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Authors: John Marsden

Tags: #Aventuras

Cuando la guerra empiece (30 page)

BOOK: Cuando la guerra empiece
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Había unos diez soldados y marchaban en doble fila, formando siluetas que se recortaban contra el cielo, más altos que nosotros porque estábamos entre los matorrales que había más allá de la cuneta. No sabía dónde estaban Fi y Homer, y esperé que no salieran de sopetón de entre la maleza. De pronto, casi se me paró el corazón al oír un rumor a cierta distancia a la izquierda, una agitación repentina. Los soldados reaccionaron como si alguien hubiera pulsado un botón en su espalda. Moviéndose rápidamente, se dispersaron en una amplia línea y se echaron al suelo. Entonces empezaron a arrastrarse sobre los codos, hacia donde estábamos Lee y yo, de forma que el más cercano estaba a pocos metros a nuestra izquierda. Toda la maniobra era de una eficacia espeluznante. Al parecer, aquellos eran los soldados profesionales que había mencionado el señor Clement.

Un instante después, una linterna gigante, cuya luz se abría camino a través de la noche, empezó a explorar los matorrales. Seguimos su avance con la vista, corno si nos hubiera atrapado. Y entonces la luz vaciló, se detuvo, se concentró, y vi lo que en realidad había captado. Un gazapo, muy joven, agachado hasta el suelo, con su cabecita mirando a derecha e izquierda, olisqueando el resplandor blanco que lo rodeaba. Se oyeron risas procedentes de la carretera. Percibí la relajación que se produjo entonces. Los hombres empezaron a ponerse en pie. Oí un fusil amartillándose, unos comentarios, y seguidamente una fuerte y violenta explosión. El conejo se convirtió de pronto en pequeños fragmentos de carne, desparramados sobre el suelo y las rocas, y un trozo de pelaje se quedó estampado en un tronco de árbol. Ninguno bajó al terraplén. Eran solo soldados aburridos divirtiéndose. La luz se apagó, la patrulla recuperó su formación y siguió enfilando la carretera como un oscuro cocodrilo.

Solo cuando ya no se veían ni se oían, y cuando Fi y Homer aparecieron, me permití el lujo de temblar descontroladamente.

Cuando al final nos metimos en el conducto, avanzamos como caracoles, más que como cocodrilos o como soldados, arrastrándonos en silencio. No sé los demás, pero yo podría haber dejado fácilmente un reluciente rastro detrás de mí, un rastro de sudor.

Nos quedarnos allí cerca de una hora y, en ese espacio de tiempo, solo vimos un pequeño convoy. Lo encabezaban dos coches blindados, seguidos por media docena de jeeps, media docena de camiones y finalmente otros dos coches blindados. También vimos una segunda patrulla: un camión con un foco instalado en el techo de la cabina y una ametralladora en la parte de atrás. No era un sistema muy inteligente, porque pudimos verlo desde muy lejos, con la luz que peinaba el campo, a un lado y a otro. Tuvimos tiempo suficiente para zambullirnos en la vegetación y mirar escondidos detrás de los árboles. No me habría gustado estar en el lugar de los soldados, en ese camión, porque eran un objetivo fácil para guerrilleros potenciales. Igual era señal de que no había mucha actividad de guerrilla por esa zona. Pero, mientras esperaba detrás de mi árbol a que hubiera pasado el camión, me sorprendió e incluso me alarmó un poco darme cuenta de hasta qué punto estaba empezando a pensar como un soldado. Si estuviéramos subidos a un árbol con fusiles, pensé, y una persona disparara al foco y los otros fueran por el artillero… O mejor aún, si una persona disparara por delante al parabrisas para neutralizar a los de la cabina…

Satisfechos con nuestra «misión de reconocimiento», nos adentramos más en la vegetación para hablar. Todos coincidíamos en que era peligroso y seguramente inútil quedarnos más tiempo allí. Miramos a Homer para que nos diera ideas sobre qué hacer a continuación.

—¿Y si subimos al Heron? —preguntó—. Quiero echarle un vistazo a una cosa.

