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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

Cuentos desde el Reino Peligroso (40 page)

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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Cuando leo Macbeth, encuentro a las brujas aceptables: poseen una función narrativa y una anticipación de tenebroso significado, a pesar de que resultan vulgares, las pobrecillas. En una representación son casi insoportables. Y me lo parecerían del todo de no ser por la impresión favorable que de ellas obtuve en mis lecturas de la obra. Dicen que mis sentimientos serían otros si tuviese la mentalidad de aquella época, con su caza de brujas y los juicios subsiguientes. Lo que equivale a decir: si considerase posibles a las brujas, más aún, probables, en el Mundo Primario. En otras palabras, si dejasen de ser «fantasía». Este argumento dilucida la cuestión. Hay un destino casi seguro para la Fantasía cuando cae en manos de un dramaturgo: termina evaporada o envilecida, hasta con un dramaturgo como Shakespeare. En realidad, Macbeth es la obra de teatro de un autor que, al menos en esta ocasión, debería haber escrito una narración, si hubiese tenido la habilidad y la paciencia para hacerlo.

Otra razón de más peso que la inadecuación de los efectos escénicos es, según creo, ésta: el Teatro ha intentado ya, por su misma naturaleza, una especie de falsa magia ¿o tendría que llamarlo sucedáneo?: la materialización en el escenario de los personajes imaginarios de una historia. Esto ya es en sí mismo un intento de usurpar la varita de los magos. Aunque la tramoya resultase un éxito, añadir más magia o fantasía a este mundo secundario y casi mágico sería postular, por así decir, un mundo aún más profundo o terciario. Y eso ya es demasiado mundo. Acaso no sea imposible lograrlo. Pero yo nunca he visto hacerlo con éxito. Y por lo menos no se puede afirmar que sea el estilo más idóneo para el teatro, en el que se ha comprobado que el medio natural del Arte y la ilusión es la gente normal y corriente.
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Por esta razón concreta, porque en el teatro no hay que imaginarse los personajes, ni siquiera los escenarios, sino verlos realmente, el Teatro es un arte fundamentalmente distinto del narrativo, a pesar de que haga uso de materiales similares: la palabra, el verso, el argumento. Por tanto, si uno prefiere el Teatro a la Literatura (caso clarísimo de muchos críticos literarios) y basa sus juicios sobre todo en la crítica dramática o en el mismo Teatro, queda predispuesto a entender mal la pura narrativa de ficción y a constreñirla a las limitaciones de las representaciones escénicas. Es más probable, por ejemplo, que prefiera personajes, hasta los más groseros y elementales, a objetos. En una obra de teatro se encontrará muy poco sobre los árboles como tales.

Ahora bien, esas obras con las que, según numerosas crónicas, los elfos han obsequiado a los hombres, ese «Teatro de Hadas» puede reflejar la Fantasía con un realismo e inmediatez que escapan al alcance de cualquier tramoya humana. No es, pues, de extrañar que su efecto normal en el hombre sea el de sobrepasar la Creencia Secundaria. Si asistimos a una obra de teatro élfica, nos encontramos, o así lo creemos, metidos de lleno en el Mundo Secundario. La experiencia puede ser semejante a la del Sueño y, al parecer, con él la ha confundido a veces el hombre. No obstante, el teatro de hadas nos hunde en un sueño tejido por otra mente, y puede que la noción de este hecho inquietante se nos escape. La experiencia directa de un Mundo Secundario es brebaje harto fuerte, y le concedemos Credibilidad Primaria, a pesar de que los hechos sean maravillosos. Quedamos así burlados. Que tal sea la intención de los elfos en todas o en algunas ocasiones, ésa ya es otra cuestión. En cualquier caso, ellos no quedan burlados. Consideran esto un aspecto del Arte, diferente de la Magia o de la Brujería propiamente dichas. No viven en ese mundo, aunque puedan quizá dedicarle más tiempo que nuestros artistas. El Mundo Primario, la Realidad, es el mismo para los elfos que para los hombres, aunque percibido y valorado en forma distinta.

