La vida de Elli y sus amigos era de lo más tranquila en un pueblecito australiano, hasta que deciden irse unos días de acampada para celebrar su último verano de instituto en un páramo llamado Infierno. Desde allí, mientras disfrutan de idílicos días se dan cuenta de un tráfico aéreo de aviones de guerra un tanto inquietante. Cuando vuelven a casa sus familias han desaparecido, los animales muertos,
una fuerza extranjera ha tomado el territorio y todo elpaís está en guerra. El grupo de jóvenes, liderado por Ellie, decide convertirse en una de las pocas resistencias libres que quedan en la ciudad.
John Marsden
Cuando la guerra empiece
Ya nada será igual
ePUB v1.0
Wertmon27.08.12
Título original:
Tomorrow, when the war began
John Marsden, 2011.
Traducción: Daniel Cortés
Editor original: Wertmon (v1.0)
ePub base v2.0
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Ellie y su grupo de amigos deciden tomarse unos días de sus vacaciones para realizar un viaje de acampada, así que deciden aventurarse a ir donde nadie se ha atrevido: al Infierno.
Dicho lugar, pese a se nombre, es una vertiente rodeada de acantilados, lleno de vegetación y vida salvaje.
Todo marcha bien durante sus días y parecen ajenos al mundo fuera de allí. Una noche, algunos son despertados por sonidos de aviones, muchos aviones. Aquello solo les hace pensar que es parte de la celebración que se llevaría a cabo en la ciudad.
Pero al regresar, se encuentran en una ciudad desierta, sin luz, sin teléfono, sin radio ni ningún otro medio de comunicación.
Entonces comienzan a atar cabos y se dan cuenta que su país se encuentra en guerra.
Sabiendo eso, solo tienen tres opciones: huir, entregarse o luchar.
Ellos ya tomaron una decisión.
Versión cinematográfica dirigida por Stuart Beattie.
Solo ha pasado media hora desde que alguien —Robyn, si no me equivoco— ha sugerido que lo pusiésemos todo por escrito, y solo veintinueve minutos desde que me han encomendado esa tarea. Y durante ese lapso de tiempo, todos se han agolpado a mi alrededor, observando la página en blanco y vociferando sus sugerencias e ideas. ¡Vamos, chicos! ¡Largaos! No conseguiré acabar nunca. Ni siquiera sé por dónde empezar. Además, no hay quien pueda concentrarse con tanto alboroto.
Vale, eso está mejor. Les he pedido que me dejen tranquila un rato y Homer ha respaldado la iniciativa, así que, por fin, se han ido y puedo pensar con más claridad.
No sé si seré capaz de hacerlo. Ya podría haberlo dicho antes. Sé por qué me han elegido a mí: parece que soy la que mejor redacta de todo el grupo. Pero no basta con saber redactar. Hay pequeños detalles que lo complican todo, como sacar a la luz los sentimientos, las emociones.
Bueno, ya lidiaremos con eso cuando llegue el momento. Si es que llega. Habrá que esperar a ver lo que sucede.
Estoy sentada en el tronco de un árbol caído, junto al arroyo. Es precioso. No se trata de un viejo árbol podrido y roído por la carcoma, sino de uno joven con un suave tronco de color rojizo y unas hojas que todavía tienen algo de verdor. No sé por qué se habrá venido abajo —parece muy sano—; quizá crecía demasiado cerca del agua. Se está bien aquí. No es más que una charca de unos diez metros de largo por tres de ancho, aunque es más profunda de lo que parece. En el centro, el agua te llegaría por la cintura. Hay pequeñas y constantes ondas concéntricas formadas por los insectos que se deslizan sobre la superficie. Me pregunto dónde descansarán. Y cuándo. ¿Cerrarán los ojos cuando duermen? ¿Cómo se llamarán? Esos atareados, anónimos e insomnes insectos…
A decir verdad, escribo sobre la carca solo para eludir lo que me han encargado hacer. Me comporto como Chris, siempre inventándose excusas para no hacer lo que no le apetece. Ojo, no es que vaya a echarme atrás. Les he dado mi palabra.
Espero que a Chris no le importe que me hayan elegido a mí en vez de a él para hacer esto. Lo cierto es que se le da muy bien escribir. Lo he visto algo dolido, puede que incluso un poco celoso. Sin embargo, él no estuvo aquí cuando todo empezó, con lo cual no habría servido para esto.