El Heron era el río local, así llamado en honor a Arthur Chesterfield Heron, la primera persona que se asentó en el distrito. La mitad de las cosas de Wirrawee, incluido el instituto, tenían su nombre. El río se desbordaba de vez en cuando, de modo que su lecho era ancho y arenoso, y el agua en sí serpenteaba libremente sobre él. Un largo y viejo puente de madera, de casi un kilómetro, atravesaba el Heron justo a las afueras del pueblo. El puente era demasiado estrecho e inseguro para la carretera y, más o menos una vez al año, se alzaban voces que clamaban por que se construyera uno nuevo, pero al final nunca se hacía nada. Cerrarlo durante una temporada habría sido un gran trastorno, y el desvío que habría que tomar para llegar al pueblo habría sido largo e incómodo. Entretanto, el puente era una especie de atracción turística: no había mucha demanda de postales de Wirrawee, pero las pocas que había mostraban el puente o bien el monumento conmemorativo o el nuevo centro deportivo.

Debajo del puente, a lo largo de ambas orillas del río, estaban el terreno de acampada y el camino panorámico. Lo de «panorámico» era de risa; era simplemente una carretera que pasaba por la rotonda, las barbacoas y la piscina, y después seguía hasta los jardines florales. Pero era allí adonde nos quería llevar Homer, y allí nos fuimos todos. Bueno, todos menos uno. Lee ya se había ganado el jornal. Le dolía la pierna y estaba sudando. Me di cuenta de lo agotado que estaba cuando lo dejamos sentado bajo un árbol y le dijimos que esperara allí, y él apenas protestó; cerró los ojos y ya no se movió. Le di un beso en la frente y lo dejé allí, confiando en que a la vuelta pudiéramos encontrar otra vez el árbol.

Extremamos las precauciones al acercarnos al puente, ya que supusimos que estaría muy vigilado. Era claramente el punto más vulnerable de la carretera, y supongo que por eso Homer tenía tantas ganas de verlo. Llegarnos allí dando un rodeo, campo a través, pasando por los cultivos de los Kristicevic. Me pregunté cómo estaría mi amiga Natalie Kristicevic mientras picoteaba tirabeques de sus huertos. Me alegré de poder comer algo de verdura fresca, aunque Fi se pusiera nerviosa con el ruido que hacía al mordisquear las vainas.

Desde la plantación de maíz teníamos una buena panorámica del puente y del terreno de acampada. Vimos las oscuras siluetas de los soldados caminando a lo largo del puente. Parecía haber seis, cuatro montando guardia en un extremo mientras los otros dos patrullaban a intervalos regulares. Llegó otro convoy, y los centinelas se reunieron al final del puente, observándolo. Uno tenía una carpeta sujetapapeles y anotaba algo en ella, tal vez el número de vehículos. Mientras uno hablaba con los conductores, los demás parecían registrar los camiones por debajo. Estuvieron un buen rato así. Después, los vehículos más grandes cruzaron lentamente el puente, dejando bastante distancia entre uno y otro. Estaba claro que no tenían mucha fe en el mítico puente de Wirrawee.

A eso de las cuatro de la madrugada recogimos a Lee y nos retirarnos a nuestro escondite, que era una caseta situada en la propiedad de los Fleet y que alquilaban a turistas de la ciudad. Estaba en un lugar bastante aislado y discreto, por lo que supusimos que era seguro. Fi se ofreció voluntaria para hacer la primera guardia; los demás nos desplomamos rendidos en las camas y dormimos a pierna suelta.

No fue hasta media tarde que tuvimos la energía necesaria para hablar de tácticas. Estaba claro que Homer había dedicado un rato largo a pensar en el puente, porque fue directo al grano.

—Tenemos que volarlo —dijo con ojos brillantes.

La última vez que había visto sus ojos brillar así fue en el instituto, cuando me dijo que había aflojado todos los tornillos del atril de la directora en el salón de actos. Si volar el puente iba a terminar creando un desastre tan grande como el de aquel día, que no contara conmigo.

