Pues sí, encontrar la cabaña había sido lo más interesante que había pasado en toda la tarde.
Fi se había cambiado a mi tienda mientras Corrie no estaba, y aquella noche, cuando nos acostamos, me dijo:
—Ellie, ¿qué voy a hacer con Homer?
—¿Te refieres a lo de que le gustas?
—¡Sí!
—Hum, eso es un problema.
—Ojalá supiera qué hacer.
Aquella era mi especialidad. Resolver la vida sentimental de mis amigos. Cuando acabara el instituto, pensaba dedicarme a ello profesionalmente: abriría un negocio en el que la gente pudiera venir a contarme sus problemas con sus novios y sus novias. Qué pena que yo no fuera capaz de resolver los míos.
Rodé hasta colocarme de manera que pudiera ver la carita de Fi en la oscuridad. Sus grandes ojos estaban abiertos de par en par por la preocupación.
—¿A ti te gusta?
—Por algún sitio teníamos que empezar.
—Sí, creo que sí. La verdad es que en el instituto no me gustaba, porque hay que reconocer que era un poco burro. Si alguien me hubiera dicho que acabaría gustándome, le habría pagado el taxi para ir al psiquiatra. Era tan inmaduro.
—Ya te digo, ¿te acuerdas de la guerra de agua en la fiesta de Halloween?
—Ay, no me lo recuerdes.
—Pero, si ahora te gusta, ¿qué es lo que te frena?
—No lo sé. Eso es lo más difícil. No sé si me gusta tanto como yo a él, eso para empezar. Sería horrible empezar con él una relación y que él diera por hecho que mis sentimientos son tan intensos como los suyos. No creo que nunca llegara a gustarme tanto. Es que es tan.
No se le ocurría ninguna palabra para terminar la frase, así que lo hice yo.
—¿Tan griego?
—¡Sí! Ya sé que nació allí y eso, pero es que sigue siendo muy griego en lo que se refiere a las chicas.
—¿Y a ti te importa que sea griego, o medio griego, o lo que quiera que sea?
—No, no, me gusta. Tiene morbo.
La palabra «morbo» sonaba muy rara en boca de Fi. Era tan fina que no solía usar palabras así.
—¿Y eso es lo que te frena, el no sentir algo tan fuerte como lo que siente él?
—Más o menos. Siento que tengo que mantener las distancias con él para que no se lance. Es como construir una presa a contracorriente para que el agua no arrase un pueblo. Yo soy el pueblo, y construyo la presa comportándome con él como si tal cosa.
—Puede que eso esté encendiendo aún más su pasión.
—¿Tú crees? Nunca lo había pensado. Qué complicado es esto. —Bostezó—. ¿Tú qué harías en mi situación?
Aquella era una pregunta difícil, porque, en cierto modo, yo también estaba en su situación. De hecho, eran mis sentimientos por Homer los que me frenaban de lanzarme con Lee. Ya me habría gustado naufragar en una isla desierta con dos tíos y que los dos me gustaran. Pero oír a Fi hablar de «morbo» me hizo darme cuenta de que lo de Homer era algo bastante físico. No quería pasarme horas hablando con él sobre la vida; quería pasarme horas con él emitiendo sonidos animales, como suspiros y gruñidos, en plan: «¡más fuerte!» o «¡vuelve a tocarme ahí!». Pero con Lee era diferente. Me fascinaban sus ideas, cómo veía él las cosas. Cuanto más hablaba con él, más sentía que podría ver la vida de otra manera. Era como si pudiera aprender de él. Yo no sabía mucho sobre la vida, pero cuando miraba su cara y sus ojos era como mirar el océano Atlántico. Quería saber lo que podía encontrar allí, los secretos tan interesantes que él conocía.
En respuesta a la pregunta de Fi, me limité a decir:
—No lo tengas en vilo demasiado tiempo. A Homer le gustan las emociones fuertes. Le gusta ir al grano. Digamos que no es el tío más paciente del mundo.
—Entonces, ¿crees que deberías intentarlo? —dijo ella tímidamente.