Creo que se hacen precisas unas palabras sobre esta habilidad élfica, si bien todas las que se le han dedicado han quedado borrosas y confundidas con otras cuestiones. Tenemos la Magia a mano. Yo mismo la he mencionado antes (p. 263), aunque no debería haberlo hecho. La palabra Magia habría que reservarla para dar nombre al tejemaneje del Mago. Y el Arte es la actividad humana que da origen en su desenvolvimiento a la Creencia Secundaria, a pesar de que éste no es su único y primordial objetivo. Esa misma clase de Arte, pero más exquisito y menos laborioso, pueden utilizarlo los elfos, o al menos así parecen indicarlo las crónicas. Sin embargo, a la más poderosa y típica habilidad élfica la denominaré Encantamiento, por carecer de un término menos controvertible. El Encantamiento genera un Mundo Secundario accesible tanto al creador como al espectador, para mayor gozo de sus sentidos mientras se hallan inmersos en él; y en estado puro es artístico tanto en deseos como en designios. La Magia produce, en cambio, o pretende producir, una alteración en el Mundo Primario. No importa a quién se atribuya su práctica, hadas o mortales, aparece distinta de las otras dos manifestaciones; no es un arte, sino una técnica; desea el poder en este mundo, el dominio de las cosas y las voluntades.

La Fantasía aspira a igualar el buen hacer de los elfos, el Encantamiento, y cuando lo logra, es la manifestación del arte humano que más se le aproxima. En el fondo de muchas de las historias élficas escritas por el hombre yace, patente o encubierto, puro o amalgamado, el deseo de un arte subcreativo vivo, cumplido, que en el fondo es distinto por completo del afán egoísta de poder característico del simple mago, por mucho que aparentemente pueda ser semejante. Este deseo constituye la parte mejor de los elfos, aunque siga siendo peligrosa. Y de ellos es de quienes podemos aprender cuál es el anhelo y la aspiración íntima de la Fantasía humana, incluso aunque los elfos sólo sean (y más aún si lo son) un producto de esa misma Fantasía. Lo único que logran las falsificaciones es engañar este deseo, tanto si se trata de los inocentes aunque torpes trucos de los dramaturgos humanos como de los malintencionados fraudes de los magos. En este mundo el hombre no puede satisfacerlo, y el deseo se convierte así en imperecedero. Si no se lo corrompe, no busca engañar ni hechizar ni dominar; busca compartir el enriquecimiento, busca compañeros en la labor y en el gozo, no esclavos. A muchos la Fantasía, este arte subcreativo que le hace al mundo y a todo lo que en él hay sorprendentes trucos y combina nombres y redistribuye adjetivos, les ha parecido sospechosa, cuando no ilegítima. A algunos les ha resultado, como poco, una tontería infantil, algo que queda para la infancia de los pueblos o de las personas. Por lo que se refiere a su legitimidad, me limitaré a citar un corto párrafo de una carta que una vez escribí a alguien que tildaba a los mitos y cuentos de hadas de «mentiras». Para hacerle justicia añadiré que estuvo lo suficientemente amable y lo bastante equivocado como para calificar la labor de escribir cuentos como «dorar mentiras».

Muy señor mío —dije—. Aunque ahora exiliado,

el hombre no se ha perdido ni cambiado del todo;

quizá conozca la desgracia, pero no ha sido destronado,

y aún lleva los harapos de su señorío.

El Hombre, Subcreador, es la Luz refractada

como una astilla sacada del Blanco único

de mil colores que se combinan sin cesar

en formas vivas que saltan de mente en mente.

Aunque poblamos el universo y todos sus rincones

con elfos y trasgos y nos atrevimos a hacer dioses

y sus moradas con la sombra y la luz,

y aventamos semillas de dragones... era nuestro derecho

(bien o mal usado). Ese derecho sigue en pie:

aún seguimos la ley por la que fuimos hechos.

