Authors: James Lowder
—No me siento muy bien —comentó Vangerdahast en voz baja. Sacudió la cabeza para despejarse y añadió—: Me repondré enseguida. Supongo que sólo es cansancio.
Una nube de humo apareció por el este, más o menos al mismo tiempo que Azoun veía a los otros jinetes. Por la bruma gris azulada flotando por debajo de las nubes, el rey comprendió que se aproximaban al campamento tuigano. Después de cruzar otros dos altozanos, Azoun y la comitiva se encontraron a la vista del enorme campamento.
Las yurtas se levantaban a ambos lados de la carretera. Miles de hogueras lanzaban delgadas columnas de humo, que después se unían para formar la nube azul que Azoun había visto antes. Corrales con caballos y ovejas salpicaban el campo, al parecer sin orden ni concierto entre los alojamientos de las tropas. Los nombres formaban grupos o iban de un lado a otro a caballo. El centro de la actividad se encontraba cerca de una gran yurta blanca ubicada al costado del camino.
El emisario calvo detuvo su caballo y esperó a que el rey llegara a su lado antes de reanudar la marcha.
—Éste es nuestro campamento, Azoun de Cormyr. Yamun Khahan nos espera.
Ésta era la primera vez que Azoun estaba cerca del emisario, y ahora advirtió que no era un tuigano. Las facciones no sólo eran distintas sino que pertenecían a la raza oriental.
—¿Cómo es que sois el portavoz del Khahan? —le preguntó el rey—. No sois tuigano.
—En otros tiempos era ciudadano de Khazari, una tierra sometida ahora al gobierno del Khahan —respondió el hombre, con un tono un tanto nostálgico—. Me llamo Koja y en la actualidad soy el gran historiador de Yamun Khahan. —Hizo una reverencia—. El Khahan me envió a recibiros porque yo os conocía de antes, en el consejo de Semfar, cuando todavía era un emisario del príncipe Ogandi de Khazari.
Azoun recordó aquel encuentro que había señalado el comienzo de los problemas con los tuiganos. Hacía más de un año que los países de Faerun y Kara-Tur se habían reunido en Semfar para discutir los ataques de los tuiganos a las caravanas que atravesaban las estepas entre las dos grandes potencias. Habían asistido delegaciones de numerosos países, y Khazari era una de las menos importantes.
—No tiene nada de particular que no me recordéis, majestad —comentó Koja con una sonrisa amable—. Mi aporte a las discusiones fue muy pequeño. —Hizo una pausa e indicó a los jinetes que se adelantaran. Los tuiganos partieron al galope—. Pero os recuerdo muy bien. Incluso mencioné vuestro discurso ante el consejo cuando conocí al Khahan.
—¿Mi discurso? —preguntó Azoun, sorprendido.
—Sí —respondió Koja—. Vos hablasteis después de que Chanar Khan interrumpiera la reunión. Chanar nos informó que el Khahan reclamaba un impuesto sobre todas las caravanas, y que deseaba ser reconocido como soberano de todos nosotros, pero vos contestasteis que…
—… que Yamun Khahan no recibiría ni una onza de oro de Cormyr —acabó el rey—. También le pedí que comunicara al Khahan que no era el soberano de todo el mundo.
—Yamun Khahan no lo ha olvidado —dijo Koja, con una nota de advertencia muy disimulada.
—¿Por eso asesinaron a mi emisario? —exclamó Azoun, que sofrenó su caballo—. ¿Por algo que dije hace más de un año?
—Desde luego que no —se apresuró a responder Koja. Desvió la mirada para contemplar a un grupo de medio centenar de soldados que corrían hacia ellos. Miró otra vez al monarca con una sonrisa—. Vuestro emisario no hizo honor a nuestras costumbres e insultó a Yamun en su propia tienda. Fue castigado de acuerdo con la ley tuigana.