—«Es mejor haber amado y perdido que nunca haber amado». Si lo intentas y no sale, ¿qué habrás perdido? Pero si él pierde el interés, y al final no tienes nada con él, te pasarás el resto de tu vida pensando en lo que podría haber pasado.
Fi se quedó adormilada, pero yo me quedé despierta escuchando los sonidos de la noche, la brisa en los árboles calientes, los aullidos de los perros salvajes en la distancia, el graznido ocasional y ronco de algún pájaro. Me pregunté cómo me sentiría si Fi se enrollara con Homer. Ni yo misma me podía creer que de repente Homer me gustara tanto. Había sido mi vecino, como un hermano durante mucho tiempo. Intenté pensar en cómo eran las cosas hacía un mes, un año, cinco años, cuando era solo un niño. Intenté recordar cuándo se volvió atractivo, o por qué no me había fijado en él antes, pero no descubrí gran cosa intentando recordar cómo era en aquel entonces. Era como si se hubiera metamorfoseado. De la noche a la mañana se había vuelto sexy e interesante.
Un perro volvió a aullar, y empecé a pensar en el Ermitaño. Quizás aquel aullido era él regresando a su casa profanada, buscando a las personas que habían entrado sin permiso en su refugio secreto. Me acerqué más a Fi, bastante asustada. Había sido raro encontrar aquella pequeña cabaña, tan hábilmente escondida. El Ermitaño debía de odiar mucho a la gente para tomarse tantas molestias. En cierto modo, yo había esperado que fuera un sitio lleno de energías malignas y satánicas, como si se hubiera pasado allí años celebrando misas negras. ¿Qué clase de hombre podría hacer algo como lo que él había hecho? ¿Cómo pudo seguir adelante con su vida? Pero la cabaña no parecía tan maléfica. Había en ella una atmósfera difícil de definir. Era un sitio triste e inquietante, pero no maléfico.
A medida que el sueño se apoderó de mí, me dediqué a mi ritual nocturno, uno que realizaba últimamente todos los días, sin importar lo cansada que estuviera. Era una especie de película que pasaba por mi cabeza todas las noches. En la película, veía a mis padres en su vida diaria. Me aseguraba de ver sus caras todo lo posible, y me los imaginaba en todo tipo de situaciones cotidianas: a papá tirando balas de paja a las ovejas, esperando al volante a que yo abriera la verja, maldiciendo mientras ajustaba las correas del tractor, con sus pantalones de trabajo en los días de laboreo. Y a mamá en la cocina: era muy cocinillas; puede que el feminismo la hubiera vuelto más directa, pero no había cambiado mucho sus actividades. Me la imaginaba buscando sus libros de la biblioteca, recogiendo patatas, hablando por teléfono, maldiciendo mientras encendía la estufa de gasóleo y jurando que mañana mismo la cambiaría por una eléctrica. Y nunca lo hizo. Decía que la conservaba porque, cuando empezáramos a alojar turistas para estancias de turismo rural, les parecería muy pintoresco. Aquello me hizo sonreír.
No tenía claro si lo que estaba haciendo era sentirme mal intentando sentirme bien al pensar en mis padres, pero era mi forma de mantenerlos vivos en mis pensamientos. Tenía miedo de lo que podría pasar si dejaba de hacerlo, si les dejaba desvanecerse como se estaban desvaneciendo mis pensamientos para dar paso al sueño. Normalmente solía pensar en Lee también, más o menos a la misma hora. Me imaginaba abrazándolo, con su suave piel morena y sus labios firmes. Pero aquella noche estaba demasiado cansada, y ya había pensado bastante en él durante el día. En lugar de eso, me quedé dormida y soñé con él.
Los dos días con Homer, Fi y Lee habían prometido ser interesantes, y así estaban resultando ser. De hecho, casi eran demasiado interesantes: estaban empezando a hacer mella en mis emociones. Teníamos los nervios a flor de piel, y nos preguntábamos cómo lo estarían llevando los demás. Pero el martes amaneció más fresco, y acabó siendo un día refrescante en la mayoría de los sentidos. También fue un día intrigante. Un día que nunca olvidaré.
