le apetecía echarle de comer las migajas de la mesa en la que cenaba con sus capitanes y comandantes.
El pabellón del rey era casi tan grande como el salón de Bosquespeso, pero, al margen del tamaño, no tenía nada de impresionante. Las paredes rígidas de pesada lona amarilla estaban descoloridas y sucias de barro y humedad, y se veían zonas mohosas. En la cúspide del mástil central ondeaba el estandarte del rey, una cabeza de venado con corazón llameante sobre campo de oro. El pabellón estaba rodeado por tres lados por los pabellones de los señores sureños que habían seguido a Stannis hasta el norte. En el cuarto rugía la hoguera nocturna, que lamía el cielo cada vez más oscuro con sus lenguas de fuego.
Cuando Asha entró cojeando, acompañada de sus guardianes, había una docena de hombres cortando troncos para alimentar las llamas.
«Hombres de la reina. —Adoraban a R’hllor el Rojo, que era un dios celoso. El de Asha, el Dios Ahogado de las Islas del Hierro, era para ellos un demonio, y ya le habían dicho que, si no aceptaba a aquel Señor de Luz, estaría condenada y perdida—. No les faltan ganas de quemarme, igual que queman esos troncos y ramas rotas.» Algunos lo habían propuesto tras la batalla del bosque, sin importarles que los estuviera oyendo, pero Stannis se había negado.
El rey estaba ante su tienda, contemplando la hoguera.
«¿Qué ve ahí? ¿La victoria? ¿Un destino terrible? ¿El rostro hambriento de su dios rojo?» Tenía los ojos muy hundidos en las cuencas, y la barba recortada no era más que una sombra que le cubría las mejillas demacradas y la mandíbula huesuda, pero en su mirada había fuerza, una tenacidad férrea que le decía a Asha que aquel hombre nunca, nunca se desviaría de su camino. Hincó una rodilla en tierra ante él.
—Mi señor. —«¿Soy suficientemente humilde para vos, alteza? ¿Os agrada verme vencida, humillada, rota?»—. Os suplico que me quitéis estas cadenas de las muñecas. Permitidme cabalgar. No escaparé.
Stannis la miró como habría mirado a un perro que hubiera tenido la osadía de intentar follarse su pierna.
—Esas cadenas os las habéis ganado.
—Así es. Y ahora os ofrezco a mis hombres, mis barcos, mi ingenio…
—Vuestros barcos ya son míos, o los he quemado. Vuestros hombres… ¿Cuántos os quedan? ¿Diez? ¿Doce?
«Nueve. Seis si solo contáis a los que están en condiciones de luchar.»
—Dagmer Barbarrota aún defiende la Ciudadela de Torrhen. Es un guerrero valiente y sirve con lealtad a la casa Greyjoy. Puedo entregaros ese castillo y su guarnición.
«Probablemente», debería haber añadido; pero no conseguiría nada bueno dejando que aquel rey viera sus dudas.
—La Ciudadela de Torrhen no vale ni el barro que estoy pisando. Lo que me importa es Invernalia.
—Quitadme estas cadenas y os ayudaré a tomarla, mi señor, vuestro regio hermano tenía fama de transformar en amigos a sus enemigos derrotados. Haced de mí vuestro hombre.
—Los dioses no os hicieron hombre; ¿cómo voy a haceros yo?
Stannis volvió a clavar la vista en la hoguera y en lo que viera bailar en aquellas llamas anaranjadas. Ser Justin Massey cogió a Asha del brazo y se la llevó al interior de la tienda.
—Habéis cometido un error, mi señora —le dijo—. No le mencionéis nunca a Robert.
«Tendría que habérmelo imaginado. —Asha sabía muy bien cómo funcionaban las cosas con los hermanos pequeños. Recordó a Theon de niño: un chiquillo tímido que se debatía entre el terror y la admiración que sentía hacia Rodrik y Marón—. Nunca lo superan. El hermano pequeño puede vivir cien años, pero toda su vida continuará siendo el hermano pequeño.» Hizo entrechocar sus pulseras de hierro y se imaginó lo agradable que sería situarse tras Stannis y estrangularlo con la cadena que le unía las muñecas.
Aquella noche, la cena consistió en guiso de venado, gracias a un animal flaco que había cazado un explorador llamado Benjicot Rama. Pero eso fue solo en la tienda del rey. Más allá de sus muros de lona, cada hombre recibió un trozo de pan y una morcilla no más larga que un dedo, y en aquella cena se acabó la cerveza de Galbart Glover.
Cien leguas de espesura separaban Bosquespeso de Invernalia; algo menos a vuelo de cuervo.
—Ojalá fuéramos cuervos —comentó Justin Massey a la cuarta jornada de marcha, el día en que empezó a nevar. Al principio copos dispersos; fríos y húmedos, pero nada que les impidiera avanzar.
Pero al día siguiente también nevó, y al otro, y al otro. Las frondosas barbas de los lobos no tardaron en estar cubiertas de hielo, porque el aliento se les congelaba, pero hasta los sureños más jovencitos se dejaban crecer bigotes y patillas para abrigarse la cara. El terreno no tardó en estar cubierto por un manto blanco que ocultaba las piedras, las raíces retorcidas y las marañas de maleza seca, con lo que cada paso se convertía en una aventura. El ejército del rey se transformó en una columna de muñecos de nieve que avanzaba tambaleante por ventisqueros que les llegaban hasta las rodillas.