La Fantasía es una actividad connatural al hombre. Claro está que ni destruye ni ofende a la Razón. Y tampoco inhibe nuestra búsqueda ni empaña nuestra percepción de las verdades científicas. Al contrario. Cuanto más aguda y más clara sea la razón, más cerca se encontrará de la Fantasía. Si el hombre llegara a hallarse alguna vez en un estado tal que le impidiese o le privase de la voluntad de conocer o percibir la verdad (hechos o evidencias), la Fantasía languidecería hasta que la humanidad sanase. Si tal situación llegara a darse (cosa que en absoluto se puede considerar imposible), perecería la Fantasía y se trocaría en Enfermizo Engaño.

Porque la Fantasía creativa se basa en el amargo reconocimiento de que las cosas del mundo son tal cual se muestran bajo el sol; en el reconocimiento de una realidad, pero no en la esclavitud a ella. Sobre la lógica se fundamentó, por ejemplo, el absurdo que impregna las narraciones y los versos de Lewis Carroll. Si no fuésemos capaces de distinguir las ranas de los hombres, no habrían llegado a escribirse cuentos de hadas sobre reyes-rana.

Se pueden, claro, cometer excesos con la Fantasía. Se la puede utilizar mal. Se la puede aplicar a fines perversos. Puede, incluso, confundir las mentes de las que procede. Pero ¿de qué empresa humana en este mundo caído no se diría otro tanto? Los hombres no sólo han concebido a los elfos, sino que se han inventado dioses y los han adorado; han adorado incluso a los que la maldad de sus autores creó más deformes. Pero esos falsos dioses los han fabricado con otros materiales. Sus conocimientos, sus banderas, sus dineros, hasta sus ciencias y las teorías sociales y económicas han exigido sacrificios humanos. Abusus non tollit usum. La Fantasía sigue siendo un derecho humano: creamos a nuestra medida y en forma delegada, porque hemos sido creados; pero no sólo creamos, sino que lo hacemos a imagen y semejanza de un Creador.

Renovación, evasión y consuelo

P
or lo que respecta al envejecimiento, el de las personas o el del tiempo en que vivimos, acaso sea cierto que supone una merma de facultades, como a menudo se presume. Pero ésta es una idea sacada básicamente del simple estudio de los cuentos de hadas. De su análisis resulta una preparación tan perjudicial para escribirlos o para disfrutar con su lectura como lo sería el estudio de la evolución del teatro en todos los países y las épocas para escribirlo o disfrutarlo. El estudio puede ser desalentador. Es fácil que el estudioso piense que a pesar de todos sus esfuerzos no llega sino a reunir unas pocas hojas, muchas de ellas rasgadas o secas, del abundante follaje del Árbol de los Cuentos que alfombra la Arboleda de los Días. Parece un sin sentido aumentar los desechos. ¿Quién podría dibujar una nueva hoja? Hace ya tiempo que el hombre descubrió todo el proceso, desde el brote hasta la floración, y los colores todos que se suceden de la Primavera al Otoño. Aunque esto no es cierto. La semilla del árbol se puede replantar en casi todas las tierras, incluso en una tan contaminada por los humos (según Lang) como la de Inglaterra. La primavera, ciertamente, no pierde su hermosura porque hayamos visto u oído hablar de parecidos fenómenos: parecidos, pero nunca los mismos desde que el mundo es mundo. Cada hoja, sea de roble, fresno o espino, es una plasmación exclusiva del modelo y, para algunas, este año puede ser el de su plasmación, la primera vez que se las ve y se las reconoce, aunque los robles hayan estado dando hojas durante generaciones y generaciones.