Vangerdahast, que dormitaba en la silla, se despertó bruscamente cuando la comitiva se detuvo. Thom tendió una mano para ayudarlo a sostenerse.
—Vangy —susurró—, ¿os encontráis bien?
El viejo hechicero levantó una mano como si fuera a responder a la pregunta; de pronto puso los ojos en blanco, se deslizó de la silla y cayó al suelo sin conocimiento.
Azoun se volvió en el acto, y los guardias cormytas desenvainaron las espadas y formaron inmediatamente un círculo alrededor del monarca. Pero Koja, que estaba junto a Azoun, gritó:
—No tiene sentido luchar. Hay centenares de soldados apostados en el camino que os cerrarán el paso.
—Vangy está vivo —anunció Thom, que, arrodillado junto al cuerpo del hechicero, lo protegía de los cascos de los caballos.
—Si creéis que esto detendrá al ejército os equivocáis —le dijo Azoun a Koja, al tiempo que lo amenazaba con la espada.
—Por favor, alteza —le rogó Koja con las manos extendidas—. Tenéis la palabra del Khahan que garantiza vuestra seguridad. De haber sabido que el viejo era un hechicero, os habría advertido sobre este lugar.
Los soldados cormytas miraron a Azoun, a la espera de sus órdenes. Los cinco tuiganos vestidos de negro que vigilaban a los cruzados también habían desenvainado las armas, y observaban a los occidentales con una sonrisa de oreja a oreja en los rostros llenos de cicatrices.
—¿Qué queréis decir con «este lugar»?
—Escogimos acampar aquí porque es muy parecido a la zona donde se alza Quaraband, la capital tuigana en las estepas. Este lugar está muerto para la magia —contestó el portavoz. Señaló a los cuatro puntos cardinales—. Todo el campamento está en una zona donde la magia no funciona. Por eso el hechicero está enfermo.
Azoun, con la mirada puesta en los soldados que avanzaban desde el campamento, comprendió que era inútil luchar. Con Vangerdahast incapacitado para protegerlos con hechizos de cualquier tipo, él y sus hombres serían masacrados. El rey masculló una maldición y ordenó a los guardias que guardaran las armas.
Koja soltó un suspiro de alivio y se apeó para ayudar a Thom, que intentaba poner a Vangerdahast atravesado sobre la montura.
—No corréis ningún peligro, alteza —dijo con su tono más sincero—. El Khahan es un hombre de palabra.
Mientras cabalgaban una vez más hacia la yurta del Khahan, esta vez rodeados por cincuenta guardias, Azoun y el bardo intercambiaron una mirada de preocupación. Y, aunque no podían saberlo, ambos pensaban una misma cosa. El monarca y el bardo rogaban que lord Rayburton se hubiera tomado alguna licencia literaria en su descripción de los tuiganos como unos salvajes irredentos.
—¿Más té, su alteza? —ofreció Koja. Azoun asintió cortésmente, y el khazari le llenó la taza con el té salado—. Lo prefiero hecho al estilo shou —comentó el historiador con un tono ligero—. Le añaden trozos de mantequilla.
—Éste no está nada mal —replicó Azoun, y bebió un trago. No tenía el mismo gusto que el té con leche y azúcar, pensó, pero desde luego se podía beber.
El rey y el portavoz tuigano estaban sentados en una pila de almohadones de colores brillantes en una yurta, que, según le había informado Koja, era el nombre que daban los tuiganos a los pabellones. Hecha de fieltro, la tienda olía a moho después de las últimas lluvias. El interior estaba en penumbra, ya que la única fuente de luz era una lámpara colgada del poste central. No había ningún adorno, excepto unos pequeños ídolos de fieltro colgados encima de la entrada.
—¿Estáis seguro de que Vangerdahast se repondrá? —le preguntó Azoun, dejando la taza en el suelo de tierra e inclinándose hacia adelante. Aunque parecía querer enfatizar la pregunta con el lenguaje corporal, lo que buscaba era estirar la espalda dolorida. No estaba acostumbrado a permanecer sentado con las piernas cruzadas durante horas, y le dolían todos los músculos.