Al tercer día de nevada, el ejército empezó a dividirse. Los caballeros y señores sureños avanzaban a duras penas, mientras que a los hombres de las colinas del norte les iba mucho mejor. Sus caballitos eran bestias de paso seguro que, además, comían mucho menos que los palafrenes y muchísimo menos que los enormes caballos de guerra. Por añadidura, los jinetes sabían avanzar por la nieve. Muchos lobos llevaban un calzado extraño: zarpas de oso, como las llamaban, unos curiosos objetos alargados, de madera doblada con tiras de cuero que se ataban a las botas y les permitían caminar por la nieve sin romper la capa superior y sin hundirse hasta los muslos. Algunos hasta tenían zarpas de oso para sus caballos, y los greñudos animales las llevaban como si fueran herraduras, pero ni los palafrenes ni los caballos de guerra las aceptaban. Algunos caballeros del rey intentaron ponérselas a sus monturas, pero los grandes caballos sureños se negaron a moverse o trataron de liberarse de aquellos objetos extraños. Un caballo se rompió una pata cuando trató de avanzar con ellos puestos.
Los norteños, con sus zarpas de oso, empezaron pronto a distanciarse del resto del ejército. Adelantaron a los caballeros de la columna principal, y luego a ser Godry Farring y a su vanguardia. A la vez, los carros y carromatos de la caravana de equipaje iban quedando cada vez más atrás, hasta el punto de que los hombres de la retaguardia tenían que azuzarlos constantemente para que apurasen la marcha.
Al quinto día de tormenta, la caravana atravesó una extensión de ventisqueros profundos que ocultaban un lago helado. Cuando el hielo invisible se rompió bajo el peso de los carros, las aguas heladas engulleron a tres conductores y cuatro caballos, así como a dos hombres que intentaron rescatarlos. Uno de ellos era Harwood Fell. Sus caballeros consiguieron sacarlo antes de que se ahogara, pero para entonces ya tenía los labios azules y la piel blanca como la leche. No hubo manera de hacerlo entrar en calor. Estuvo horas tiritando, incluso después de que le cortaran la ropa empapada para quitársela, lo envolvieran en pieles cálidas y lo dejaran junto al fuego. Aquella misma noche cayó en un sueño febril del que no despertó.
Esa misma noche, Asha oyó por primera vez a los hombres de la reina murmurar algo sobre un sacrificio, una ofrenda a su dios rojo para que pusiera fin a la nevada.
—Los dioses del norte han desencadenado esta tormenta sobre nosotros —señaló ser Corliss Penny.
—Son falsos dioses —replicó ser Godry, el Masacragigantes.
—R’hllor está con nosotros —dijo ser Clayton Suggs.
—Pero Melisandre, no —apuntó Justin Massey.
El rey no decía nada, pero escuchaba; a Asha no le cabía duda. Se quedaba sentado en la mesa principal, con un plato de sopa de cebolla que se le iba enfriando sin que apenas la hubiera probado, y contemplaba la llama de la vela más próxima con los ojos entrecerrados, sin participar en la conversación. Su segundo, el caballero alto y delgado llamado Richard Horpe, hablaba por él.
—La tormenta amainará pronto —declaró.
Pero la tormenta no hizo más que empeorar. El viento se convirtió en un látigo más implacable que el de un esclavista. Asha creía haber pasado frío en Pyke, cuando soplaba el viento procedente del mar, pero no era nada comparado con aquello.
«Este frío podría volver loco a cualquiera.»
Ni siquiera les resultó fácil entrar en calor cuando llegó la orden de montar campamento para pasar la noche. Las carpas estaban húmedas y pesaban; costaba levantarlas y más aún volver a plegarlas, y más de una se derrumbó de repente cuando se le acumuló demasiada nieve encima. El ejército del rey se arrastraba por el centro del bosque más extenso de los Siete Reinos, y aun así era difícil encontrar leña seca. Cada noche había menos fogatas en el campamento, y las que conseguían encender generaban más humo que calor. En más de una ocasión tuvieron que tomarse la comida fría o hasta cruda.
Y hasta las hogueras nocturnas tenían que ser más pequeñas y débiles, para desesperación de los hombres de la reina.
—Señor de Luz, protégenos del mal —rezaban, dirigidos por la voz tonante de ser Godry el Masacragigantes—. Muéstranos de nuevo tu brillante sol, calma este viento y derrite esta nieve para que podamos llegar hasta tus enemigos y aniquilarlos. La noche es oscura y alberga horrores, pero tuyos son el poder, la gloria y la luz. Llénanos con tu fuego, R’hllor.
Más tarde, cuando ser Corliss se preguntó en voz alta si alguna vez se habría congelado un ejército entero durante una tormenta de invierno, los lobos se echaron a reír.
—Esto no es el invierno —declaró Wull Cubo Grande—. En las colinas decimos que el otoño nos besa, pero el invierno nos folla. Esto es un beso otoñal.
«Entonces, quiera el dios que no tenga que ver un invierno.» Asha no lo pasaba tan mal; al fin y al cabo, era el trofeo del rey. Recibía comida mientras otros se morían de hambre, y abrigo mientras tiritaban. Los demás se debatían contra la nieve a lomos de caballos agotados, y ella viajaba en un lecho de pieles dentro de un carromato, con una lona tensa que la resguardaba de la nieve, cómoda a pesar de las cadenas.
Los caballos y los hombres de a pie eran quienes peor lo pasaban. Dos escuderos de las tierras de la tormenta mataron a puñaladas a un soldado tras discutir sobre quién tenía derecho a sentarse más cerca del fuego. A la noche siguiente, unos arqueros desesperados por algo de calor prendieron fuego a su tienda, con lo que al menos consiguieron caldear las adyacentes. Los caballos de batalla empezaron a morir de frío y agotamiento.
—¿Qué es un caballero sin caballo? —era el acertijo que se difundió en el ejército—. Un muñeco de nieve con espada.
Siempre que moría un caballo, lo descuartizaban al instante. Las provisiones también empezaban a escasear.