Cuando la guerra empiece (23 page)

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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

BOOK: Cuando la guerra empiece
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—No, Lee, no quiero librarme de ti. No quiero librarme de nadie. Tenemos que seguir adelante, viviendo en este sitio como lo estamos haciendo durante Dios sabe cuánto tiempo.

—Sí, en este sitio —dijo él—. El Infierno. La verdad es que a veces parece un infierno. Como por ejemplo ahora.

Yo no entendía por qué hablaba así. Todo estaba sucediendo demasiado deprisa. Aquella era una conversación para la que no estaba preparada. Supongo que me gusta tener el control de las cosas, y Lee me había impuesto aquello en un momento y un lugar que yo no había elegido. Deseé que Corrie estuviera allí, para poder ir a contárselo. Lee estaba reaccionando de una forma tan intensa que me asustaba, pero al mismo tiempo yo sentía algo muy fuerte cuando él estaba cerca. Aunque no sabía lo que era. Siempre estaba un poco cohibida cuando él estaba cerca. Notaba la piel más caliente, lo miraba de reojo, dirigía mis comentarios a él para observar sus reacciones, y prestaba más atención a sus palabras que a las de cualquiera. Cuando él expresaba una opinión, me la tomaba con más interés que si por ejemplo se trataba de Kevin o de Chris. Por las noches pensaba mucho en él cuando estaba en mi saco de dormir, y como estaba pensando en él al quedarme dormida, solía soñar con él. Hasta tal punto que —y sé que esto suena un poco estúpido, pero es cierto —lo asociaba con mi saco de dormir. Cuando miraba a uno pensaba en el otro. Eso no significa necesariamente que lo quisiera a él dentro de mi saco, pero de algún modo en mi mente había empezado a asociarlos. De repente me encontré sonriendo pensando en aquello, y me pregunté qué cara pondría él si de repente pudiera leerme el pensamiento.

—¿Sigues pensando mucho en Steve? —me preguntó.

—No, en Steve no. Quiero decir que pienso en él igual que pienso en mucha otra gente, me pregunto si estarán bien y deseo que así sea, pero no pienso en él como tú te refieres.

—Entonces, si no he hecho nada que te haya molestado, y si tú ya no estás con Steve, ¿en qué sitio me deja eso a mí? —preguntó, empezando a irritarse—. ¿Es que te desagrado como persona?

—No —dije yo, en parte escandalizada por aquella idea, pero también un poco molesta por la forma en que me estaba coaccionando para tener una relación con él. Los chicos siempre hacen eso. Quieren respuestas definitivas (siempre que sean las respuestas que ellos quieren, claro), y están convencidos de que si insisten lo suficiente las conseguirán.

—Mira —le dije—. Siento no poder enumerarte una lista de mis sentimientos por ti, punto por punto y por orden alfabético. Pero es que no puedo. Estoy muy confusa. Lo que pasó aquel día en el pajar no fue un accidente. Claro que significó algo. Pero todavía no tengo claro el qué.

—Vale. Dices que no te desagrado —dijo lentamente, como si estuviera intentando atar cabos. No me estaba mirando, y se lo veía muy nervioso, pero estaba claro que estaba llegando a una pregunta importante—. Entonces, ¿significa eso que te gusto?

—Sí, Lee, me gustas mucho. Pero ahora mismo me estas volviendo loca.

Es curioso pensar la de veces que nos había imaginado manteniendo aquella conversación, y, ahora que la estábamos teniendo, no estaba segura de estar diciendo lo que quería decir.

—Me he fijado en que miras a Homer de una manera… especial desde que estamos aquí arriba. ¿Es que te mola?

—Si fuera así sería asunto mío.

—Porque a mí me parece que no te conviene.

—¡Jo, Lee, hoy estás insoportable! Quizá no deberías haber intentado apoyar la pierna todavía. Me parece que te ha debilitado el cerebro. Vamos a pensar que ha sido eso; o el calor, o algo, porque yo no te pertenezco, y no tienes ningún derecho a decidir lo que me conviene y lo que no me conviene. Y que no se te olvide.