Habíamos acordado volver a madrugar. Yo había observado que, cuando más tiempo pasaba en el Infierno, más nos acomodábamos a los ritmos naturales, acostándonos cuando anochecía y levantándonos al amanecer. Aquella no era la rutina que teníamos en casa, ni por asomo. Pero poco a poco empezamos a acostumbrarnos a ella sin darnos cuenta. Y no fue tan fácil. Muchas veces nos quedábamos despiertos hasta bien entrada la noche y encendíamos un fuego para cocinar algo para el día siguiente, o simplemente para prepararnos una taza de té —más de uno echábamos de menos el té durante el día—, pero enseguida la gente empezaba a bostezar y a tirar los posos para volver a sus tiendas.
Cuando aún hacía frío y humedad aquella mañana del martes, nos reunimos alrededor del fuego extinto, hablando de vez en cuando y escuchando las suaves voces de las urracas y el murmullo sorprendido de las gallinas. Nos tomamos nuestro desayuno frío habitual. Ahora, la mayoría de noches solía poner frutas secas a remojar, en un cazo bien cerrado para que las zarigüeyas no pudieran cogerlas. Por la mañana la fruta estaba jugosa y sabrosa, y nos la tomábamos con muesli u otros cereales. Fi solía tomársela con leche en polvo, también reconstituida la noche anterior para que estuviera lista por la mañana. En nuestra visita a la casa de los Gruber habíamos mangado algunos tubos más de leche condensada, pero no duraron mucho: somos tan ansiosos que nos los fundimos en un solo día.
Nuestra principal tarea por la mañana consistía en conseguir leña. Queríamos hacer una pila grande y luego camuflarla. Puede que parezca extraño con toda la maleza que nos rodeaba, pero era difícil encontrar leña, porque la maleza era muy densa. Y había que hacer mucha otras cosas: cortar la madera, cavar zanjas de drenaje alrededor de las tiendas, cavar un nuevo váter —ya habíamos llenado el primero— y hacer paquetes bien sellados de comida para esconderlos por la montaña, como había sugerido Homer. Como aún no podía moverse bien, a Lee le tocó esta última tarea, así como fregar los platos y limpiar los fusiles.
El plan era trabajar duro la mayor parte de la mañana, hacer un descanso después de comer, y por la noche salir a traer más provisiones del Land Rover. Y conseguimos hacer muchas cosas antes de que el día se volviera lo suficientemente cálido para ralentizarnos. Conseguimos una pila de leña de aproximadamente un metro de alto por tres de ancho, más una pila de astillas aparte. Cavamos las zanjas y el váter, y luego montamos un gallinero un poco mejor. Es alucinante todo el trabajo que pueden sacar adelante cuatro personas, comparado con lo que mi padre y yo podíamos hacer. Pero me preocupaba que siguiéramos dependiendo tanto de las provisiones que traíamos en los vehículos. Aquella era una solución a corto plazo. Incluso cultivando nuestras propias verduras, y con las gallinas, distábamos mucho de ser autosuficientes. Suponiendo que tuviéramos que estar allí tres meses… o seis… o dos años. Era difícil de imaginar, pero muy posible.
A la hora de la comida, cuando los otros dos estaban ocupados, Lee me dijo en voz baja:
—¿Tú me enseñarías la cabaña del Ermitaño esta tarde? Yo estaba sorprendida.
—Pero ayer, cuando fui con Homer y Fi… tu dijiste que la pierna.
—Sí, lo sé. Pero hoy la he podido mover un poco. La tengo bastante mejor. Además, ayer estaba mosqueado contigo.
Yo sonreí.
—Vale, te llevaré. Haré de Robyn y te llevaré a cuestas si hace falta.
