Cuando la guerra empiece (26 page)

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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

BOOK: Cuando la guerra empiece
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Capítulo 16

En la caja había otros dos documentos.

Uno era una carta de la madre de Imogen Christie. Decía así:

Querido señor Christie —«¡señor Christie!», comentó Lee; y yo le dije: «Es que en esa época eran muy formales»—: He recibido su carta fechada el 12 de noviembre. Entiendo que se encuentra en una posición difícil. Como sabe, siempre le he apoyado y he defendido su versión sobre la terrible muerte de mi querida hija y mi querido nieto como la única posiblemente verdadera, y siempre la he creído y he rezado fervientemente porque así fuera. Y me regocijé, como ya sabe, cuando el jurado le declaró inocente, porque creo que ha sido usted un hombre injustamente acusado, y que si el sistema no es capaz de hacer justicia en un caso como el suyo, yo reniego del sistema. Pero el jurado hizo lo único que podía hacer, a pesar de la sentencia del juez. Como usted también sabe, yo siempre me he aferrado a esa versión, y así la he transmitido de un confín del distrito al otro. No se me ocurre cómo podría haber hecho otra cosa. Ningún hombre, ni ninguna mujer tampoco, puede detener las habladurías, y, si son tan graves como usted dice y se viera obligado a abandonar el distrito, sería una vergüenza. Y es que no hay quien detenga a las mujeres cuando se ponen a rumorear, y lo digo a pesar de mi condición de mujer, porque así es el mundo y no cabe duda de que lo seguirá siendo. Y sepa usted que siempre será bienvenido bajo el techo de Imogen Emma Eakin.

Lo último era un poema, un poema sencillo:

En esta vida de coraje,

dos pilares sostienen mi fortaleza.

Ante los trances ajenos, gentileza,

ante los propios, coraje.

Después de leer aquello, Lee envolvió todo de nuevo en silencio y lo volvió a colocar en la caja. No me sorprendió que volviera a dejarla en la cavidad y que dejara caer la repisa encima. Sabía que no íbamos a dejarla allí para siempre, para que se descompusiera en pedazos y luego en polvo, pero en aquel momento había demasiadas cosas que asimilar, demasiado en que pensar. Abandonamos la cabaña en silencio, y con su silencio la dejamos.

A medio camino de vuelta por el arroyo, me volví para mirar a Lee, que iba chapoteando detrás de mí. Era prácticamente el único sitio en aquel fresco túnel de vegetación en el que podía estar de pie. Rodeé su cuello con mis brazos y lo besé apasionadamente. Tras un momento de estupor, cuando ya tenía los labios dormidos, él empezó a besarme también, apretando su boca con fuerza contra la mía. Allí estábamos, de pie en aquel arroyo frío, intercambiando besos apasionados. Yo exploré no solo sus labios, sino también su olor, el tacto de su piel, la forma de sus omóplatos, la tibieza de su nuca. Al cabo de un rato me solté y apoyé mi cabeza en su hombro, aun rodeándole con un brazo. Miré el agua fría correr, siguiendo su irremediable curso.

—Ese informe del juez de instrucción… —le dije.

—¿Sí?

—Antes estábamos hablando de la razón y las emociones.

—Sí. ¿Y?

—¿Alguna vez has visto a alguien hablar de emociones con tanta frialdad como en ese informe?

—No, no creo.

Me giré más, para apretar mi cara contra su pecho, y susurré: —Yo no quiero ser como ese juez.

—No. —Él me acarició el pelo, luego metió sus dedos en mi melena y me apretó la nuca suavemente, como dándome un masaje. Al cabo de unos minutos, dijo—: Salgamos de este arroyo. Me estoy congelando por segundos. El agua ya me llega hasta las rodillas, y cada vez está más profundo.

Yo solté una risita.

—Vamos rápido entonces. No quisiera que el agua te suba aún más alto.