Dicho eso, salí en estampida hacia el otro lado del claro, donde Fi y Homer habían estado cercando un corral para las gallinas. Las gallinas estaban allí, como en estado de choque, quizá de oírme con aquella rabieta; aunque lo más probable es que estuvieran preguntándose qué demonios hacían allí. Demonios, infierno, calor… cuántas coincidencias.

Me quedé un rato mirando a las gallinas, y luego volví a atravesar el claro hacia donde el arroyo se adentraba entre los arbustos y desaparecía en un oscuro túnel de maleza. Llevaba varios días pensando en explorar aquello un poco, por imposible e infranqueable que pareciera. Quizás aquel fuera el momento de hacerlo. Así se me pasaría un poco el mal rollo y me pondría a pensar en otra cosa. Además, parecía un sitio fresco. Me quité las botas, metí los calcetines dentro y me las até alrededor del cuello. Luego me incliné e intenté imitar a un wombat. Soy lo bastante flexible para eso, y además era la única forma de meterme bajo toda aquella vegetación. Utilicé el arroyo como camino, pero tenía la misma sensación que cuando vas por un túnel. La vegetación formaba una bóveda tan baja que me arañaba la espalda, a pesar de que casi estaba besando el agua. Hacía fresco —me pregunté si el sol llevaría años sin atravesar aquellas enredaderas—, y deseé no encontrarme con muchas serpientes.

El arroyo era más estrecho allí que en el claro, con un metro y medio de ancho aproximadamente por sesenta centímetros de profundidad. El fondo era de piedras, pero suaves y viejas, sin demasiadas aristas. De todas formas, hacía un tiempo que los pies se me estaban curtiendo. Había bastantes pozas oscuras que parecían muy profundas, así que las evité. El arroyo seguía barboteando, a su ritmo, sin inmutarse por mi avance. Llevaba mucho tiempo fluyendo por allí.

Lo seguí a lo largo de unos cien metros, aunque con bastante serpenteo. El comienzo de la excursión había sido agradable, supongo que como la mayoría, y esperaba que el final también lo fuera, pero la parte central se estaba volviendo un poco tediosa. Me dolía la espalda, y me había hecho arañazos bastante profundos en los brazos. Estaba empezando a sentir calor de nuevo. Pero la bóveda de maleza parecía ser cada vez más alta: por aquí y por allá los rayos de sol destellaban sobre el agua, y la frescura secreta de aquel túnel estaba dando paso al mismo calor seco que había en el claro. Me erguí un poco. Bastante más adelante, el arroyo parecía ensancharse unos diez metros antes de girar a la derecha y volver a desaparecer entre la maleza. Se abrió en un canal más espacioso, en el que las orillas ya no eran escarpadas. Se inclinaban suavemente hacia atrás, y pude ver la tierra negra, unas rocas rojas y algunos parches de musgo, en un rincón oscuro no mucho más grande que el salón de nuestra casa. Seguí avanzando hacia él, aún con la espalda inclinada. Había pequeñas florecillas azules esparcidas por la orilla. Al acercarme, pude ver un macizo de flores rosas en el fondo de un arbusto, alejado del arroyo. Volví a mirar y me di cuenta de que eran rosas. Mi corazón empezó a latir con fuerza, ¡Rosas! ¡En mitad del Infierno! ¡Pero eso era imposible!

Chapoteé los metros que faltaban hasta el punto en que las orillas empezaban a abrirse, y salí del arroyo hacia la roca musgosa. Asomándome por entre la frondosa vegetación, tuve que esforzarme por distinguir las sombras de lo sólido. La única certeza que tenía era aquel rosal, con sus flores captando suficiente luz a través de las zarzas para brillar como piezas de joyería. Pero entonces empecé a entender poco a poco lo que estaba viendo. Atravesada, había una larga línea horizontal de madera negra podrida, con un poste que hacía de soporte y el espacio oscuro de la entrada. Estaba viendo el armazón, cubierto de maleza, de una cabaña.