—Vale —le dije, siguiéndole la corriente—, ¿y cómo vamos a hacerlo?

Con ojos más encendidos que nunca, nos lo explicó.

—Lo que hizo Ellie con el tractor cortacésped me ha dado la idea —dijo—. La gasolina es la forma más sencilla y efectiva de hacer explosiones, así que he estado pensando en cómo podríamos repetir lo que hizo Ellie, pero a mayor escala. Y, evidentemente, la versión más grande que existe de un cortacésped es un camión cisterna. Lo que tenemos que hacer es encontrar uno lleno de gasolina, aparcado debajo del puente, en el camino panorámico, y después hacerlo explotar. Será un buen petardo.

Se hizo un silencio sepulcral. Tenía un montón de preguntas, pero no tenía aliento suficiente para formularlas. Para empezar, sabía quién conduciría el camión cisterna.

—¿De dónde sacaremos el camión? —preguntó Fi.

—De Curr's.

Curr's era el distribuidor local de la gasolina Blue Star. Venían a nuestra propiedad una vez por semana para llenar nuestro depósito. Era un negocio importante, con una flota de camiones cisterna bastante grande. Esa parte era sin duda posible. De hecho, podría ser la parte más fácil de todo aquel plan de locos.

Homer interrumpió mis pensamientos. Me había preguntado algo.

—¿Qué?

—Te preguntaba si conducirías un vehículo articulado.

—Supongo que sí. Debe de ser parecido a conducir el camión de casa cuando teníamos puesto el remolque. La pregunta es ¿cómo demonios voy a llevarlo bajo el puente, salir y volarlo con los soldados del puente mirando, saludando y haciendo fotos?

—Ningún problema.

—¿Ningún problema?

—Ninguno.

—Ah, vale —repliqué—. Pues como ya está todo arreglado, ya puedo relajarme.

—Escuchad —dijo Homer—, mientras anoche ibais hacia Wirrawee con los ojos cerrados, yo me fijé en un par de cosas. Por ejemplo, ¿qué queda más allá del puente, en dirección a la bahía de Cobbler?

Homer estaba convirtiéndose a marchas forzadas en los profesores que siempre había despreciado.

—No lo sé, díganoslo usted —dije, siguiéndole el juego.

—La propiedad de los Kristicevic —dijo Fi, siguiéndole el juego un poco mejor.

—¿Y al otro lado?

—Solo prados —contestó Fi.

Todos estábamos mirando a Homer, esperando a que sacara el conejo de la chistera.

—No son solo prados —dijo, ofendido—. Típico de los del pueblo. Uno de los ranchos más famosos del distrito, y lo llamáis «solo prados».

—Hum —dije, haciendo memoria—. Esa es la propiedad de los Roxburgh. El rancho Gowan Brae de vacas hereford.

—Sí —dijo Homer con tono enfático. Yo todavía no veía ninguna conexión, por mucho que me esforzara.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer? ¿Adiestrar a las vacas para que tiren del camión hasta dejarlo bajo el puente? ¿O provocar la explosión con metano? Si encontramos una vaca que lleve suficiente tiempo muerta para haberse hinchado, podemos hacerle un agujero en el costado y encender una llama con el gas. Lo he visto hacer alguna vez.

—Escuchad —dijo Homer—. Os diré lo que he visto. En el prado que hay pegado a la carretera, el señor Roxburgh tiene un rebaño de vacas, todas ellas magníficas. Son un montón, pero es un buen prado y es suficiente para todas. Ahora, poneos en el lugar de un joven soldado en el extranjero que está vigilando un puente largo y estrecho, es muy tarde de noche y está esforzándose por permanecer despierto y alerta. Y de pronto oye un ruido y, cuando se gira, hay un centenar o así de cabezas de hereford corriendo en estampida hacia él, a toda leche. Unas cincuenta toneladas de vacuno, surgiendo de la oscuridad a sesenta o setenta kilómetros por hora. ¿Qué haríais en su lugar?