—Sí, su alteza —respondió Koja sin impacientarse, aunque ya había contestado antes a la misma pregunta—. Se le pasará el malestar, y, cuando el mago abandone la zona, recuperará todos los poderes.
Azoun suspiró y se echó hacia atrás con un gemido apenas audible que Koja, al parecer, no escuchó. Después, como había ocurrido varias veces en las últimas dos horas, reinó el silencio en la yurta.
Sin embargo, el rey no se relajó, pues los ruidos en el exterior de la silenciosa y oscura tienda lo mantenían alerta. Los gritos de los soldados tuiganos y los sonidos de las herrerías donde fabricaban y reparaban las armas recordaban al monarca cormyta que se encontraba rodeado de enemigos.
Nadie lo había amenazado desde la llegada al campamento tuigano; todo lo contrario. Koja y los khanes que Azoun había conocido hasta el momento lo habían tratado con respeto, incluso con deferencia. Y, mientras el rey era conducido a la yurta de Yamun Khahan, los sanadores de las tribus, vestidos con máscaras de pájaros y bestias, se ocupaban de atender a Vangerdahast. Como le habían negado el acceso a la yurta de Yamun, Thom se había ido con el hechicero. No obstante, el rey comprendió que el comportamiento tan educado de Koja sólo tenía la intención de impresionarlo.
El grueso de la tropa tuigana había mostrado escaso interés en la comitiva real y, en unos pocos casos, un abierto desdén. La mayoría había continuado con sus asuntos: limpiar las armas y los equipos, comer o charlar alrededor de las hogueras donde preparaban sus comidas. Al menos en la superficie, el campamento tuigano no se diferenciaba mucho del campamento de la cruzada, y no se parecía en nada al espantoso lugar descrito por lord Rayburton en las crónicas de sus viajes. Sin embargo, el rey no era tan tonto como para creer en las similitudes aparentes. Había centenares de detalles que marcaban una clara diferencia entre ambos campamentos, que iban desde la utilización del estiércol en las hogueras a los violentos castigos que los khanes imponían con mucha frecuencia y públicamente a los infractores.
La diferencia más importante que Azoun observaba entre sus tropas y las tuiganas resultaba un poco más difícil de precisar, aunque sin duda era la que establecía más claramente la distinción entre los campamentos. Por el libro de Rayburton, el rey reconoció algunos de los centenares de estandartes repartidos por el campo, puntos de encuentro para los diversos clanes bárbaros. A pesar de la dispersión por tribus, el campamento tuigano daba una sensación de unidad, mientras que el de la Alianza sólo albergaba a unas tropas que poco o nada tenían en común. En el ejército de Azoun, a los orcos no los querían en ninguna parte, y los sembianos y mercenarios no eran bienvenidos en otras. Asimismo, los cormytas se reunían con los suyos, y los hombres de Los Valles hacían otro tanto.
La unidad de propósito y una confianza despreocupada impregnaba a las tropas tuiganas. «¿Por qué no? —pensó Azoun mientras acababa el té—. Yamun Khahan ha llevado al ejército de victoria en victoria.»
Las primeras dudas fundamentadas empañaron la visión del rey de la cruzada. Se rascaba la barbilla, enfrascado en sus reflexiones, cuando se abrió la solapa de la tienda y la luz del sol iluminó el interior. Azoun vio entrar a un hombre de espaldas anchas, vestido con una armadura. Koja saludó al recién llegado y después se volvió hacia el rey cormyta.
—Su majestad —dijo con una leve sonrisa—, éste es Yamun Khahan, Ilustre Emperador de Todos los Pueblos.
Azoun se levantó en el acto. El Khahan observó al rey por un momento, valorando abiertamente al oponente, y le dijo algo a Koja en tuigano sin apartar la mirada del monarca cormyta.