De vuela en e1 claro, era evidente que algo había pasado entre Homer y Fi. Homer estaba sentado bajo un árbol, y Fi acurrucada contra él. Él estaba mirando a través del claro, hacia uno de los Escalones de Satán que se alzaba en la distancia. No estaban hablando, y cuando nos vieron se levantaron y se pusieron a dar vueltas, Homer más preocupado por las apariencias que Fi, a la que se veía más natural. Pero, al fijarme en ellos el resto de la tarde —no es que los espiara, solo tenía curiosidad por ver cómo se comportaban—, sentí que eran diferentes a nosotros. Parecían más nerviosos el uno con el otro, como niños de doce años en su primera cita.

Fi me explicó cómo había ido todo cuando nos escapamos un momento para cotillear.

—No se quiere nada —se quejó—. A cada cosa agradable que le digo, o hace como que no la ha oído o se quita mérito. ¿Sabes? —dijo mirándome con aquellos enormes ojos inocentes—, parece que tiene un problema con eso de que mis padres sean abogados y con que vivamos en una casa como la nuestra. Siempre está gastando bromas sobre la casa, sobre todo cuando fuimos allí la otra noche, pero en el fondo creo que para él no es ninguna broma.

—¡Ay, Fi! ¿Cómo has tardado tanto en darte cuenta?

—¿Por qué lo dices? ¿Es que él te ha dicho algo? —Enseguida se puso de los nervios, como solo ella sabe hacerlo. Yo estaba un poco entre la espada y la pared, pero quería proteger a Homer, y no quería delatar ninguna confidencia. Así que decidí hablar de una forma menos directa.

—Bueno, tu estilo de vida es muy distinto al suyo. Y ya sabes el tipo de tíos con los que siempre se ha juntado en el instituto. Estaría más a gusto en la cafetería que jugando al
croquet
con tus padres.

—Mis padres no juegan al
croquet.

—Ya, pero tú sabes a lo que me refiero.

—Ay, no sé qué hacer. Parece que no se atreve a decir nada por si me río de él o lo miro por encima del hombro. Como si alguna vez lo hubiera hecho. Me parece muy gracioso que se comporte así conmigo, con lo seguro que se lo ve con el resto de la gente.

Suspiré.

—Si pudiera entender a Homer, entendería a todos los tíos.

Estaba empezando a oscurecer, y teníamos que empezar a organizamos para una larga noche, que comenzaría con otra subida por los Escalones de Satán. Yo estaba cansada y no me apetecía mucho ir, sobre todo porque Lee no podía venir. La pierna seguía molestándole. Llegado el momento, anduve arrastrando los pies detrás de Homer y Fi, porque me sentía demasiado débil para quejarme —y porque pensé que me sentiría culpable si lo hacía—. Pero, poco a poco, la dulzura de la noche me reanimó. Empecé a respirar más profundamente y a percibir las silenciosas montañas que nos rodeaban. Era un sitio bonito, estaba con mis amigos y eran buenas personas, y estábamos lidiando bien con aquellas circunstancias difíciles. Había muchas cosas por las que sentirse mal, pero, de alguna manera, los periódicos que había leído en la cabaña del Ermitaño, y aquel bonito y largo beso con Lee, me habían dado una perspectiva más optimista de la vida. Sabía que no iba a durar, pero intenté disfrutarla mientras pudiera.