—Correr —contestó Lee enseguida.

—No, no haríais eso —dijo Homer.

—No, no haríamos eso —repetí, pensativa—. Demasiadas vacas, y vendrían demasiado rápido.

—¿Entonces, qué haríais? —volvió a preguntar Homer.

—Echar a correr hacia los parapetos. Y seguramente nos refugiaríamos detrás. Cosa que es bastante fácil en ese viejo puente de madera.

—¿Y en qué dirección miraríais? —preguntó Homer.

—A las vacas —respondí, más lentamente.

—Justo. Ya está todo dicho —dijo Homer, y entonces se reclinó y se cruzó de brazos.

Los demás lo miramos: tres personas poniendo en orden pensamientos que iban en tres direcciones distintas.

—¿Cómo obligas a las vacas a hacer lo que quieres? —preguntó Fi.

—¿Cómo escapamos después? Con esto no puedo correr lejos —dijo Lee, señalando su pierna vendada.

Yo no tenía preguntas. Sabía que los detalles podían pulirse. Era un plan muy arriesgado, pero también muy brillante.

Homer contestó en primer lugar la pregunta de Lee.

—En moto —dijo—. Llevo tiempo pensando que, para ser una guerrilla efectiva, deberíamos hacernos con unas motos todoterreno y desplazarnos campo a través y no por carretera. Seríamos más ágiles y escurridizos. Luego, llevaré al ganado a la carretera utilizando mis inigualables técnicas de vaquero. Lo he hecho ya de noche. Da buen resultado; de hecho, en cierto modo es mejor. Así las vacas recelan menos. Si es una noche lo bastante clara, que debería serlo, ni siquiera hay que utilizar luces, porque las pone demasiado nerviosas. Así pues, yo las sacaría, y entonces Lee y yo las azuzaríamos, si él se ve capaz. Podríamos utilizar una aguijada eléctrica, por ejemplo, y tal vez un bote de aerosol y una caja de cerillas. En el instituto me la cargué por fabricar un lanzallamas con eso, pero sabía que algún día me sería útil. Un fogonazo en el lomo y las tienes corriendo hasta el amanecer. Cuando hayan salido en estampida a la carretera, nos adentraremos en la oscuridad y escaparemos con las motos.

»Siempre parece que me escaqueo haciendo las tareas menos peligrosas —se disculpó, volviéndose hacía nosotras—. Pero creo que tenemos que hacerlo así. Ellie es nuestra mejor conductora, y la necesitaremos para el camión cisterna. Y como Lee está demasiado cojo para correr, no sirve para ir de copiloto, porque los dos tendrán que salir por piernas. Yo soy el que tiene más experiencia con el ganado.

Homer se quedaba corto: era un fiera con el ganado. Pero no había terminado de hablar.

—Ahora os digo cómo funcionaría. Lo que he pensado es que tú podrías robar un camión cisterna y bajarlo al puente en tramos lentos, mientras Fi te acompaña a pie, comprobando a cada esquina que no haya moros en la costa y haciéndote señales para que sigas. Luego lo escondes en ese rincón, al lado de las boleras, bien cerquita del puente. Esperaremos a que pase un convoy, momento en que por lo visto los soldados pasan al extremo de la derecha del puente, y así también ganaremos un buen lapso de tiempo hasta que llegue el siguiente convoy. Después sacaremos a las vacas a la carretera y las haremos huir en estampida. Cuando lleguen a un extremo del puente, puedes colocar el camión debajo del otro extremo. A lo mejor podrías ir en punto muerto con el motor apagado. Allí hay bastante pendiente. Luego te bajas y vas dejando un reguero de gasolina hasta llegar a una distancia segura. Eso es mejor que lo haga solo una de las dos, de manera que si una se salpica la ropa, pueda alejarse antes de que la otra meta fuego a la gasolina. Cuando hayáis prendido la llama, salís cagando leches hacia las dos motos que habremos dejado escondidas en un rincón. Y os vais de allí. ¿Qué os parece? Simple, ¿eh? Podéis llamarme genio.

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