Me acerqué lentamente, caminando de puntillas. Era un lugar muy silencioso, y me inspiró un sentimiento de reverencia, como el que sentía en salón de mi abuela en Stratton, con aquellos muebles antiguos y pesados y las cortinas siempre corridas. Eran dos lugares totalmente distintos: uno, una cabaña abandonada y cubierta de maleza; el otro, una sobria casa antigua de arenisca. Pero los dos daban la impresión de haber dejado de estar vivos hacía mucho tiempo. A mi abuela no le habría hecho ninguna gracia que la compararan con un asesino, pero tanto ella como el hombre que vivía allí se habían apartado del mundo, habían creado su propia isla. Era como si hubieran cruzado al más allá, a pesar de seguir en la Tierra.

En la puerta de la cabaña, tuve que apartar un montón de enredaderas y ramas de zarza. No estaba muy segura de querer entrar allí. Era un poco como entrar en una tumba. ¿Y si el Ermitaño seguía allí? ¿Y si su cadáver estaba tirado en el suelo? ¿O si su espíritu seguía esperando para alimentarse del primer ser humano que atravesara aquella puerta? Había una atmósfera inquietante en aquella cabaña, en todo el lugar, que no era nada armoniosa ni agradable. Solo las rosas parecían aportar cierta calidez a aquel claro. Pero mi curiosidad era muy fuerte: me resultaba impensable haber llegado hasta allí y no seguir adelante. Me adentré en el oscuro interior y miré a mi alrededor, intentando definir las formas oscuras que veía, igual que había tenido que hacer antes para distinguir la cabaña de sus agrestes alrededores. Había una cama, una mesa y una silla. Poco a poco, los objetos más pequeños y menos evidentes se volvieron más claros a mi vista. Había un par de estantes en la pared, y a su lado una tosca vitrina, y un hogar con una tetera aún encima. En el rincón había una forma oscura que hizo que mi corazón se acelerase por un instante. Parecía una bestia durmiente o algo así. Avancé unos cuantos pasos y la inspeccioné. Parecía un baúl metálico, originalmente pintado en negro pero ahora descascarillado por el óxido. Todo lo demás estaba igual que aquel arcón: descomponiéndose. El suelo sobre el que me encontraba estaba cubierto de ramitas y terrones de arcilla de las paredes, y de restos de zarigüeyas y pájaros. La tetera estaba oxidada, el estante inferior torcido, y el techo plagado de telarañas. Pero hasta las telarañas parecían antiguas y muertas, colgando como el pelo de la señorita Havisham.

Para entonces, mis ojos se habían adaptado a la tenue luz. Me alivió comprobar que no había nadie en la cama, aunque sí los restos medio podridos de unas mantas grises. La propia cama estaba hecha de trozos de madera clavados entre sí, y aun así parecía bastante robusta. En los estantes solo había algunas ollas viejas. Volví a girarme para mirar la vitrina y me golpeé la cabeza con una fresquera que estaba colgada de una viga. Me di en toda la sien con la esquina.

—Joder —dije, frotándome con fuerza. Eso sí que había dolido.

Me arrodillé para mirar en el baúl. No parecía que hubiera en la cabaña nada más interesante de lo que ya había visto. Solo el interior del baúl permanecía oculto. Intenté levantar la tapa. Se resistía, atascada por la suciedad y el óxido, y tuve que tirar de ella y sacudirla para que se abriera unos centímetros. El metal rozaba contra el metal mientras forzaba la tapa, que se dobló tanto que nunca volvería a cerrarse limpiamente.