Al llegar al Land Rover, nos pusimos a construir un nuevo escondite para los vehículos, para que estuvieran más ocultos de la vista de cualquiera que pasara por el camino. No fue una tarea fácil, y al final tuvimos que contentarnos con un hueco entre unos árboles, como un kilómetro pendiente abajo. La principal ventaja era que para llegar hasta allí había que conducir por las rocas, con lo que no dejaríamos huellas, siempre y cuando los neumáticos estuvieran secos. Y el principal inconveniente era que tendríamos que andar más para llegar hasta el Infierno, que ya de por sí era un camino largo. Fi y Homer iban a esperar a los otros cuatro, que estaba previsto que llegaran sobre el amanecer, pero yo no quería dejar a Lee solo en el campamento toda la noche. Así que, por aquella caritativa razón y no otra, llené la mochila hasta arriba, cogí una bolsa de ropa, y, cargada como un burro, me puse en modo «tracción a las cuatro ruedas» y volví caminando al Infierno sola. Era casi media noche cuando me despedí de Fi y de Homer. Ellos dijeron que iban a echarse en la parte trasera del Land Rover para dormir unas horas mientras esperaban.

Eso era lo que decían que iban a hacer, claro.

La luna estaba bastante alta en el cielo cuando me fui. Las rocas se erguían, brillantes, a lo largo de la angosta cresta de la Costura del Sastre. De repente, un pajarillo salió volando de un árbol bajo que había frente a mí, dando un graznido y batiendo las alas. Los arbustos creaban siluetas que parecían duendes y demonios que esperaban para abalanzarse sobre mí. El camino se abría paso entre ellos de forma desordenada: si un sastre hubiera cosido aquello, debería de estar loco, o poseído, o ambas cosas. Las ramas blancas y muertas brillaban frente a mí como esqueletos, y mis pies hacían crujir la gravilla. Quizá debería haberme sentido asustada, andando por allí en la oscuridad. Pero no lo estaba, no podría estarlo. La fresca brisa nocturna acariciaba mi rostro todo el rato, y el olor de las acacias daba al aire un suave dulzor. Aquel era mi país; sentía como si hubiera brotado de aquel suelo, como los silenciosos árboles que me rodeaban, como las flexibles plantas de hojas minúsculas que festoneaban el camino. Quería volver con Lee, volver a ver su rostro serio y aquellos ojos marrones que me embelesaban cuando sonreían y me tenían en vilo cuando estaban serios. Pero también quería quedarme allí para siempre. Sentía que si me quedaba más rato, podría convertirme en parte del paisaje, en un árbol oscuro, retorcido y tragante.

Estaba andando muy despacio, con ganas de encontrarme con Lee pero no demasiado pronto. Apenas notaba el peso de las provisiones que cargaba. Recordé cómo hacía bastante tiempo —me parecían años— había pensado en aquel sitio, en el Infierno, y en cómo solo los humanos podían haberle dado ese nombre. Solo los humanos entienden de infiernos; de hecho, son expertos en la materia. Recordé haberme preguntado si los humanos serían el infierno. Por ejemplo el Ermitaño; fuera lo que fuera lo que había sucedido aquella terrible Nochebuena, si había cometido un acto de inmenso amor o de terrible maldad… En definitiva, aquel era el único problema: como humano, podía haber hecho lo uno, lo otro, o ambas cosas a la vez. Otras criaturas no tienen ese problema. Hacen lo que hacen y punto. Yo no sabía si el Ermitaño era un santo o un demonio. Lo que sí sabía era que, desde que dio aquellos dos tiros, parecía que tanto él como la gente de su entorno lo habían enviado al infierno; los demás lo habían desterrado, pero él también lo había hecho. No necesitaba atravesar las montañas hasta aquel rincón salvaje de calor, rocas y maleza: llevaba el infierno dentro, como nos pasa a todos, como una pequeña carga a nuestras espaldas que apenas notamos la mayor parte de las veces, o como una gran joroba de sufrimiento que nos doblega bajo su peso.