Bueno, será mejor que en lugar de lavarme las manos, me ponga manos a la obra. Solo hay una manera de hacerlo: relatar lo ocurrido por orden cronológico. Sé que es importante para nosotros plasmarlo todo en el papel. De ahí que nos entusiasmara tanto la sugerencia de Robyn. Es de vital importancia. Poner por escrito lo que nos ha pasado es nuestro modo de afirmar que somos importantes, que significamos algo. Que hemos conseguido cambiar el curso de las cosas. No sé hasta qué punto, pero un cambio es un cambio. Y escribirlo quizá permita que alguien nos recuerde. Y, de verdad, eso es lo único que nos importa. Ninguno de nosotros aspira a convertirse en una pila de huesos blanquecinos, a dejar este mundo de modo inadvertido, anónimo. Y lo que es peor, sin que nadie sepa nada ni aprecie los riesgos que hemos corrido.
Eso me hace pensar que tal vez deba escribir esto como quien escribe un libro de historia, en un lenguaje muy serio, formal. Lo que pasa es que soy incapaz de hacer algo así. Cada cual tiene su manera de hacer las cosas y esta es la mía. Si no les gusta a los demás, tendrán que buscar a otra persona.
De acuerdo, allá vamos.
Todo empezó cuando. Qué gracia me hacen estas palabras. La gente las utiliza sin tener ni idea de qué significan. ¿Cómo situar el punto en el que algo se inicia? Todo comenzó cuando naciste. O incluso antes, cuando tus padres se casaron. Y por qué no, cuando ellos mismos vinieron al mundo. O, ya que estamos, cuando los seres humanos salieron chapoteando de una sopa fangosa, viscosa, perdieron las aletas y se irguieron sobre sus piernas. Tanto da, no importa, porque lo que nos sucedió a nosotros sí tuvo un comienzo bien definido.
Fue así: todo empezó cuando Corrie y yo dijimos que queríamos pasar unos cuantos días de acampada en el monte, después de Navidad. Lo decidimos sin más, casi a modo de guasa, después de decir algo como: «Oye, ¿a qué molaría…?». Solíamos ir a acampar a menudo, desde que éramos unas crías. Llenábamos de gasolina los depósitos de las motos e íbamos río abajo, dormíamos al raso, bajo las estrellas, o, en las noches más frías, bajo una lona colocada entre dos árboles. De modo que sabíamos lo que hacíamos. A veces nos acompañaba alguien, que solía ser Robyn o Fi. Nunca chicos. A esa edad, crees que tienen el cerebro de un mosquito y ni siquiera te fijas en ellos.
Hasta que creces.
Parece mentira, pero ahí estábamos hace unas pocas semanas, repantigadas frente a la televisión, viendo algún bodrio y hablando sobre las vacaciones. Corrie dijo:
—Hace siglos que no vamos al río. Hagámoslo.
—Vale. Oye, ¿y si le pido el Land Rover a mi padre?
—Vale. Oye, ¿y si avisamos a Kevin y Homer?
—¡Eso, eso! ¡Que vengan los chicos! Aunque dudo que nos dejen nuestros padres.
—Nunca es tarde. Merece la pena intentarlo.
—Vale. Oye, si conseguimos el Land Rover, podríamos ir más lejos. ¿Sabes lo que molaría? Subir hasta la Costura del Sastre y adentrarnos en el Infierno.
—Sí, vale. Vamos a preguntarlo.