No debemos, no tenemos que dejar de dibujar sólo porque todas las líneas tengan forzosamente que ser rectas o curvas ni de pintar porque sólo haya tres colores «primarios». Puede que seamos, sí, más viejos ahora en cuanto que hemos heredado el gozo y las enseñanzas de muchas generaciones que nos precedieron en las artes. Tal vez exista el peligro del aburrimiento en este legado de riqueza; o bien el anhelo de ser originales puede conducirnos a un rechazo de los trazos armoniosos, de los modelos delicados y de los colores «hermosos», o a la mera manipulación y a la elaboración excesiva, calculada y fría de los viejos temas. Pero la auténtica vía de evasión de esta apatía no habrá que buscarla en lo voluntariamente extraño, rígido o deforme, ni en presentar todas las cosas negras o irremisiblemente violentas; ni en la continua mezcolanza de colores para pasar de la sutileza a la monotonía, o en la fantástica complicación de las formas hasta rozar la estupidez y de ésta llegar al delirio. Antes de llegar a tales extremos necesitamos renovarnos. Deberíamos volver nuestra mirada al verde y ser capaces de quedarnos de nuevo extasiados —pero no ciegos— ante el azul, el rojo y el amarillo. Deberíamos salir al encuentro de centauros y dragones, y quizás así, de pronto, fijaríamos nuestra atención, como los pastores de antaño, en las ovejas, los perros, los caballos... y los lobos. Los cuentos de hadas nos ayudan a completar esta renovación. En este sentido, sólo si los sabemos

apreciar pueden ellos volvernos o mantenernos como niños.

La Renovación (que incluye una mejoría y el retorno de la salud) es un volver a ganar: volver a ganar la visión prístina. No digo «ver las cosas tal cual son» para no enzarzarme con los filósofos, si bien podría aventurarme a decir «ver las cosas como se supone o se suponía que debíamos hacerlo», como objetos ajenos a nosotros. En cualquier caso, necesitamos limpiar los cristales de nuestras ventanas para que las cosas que alcanzamos a ver queden libres de la monotonía del empañado cotidiano o familiar, y de nuestro afán de posesión. De todos los rostros que nos rodean, los de nuestros familiares son a la vez los que más dificultad presentan cuando con ellos se quieren hacer juegos de fantasía y los más arduos de contemplar con nuevo interés, percibiendo sus semejanzas y diferencias: percibiendo que todo son rostros y, sin embargo, rostros únicos. Esta cotidianeidad es el castigo por la «apropiación»: los objetos cotidianos o familiares (en el peor de los sentidos) son aquellos de los que nos hemos apropiado, legal o mentalmente. Decimos que los conocemos. Son como aquellas cosas que una vez llamaron nuestra atención por su brillo, su color o sus formas y que, ya en nuestras manos, encerramos con llave en el arca, las hacemos nuestras y, una vez poseídas, dejamos de prestarles atención.

Los cuentos de hadas, naturalmente, no son el único medio de renovación o de profilaxis contra el extravío. Basta con la humildad. Y para ellos en especial, para los humildes, está Mooreeffoc, es decir, la Fantasía de Chesterton. Mooreeffoc es una palabra imaginada, aunque se la pueda ver escrita en todas las ciudades de este país. Se trata del rótulo «Coffee-room», pero visto en una puerta de cristal y desde el interior, como Dickens lo viera un oscuro día londinense. Chesterton lo usó para destacar la originalidad de las cosas cotidianas cuando se nos ocurre contemplarlas desde un punto de vista diferente del habitual. La mayoría estaría de acuerdo en que este tipo de fantasía es ya suficiente; y en que siempre abundarán materiales que la nutran. Pero sólo tiene, creo yo, un poder limitado, por cuanto su única virtud es la de renovar la frescura de nuestra visión. La palabra Mooreeffoc puede hacernos comprender de repente que Inglaterra es un país harto extraño, perdido en cualquier remota edad apenas contemplada por la historia o bien en un futuro oscuro que sólo con la máquina del tiempo podemos alcanzar; puede hacernos ver la sorprendente rareza e interés de sus gentes, y sus costumbres y hábitos alimentarios. Pero no puede lograr más que eso: actuar como un telescopio del tiempo enfocado sobre un solo punto. La fantasía creativa, por cuanto trata de forma fundamental de hacer algo más — de recrear algo nuevo—, es capaz de abrir nuestras arcas y dejar volar como a pájaros enjaulados los objetos allí encerrados. Las gemas todas se tornarán flores o llamas, y será un aviso de que todo lo que poseíais (o conocíais) era peligroso y fuerte, y que no estaba en realidad verdaderamente encadenado, sino libre e indómito; sólo vuestro en cuanto que era vosotros mismos.

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