Mi primera reacción al mirar dentro fue de decepción. Había pocas cosas allí, un triste montoncito de objetos en el fondo del baúl. Casi todo eran recortes de papel. Saqué todo fuera y lo llevé al exterior para examinarlo con mejor luz. Había un cinturón de cuero trenzado, un cuchillo roto, un tenedor y varias piezas de ajedrez: dos peones y un caballo roto. Los recortes eran principalmente de periódicos viejos, aunque también había hojas de papel de carta y medio libro de tapa dura titulado
El corazón de las tinieblas
, de Joseph Conrad. Un gran escarabajo negro salió al abrir el libro, que cayó abierto por una bonita ilustración en color de una embarcación penetrando en la selva. En realidad eran dos libros en uno: había una segunda historia, titulada
Juventud
. Los demás papeles estaban demasiado sucios y gastados para tener algún interés. Parecía que la vida del Ermitaño iba a seguir siendo un secreto, incluso ahora, tantos años después de su desaparición.

Seguí husmeando durante otros diez minutos o así, dentro y fuera, sin encontrar gran cosa. Había otros intentos de cultivar flores: además de las rosas, había un manzano, unas margaritas blancas de un dulce aroma y un gran macizo de menta. Intenté imaginar a un asesino plantando y cultivando con esmero aquellas hermosas plantas; pero no lo conseguí. Supuse que hasta los asesinos tendrían que tener sus aficiones, y que debían de hacer algo con su tiempo libre. No podían pasarse toda la vida sentados pensando en sus asesinatos.

Al cabo de un rato, cogí el cinturón y el libro y me metí en el arroyo para volver, encorvada, por aquel túnel hasta el campamento. Fue un alivio emerger de nuevo a la luz del sol después de haber estado en aquel sitio lúgubre. Había olvidado el calor que hacía al sol, pero casi me alegré de sentir su feroz resplandor.

En cuanto aparecí, Homer se acercó dando zancadas.

—¿Dónde has estado? —me preguntó—. Estábamos preocupados.

Estaba bastante enfadado. Parecía mi padre. Daba la sensación de que había estado fuera más tiempo del que yo pensaba.

—He tenido un encuentro bastante íntimo con el Ermitaño del Infierno —contesté—. Pronto dirigiré una visita guiada; bueno, eso en cuanto haya encontrado las galletas de coco. Me muero de hambre.

Capítulo 15

Tras inspeccionar la cabaña del Ermitaño, seguimos trabajando por la tarde. Lee, que tenía menos movilidad, se centró en la organización, concretamente en un sistema de racionamiento de comida que nos permitiera aguantar hasta dos meses con las provisiones que teníamos —si teníamos la suficiente fuerza de voluntad para seguirlo a rajatabla—. Homer, Fi y yo preparamos unos cuantos caballones, y, cuando el largo día refrescó al fin, plantamos algunas semillas: lechugas, acelgas, coliflores, brócoli, guisantes y habas. No es que nos hiciera mucha ilusión pasarnos el resto de la vida comiendo aquellas cosas, pero como dijo Fi toda decidida, necesitábamos «comer sano», y con las habilidades culinarias de Lee, el brócoli podía convertirse en helado con trocitos de chocolate y la coliflor en una carroza real.

Había sido un día largo y caluroso y duro y agotador. Habíamos empezado desde muy temprano. Mi conversación con Lee tampoco es que hubiera hecho las cosas más llevaderas. Ahora había un poco de tensión entre nosotros, y yo odiaba aquella sensación, y también había tensión en general por los cortes que nos pegábamos los unos a los otros ya en las horas finales del día. La única excepción era Homer, que no le dio ningún corte a Fi. Se había metido conmigo, por la cantidad de agua que les estaba poniendo a las semillas de verduras, y con Lee, porque según él el fútbol era superior al rugby; en cuanto a Fi, quedó inmune a sus ataques. Aunque él no fue inmune a ella. Cuando agarró un enorme trozo de bizcocho de frutas —de la señora Gruber— y se lo comió, ella le bombardeó con palabras como «glotón», «egoísta» y «tragón». Homer estaba tan acostumbrado a que lo regañaran, que era como regañar a una roca por ser sedimentaria. Pero cuando Fi la tomó con él, se quedó allí, como un niño, ruborizado y mudo. Luego se comió el resto del trozo de bizcocho, pero no creo que lo disfrutara. Yo me alegré de que Fi no me hubiera visto con las galletas de coco.

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