—El Khahan desea que os sentéis —tradujo Koja. Señaló los almohadones donde había estado Azoun—. Este encuentro no os ocupará demasiado tiempo.
Azoun hizo lo que le pedían, pero se preguntó por qué el Khahan lo había hecho esperar durante casi dos horas. Mientras el líder tuigano cruzaba la tienda en dirección a un banco de madera, sin desviar la mirada del rey ni por un instante, Azoun concluyó que la espera, al igual que la reunión, era una especie de prueba. Desde luego, estaba enfadado por la espera, pero no permitiría que Yamun se diera cuenta.
El Khahan se sentó en el banco sin decir palabra. Azoun le devolvió la mirada al tiempo que él también valoraba al rival. La débil luz de la lámpara acentuaba el aspecto feroz de Yamun Khahan. Los pómulos prominentes y la nariz ancha y chata proyectaban unas sombras muy oscuras sobre el resto de la cara. A pesar de las sombras, Azoun vio la larga cicatriz serrada que, desde el puente de la nariz, le cruzaba la mejilla hasta la parte inferior de la mandíbula. Una segunda cicatriz, mucho más vieja, le deformaba el labio superior en lo que parecía un gesto de desprecio. Los ojos eran oscuros y límpidos.
Llevaba el pelo teñido de rojo recogido en trenzas, que le llegaban a las hombreras plateadas de una coraza de oro, esculpida con la forma de los músculos. La faldilla de cadena reflejaba la luz de la lámpara, pero las botas, gruesas y agrietadas, contrastaban con la elegancia del atuendo. El barro que las cubría caía en gruesas gotas sobre la alfombra mugrienta que servía de suelo.
El Khahan volvió a mirar a Azoun y le sonrió, aunque el labio deformado dio al gesto un aire de amenaza. Gritó algo en tuigano, y Azoun deseó haber aprendido un poco más de la lengua gutural o tener al bardo a su lado.
Otros dos tuiganos entraron en la yurta y se sentaron en el suelo, uno a cada lado del Khahan. Por las armaduras y el porte, el rey cormyta los tomó por generales.
—Éste es Chanar Ong Kho, ilustre comandante del flanco izquierdo —anunció Koja con toda formalidad, señalando con la mano abierta al hombre sentado a la izquierda del Khahan.
Chanar Khan miró a Azoun con un gesto feroz; después descargó el pellejo que llevaba sobre el hombro y lo dejó a los pies del Khahan. El rey reconoció en el general al mismo hombre que había interrumpido el consejo de Semfar para presentar las exigencias del líder tuigano. En aquel entonces, Chanar mandaba a diez mil hombres. Azoun se preguntó cuántos más tendría ahora a sus órdenes. Koja señaló al hombre a la derecha de Yamun.
—Éste es Batu Min Ho, ilustre comandante del flanco derecho. —Este general saludó de inmediato a Azoun con una reverencia tan profunda que casi tocó el suelo con la frente. Cuando Batu Min Ho volvió a erguirse, el rey advirtió que el general, tal como sugería el nombre, era un shou. Batu tenía los ojos oscuros y muy separados sobre los pómulos anchos y altos, y la nariz chata, pero las facciones mostraban una delicadeza que faltaba en las de Chanar y Yamun.
—Decidle al Khahan y a los generales que es un honor conocerlos —manifestó Azoun al tiempo que devolvía la reverencia de Batu Min Ho—. He escuchado muchas cosas notables sobre sus proezas militares.
Koja repitió las palabras del rey. Chanar soltó una risotada, y Batu se limitó a asentir al cumplido. Yamun permaneció en silencio, pero echó el tronco hacia adelante y apoyó un codo sobre la rodilla. Las correas de la armadura crujieron con el esfuerzo. Señaló a Azoun sin prisas y le preguntó algo. El monarca entendió algo de lo dicho, aunque esperó la traducción de Koja antes de contestar.