Yo también tenía las manos manchadas de sangre, como el Ermitaño, y al igual que no sabía si sus acciones habían sido buenas o malas, tampoco sabía si lo eran las mías. ¿Había matado por el amor de mis amigos, como parte de una noble cruzada para rescatarlos a ellos y a mi familia, para mantener libre nuestra tierra? ¿O había matado porque valoraba mi vida por encima de la de los demás? ¿Sería capaz de matar a otra decena de personas con el único fin de sobrevivir? ¿Y a cien? ¿Y a mil? ¿Hasta qué punto me había condenado a mí misma al infierno, si es que no estaba condenada ya? La Biblia decía: «No matarás», pero luego narraba cientos de historias de gente que se mataba y se convertía en héroes, como David con Goliat. Aquello no ayudaba mucho.

Yo no me sentía como una asesina, pero tampoco como una heroína.

Estaba sentada en una roca en lo alto del monte Martin pensando en todo aquello. La luna brillaba tanto que podía ver hasta el infinito. Los árboles y las rocas, incluso las cumbres de otras montañas, proyectaban enormes sombras negras en los prados. Pero no se veía a los diminutos humanos que avanzaban por el paisaje como insectos, cometiendo sus monstruosos y hermosos actos. Solo veía mi propia sombra, proyectada en la roca por la luna a mis espaldas. La gente, las sombras, el bien, el mal, el infierno: todo aquello eran nombres, etiquetas, nada más. Los humanos habían creado aquellos opuestos. La naturaleza no reconoce los opuestos. Ni siquiera la vida y la muerte son opuestos en la naturaleza: una es solamente la continuación de la otra.

Lo único que se me ocurría era confiar en mi instinto. En realidad, era lo único que tenía. Las leyes humanas, las leyes morales, las leyes religiosas, parecían artificiales y básicas, casi infantiles. Sentía dentro de mí aquel anhelo —que a menudo se quedaba en un mero impulso— de encontrar la manera de hacer lo correcto. Y en ese sentido, tenía fe. Lo llames como lo llames —instinto, conciencia, imaginación—, es como una necesidad de contrastar continuamente lo que hago con una especie de límites que llevo dentro; contrastar, contrastar y volver a contrastar. Quizá los criminales de guerra y los asesinos en serie hagan lo propio con esos límites y reciban así el empuje que necesitan para seguir adelante por el camino que han tomado. ¿Cómo podía saber yo si era diferente?

Me levanté y anduve lentamente por la cumbre del monte Martin. Aunque me estaba atormentando, tenía que vivir con aquella sensación. Sentía que si me mantenía cerca, si la agarraba y no la dejaba ir, podría conseguir sacarla, arrancarla de mi mente resentida. Y sí, se me ocurría una cosa en la que yo era diferente. Era una cuestión de seguridad en uno mismo. La gente que tenía pensamientos brutales y que actuaba de forma brutal —fueran racistas, sexistas o fanáticos— no parecían dudar nunca de sí mismos. Siempre estaban seguros de estar en lo cierto. Como la señora Olsen, del instituto, que castigaba más ella sola que todo el resto del equipo docente junto y que no paraba de quejarse de las normas del centro y de la «falta de disciplina de estos niños». O el señor Rodd, que vivía más abajo en nuestra misma carretera y que nunca mantenía a un jornalero más de seis semanas —había tenido catorce en los últimos dos años— porque según él todos eran unos vagos, unos estúpidos o unos insolentes. O el señor y la señora Nelson, que cada vez que su hijo hacía algo malo conducían cinco kilómetros y lo soltaban allí para que volviera andando a casa, y que, cuando tenía diecisiete años, lo echaron para siempre porque encontraron jeringuillas en su habitación. Aquella gente era a la que yo consideraba chunga. Y todos parecían tener una cosa en común: el absoluto convencimiento de que ellos tenían razón y los demás no. Casi envidiaba la fuerza de sus convicciones. Seguro que les hacía la vida mucho más fácil.

Quizá mi falta de confianza, mi enfermiza costumbre de preguntarme y poner en tela de juicio todo lo que decía o hacía, fuera un don, algo que hacía la vida dolorosa a corto plazo pero a largo plazo podría conducirme a… ¿a qué? ¿Al sentido de la vida?

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