Aquel día debía de haber algo en el aire, porque cuando les dije a los otros dos que si Lee tenia la pierna mejor estaríamos fuera una o dos horas, Homer le lanzó un discreto guiño a Fi. Creo que Fi debió de haberle dado esperanzas a Homer por la mañana, porque no era un guiño tipo «Ohhhh, Lee y Ellie juntos», sino más bien tipo «Qué bien, vamos a poder pasar un rato juntos». Fueron muy cucos. Estoy segura de que, aunque no les hubiéramos dado la oportunidad, se habrían inventado cualquier trola para irse por su cuenta. Aquello me puso celosa, y deseé poder cancelar nuestro chapoteo para quedarme allí de carabina. En el fondo no quería que Homer y Fi estuviesen juntos.
Pero no había nada que pudiera hacer. Estaba atada de pies y manos. Aproximadamente a las dos, salí en dirección al arroyo con Lee cojeando a mi lado. El camino se me hizo sorprendentemente corto esta vez, porque ya sabía cómo recorrerlo e iba más segura, y porque Lee se podía mover mejor de lo que había esperado. El agua borboteaba, refrescante, y nosotros nos limitábamos a fluir con ella.
—Es el mejor camino —comentó Lee—, porque así no dejamos huellas.
—Hum. Al otro lado del Infierno están el río Holloway y Risdon —dije yo—. Debe de haber una forma de llegar desde aquí. Sería interesante descubrirlo, quizás siguiendo el arroyo.
Llegamos a la cabaña, pero parecía que la prioridad de Lee era hablar. Se sentó en un tronco bastante húmedo que había junto al arroyo.
—Voy a descansar un poco la pierna —dijo.
—¿Te duele?
—Un poco. Pero es de volver a usarla. Creo que el ejercicio me vendrá bien. —Hizo una pausa—. Oye, Ellie, no te he dado las gracias como es debido por venir a sacarme aquella noche del restaurante. Os comportasteis como unos héroes. Os la jugasteis por mí. No se me dan muy bien los discursos emocionales, pero no lo olvidaré en mi vida.
—No pasa nada —dije, un poco incómoda—. Ya me diste las gracias. Además, tú habrías hecho lo mismo por nosotros.
—Siento lo de ayer —dijo él.
—¿Qué es lo que sientes? Dijiste lo que querías decir. Dijiste lo que pensabas. Y eso es más que lo que hice yo.
—Pues dilo ahora.
Yo sonreí.
—Quizá debería. Aunque la verdad es que no tenía pensado decir nada más. —Me quedé reflexionando un instante, y decidí lanzarme. Estaba nerviosa, pero era emocionante—. Vale. Creo que voy a decirte lo que pienso, pero recuerda que eso no significa que sea lo que realmente pienso, porque ni siquiera sé lo que pienso.
Él gruñó.
—Ay, Ellie, qué complicada eres. Aún no has empezado a hablar y ya tengo un nudo en el estómago. Esto es igual que ayer.
—Pero ¿quieres que sea sincera o no?
—Vale, vale, sigue, que yo intentaré mantener mi presión sanguínea controlada.
—Está bien. —Después de decir aquello, no sabía muy bien por dónde empezar—. Lee, tú me gustas, mucho. Me pareces un chico interesante, divertido, inteligente, y tienes los ojos más bonitos de todo Wirrawee. Lo que pasa es que no estoy segura de que me gustes en el sentido que tú sabes. Aquel día en el pajar, mis sentimientos me jugaron una mala pasada. Pero hay algo en ti, no sé qué, que me pone un poco nerviosa. Nunca he conocido a nadie como tú. Y hay una cosa que me preocupa: imagínate que empezáramos a salir y que no funcionara. Aquí estamos los siete, bueno no, los ocho, viviendo en este sitio remoto, en una época extraña, mientras el mundo entero se vuelve del revés, y aun así nos llevamos bastante bien… la mayor parte del tiempo. Y no soportaría estropear eso solo porque de repente nos peleáramos y decidiéramos que no queríamos volver a vernos, o porque nos diera vergüenza estar en el mismo sitio. Sería horrible. Sería como Adán y Eva peleándose en el jardín del Edén. O sea, ¿con quién hablarían entonces? ¿Con el árbol? ¿Con la serpiente?