La Costura del Sastre es una cresta que lleva desde el monte Martin hasta Wombegonoo. Es rocosa y muy estrecha, y ciertos tramos son bastante empinados. Sin embargo, es transitable, e incluso en algunos puntos uno se puede resguardar de la intemperie. Las vistas son impresionantes. Se puede ascender en coche casi hasta la cumbre, cerca del monte Martin, por una antigua pista forestal difícil de encontrar: se ha visto tragada por la vegetación. El Infierno es una caldera llena de rocas, árboles, zarzamoras, maleza, dingo y wombats que se sitúa en la otra vertiente de la Costura. Es un lugar salvaje y nunca he visto a nadie llegar hasta allí. Y eso que solía acercarme al borde de las escarpaduras para contemplarlo desde arriba. Por lo que sabía, no había ninguna ruta de acceso hasta allí abajo: los acantilados que lo circundan son espectaculares y llegan a alcanzar varios cientos de metros de altura. Hay una serie de pequeños precipicios llamados Escalones de Satán cuyos remates acaban dentro. Pero, créeme, si eso son escalones, la Gran Muralla de China es, por así decirlo, la valla de mi casa. Si existía un acceso posible, la clave debía de estar en esos despeñaderos. Yo siempre quise intentarlo. Los lugareños contaban historias sobre el Ermitaño del Infierno, un hombre que fue acusado de asesinato y, según decían, llevaba años viviendo allí. Se rumoreaba que se había cargado a su mujer y a su hijo. Por mucho que quise creer en su existencia, siempre me costó tragarme el cuento. No dejaba de dar vueltas a preguntas incómodas como: «¿Y cómo es que no acabaron colgándolo, como hicieron con tantos otros criminales en aquella época?». En cualquier caso, seguía siendo una buena historia y albergaba la esperanza de que fuese cierta. Bueno, no los asesinatos, pero al menos sí la existencia de un ermitaño.
En fin, el caso es que fue así como empezó todo, como se planeó la excursión. Nada más tomar esta decisión algo fortuita, nos pusimos a organizarlo todo. Lo primero que debíamos hacer era convencer a nuestros padres de que nos dejasen ir. No es que no confíen en nosotras, pero tal y como lo expuso mi padre: «Eso es mucho pedir». Dilataron el asunto. No nos dijeron que no, sino que se pusieron a sugerir otras cosas que podíamos hacer. Supongo que la mayoría de los padres opera del mismo modo. No quieren enzarzarse en una discusión, así que proponen otras alternativas que les agradan más y con las que esperan convencerte. «¿Por qué no vais al sitio de siempre, cerca del río?» «¿Por qué no les pedís a Robyn y Meriam que os acompañen en vez de a los chicos?» «¿Por qué no vais en moto? ¿O a caballo? Una acampada a la vieja usanza será mucho más divertido».
El concepto que mi madre tenía de la diversión consistía en sentarse a hacer mermelada para la sección de conservas de la feria de Wirrawee, así que no era ninguna autoridad en la materia. Me siento algo rara escribiendo cosas como estas, teniendo en cuenta por todo lo que hemos pasado. Aun así, prefiero ser sincera a ponerme sentimental.
Por fin llegamos a un acuerdo que, al fin y al cabo, no estuvo nada mal. Podíamos coger el Land Rover siempre y cuando fuera yo quien lo condujese, pese a que Kevin tenía el carné de conducir y yo no. Sin embargo, papá sabe que soy buena conductora. Teníamos permiso, además, para subir a la cima de la Costura del Sastre. Accedieron también a que invitásemos a los chicos a condición de que viniera más gente: no menos de seis y no más de ocho. Eso es porque mis padres pensaban que con un grupo grande se reducía la probabilidad de que nos montásemos una orgía. Tampoco lo admitieron abiertamente —alegaron que era por nuestra seguridad—, pero los conozco demasiado bien.
Y sí, no me tiembla la mano a la hora de escribir la Z, la C y la O de «los conozco», para que nadie interprete mal mis garabatos y lea «los conocía».
Tuvimos que prometer que no beberíamos alcohol ni fumaríamos, y que los chicos tampoco lo harían. Aquello me hizo pensar en cómo los adultos hacen que crecer sea tan difícil. Dan por sentado que harás alguna locura a la menos oportunidad. Es más, a veces son ellos mismos los que te meten malas ideas en la cabeza. Dudo que nos hubiésemos molestado en comprar priva o tabaco. Entre otras cosas porque es demasiado caro y, después de Navidad, todos andamos bastante pelados. Pero lo más gracioso es que cuando nuestros padres creen que estamos haciendo alguna locura, siempre resulta que están equivocados; mientras que cuando piensan que somos unos santos, tampoco suelen acertar. Por ejemplo, jamás tuvieron el menor ápice de sospecha sobre lo que podía pasar en los ensayos para las obras de teatro del instituto y, no obstante, yo pasaba el tiempo con Steve desabrochando botones y cinturones hasta que volvíamos a abrocharlo todos a la desesperada cuando el señor Kassar empezaba a gritar: «¡Steve! ¡Ellie! ¿Ya están otra vez? ¡Que alguien me traiga una palanca para separarlos!».