Marqué el número del busca personas de Marino y le dije que iba de camino hacia casa. Después de dejar el coche en el garaje, fui directamente al porche y recogí el periódico.
Una fotografía de Frank Donahue sonreía en primera plana. Los titulares rezaban: «ASESINADO EL ALCAIDE DE LA PENITENCIARÍA DEL ESTADO.» Debajo venía un segundo artículo ilustrado con la fotografía de otro funcionario estatal: yo. En esencia, el artículo venía a decir que las balas extraídas de los cadáveres de Eddie Heath y de Susan habían sido disparadas con la misma pistola, y había toda una serie de conexiones extravagantes que parecían relacionar los dos homicidios conmigo. Además de repetir las mismas insinuaciones que ya habían aparecido en el Post, se incluía otra información mucho más siniestra.
Se habían descubierto mis huellas dactilares —me quedé atónita al leerlo— en un sobre con dinero que la policía había encontrado en casa de Susan Story. Yo había mostrado «un interés insólito» en el caso de Eddie Heath al presentarme en el Centro Médico de Henrico, antes de que el chico muriera, para examinar sus heridas. Más tarde le había hecho la autopsia, y fue entonces cuando Susan se negó a figurar como testigo del caso y supuestamente huyó de la morgue. Cuando luego la asesinaron, menos de dos semanas después, yo acudí a la escena del crimen, me presenté sin anunciarme en casa de sus padres para interrogarlos e insistí en estar presente durante la autopsia.
No se me atribuía abiertamente ningún motivo para actuar con malevolencia hacia nadie, pero el que se insinuaba en el caso de Susan era tan enfurecedor como asombroso. Al parecer, cabía la posibilidad de que yo hubiera cometido errores graves en mi trabajo. Me había olvidado de tomarle las huellas dactilares a Ronnie Joe Waddell cuando llevaron su cadáver a la morgue después de la ejecución. Hacía poco había dejado el cuerpo de una víctima de homicidio abandonado en mitad del pasillo, prácticamente delante de un ascensor utilizado por numerosas personas que trabajan en el edificio, con lo que había comprometido gravemente la continuidad de la custodia de las pruebas. Se me describía como una mujer muy reservada a imprevisible, y algunos de mis colegas consideraban que mi personalidad había empezado a cambiar tras la muerte de mi amante, Mark James. Quizá Susan, que trabajaba a mi lado todos los días, poseía alguna información que podía destruir mi carrera. Quizá le pagaba para comprar su silencio.
—¿Mis huellas dactilares? —le grité a Marino nada más abrirle la puerta—. ¿Qué mierda es toda esta historia de que se han encontrado unas huellas que me pertenecen?
—Calma, doctora.
—Casi estoy decidida a presentar una demanda. Esta vez han ido demasiado lejos.
—Me parece que en estos momentos no le conviene presentar nada —Sacó los cigarrillos mientras me seguía a la cocina, donde el diario de la tarde estaba abierto sobre la mesa.
—Esto es cosa de Ben Stevens.
—Doctora, me parece que le conviene escuchar lo que he de decirle.
—Estoy segura de que ha sido él quien ha filtrado a la prensa lo de las balas…
—Maldita sea, doctora. Cierre la boca.
Me senté.
—Mi culo también está en la sartén —dijo—. Estoy investigando estos casos con usted y de pronto se la convierte a usted en sospechosa. Sí, encontramos un sobre en casa de Susan. Estaba en un cajón de la cómoda, debajo de algunas prendas de ropa. Dentro había tres billetes de cien dólares. Vander examinó el sobre y descubrió varias huellas latentes, de las que dos corresponden a usted. Sus huellas, lo mismo que las mías y las de muchos otros investigadores, están registradas en AFIS con fines de exclusión, por si acaso alguna vez hacemos una cagada como dejar nuestras huellas al visitar la escena de un crimen.
—Yo no he dejado mis huellas en ninguna escena. Debe haber una explicación lógica. Tiene que haberla. Quizá toqué el sobre en la oficina o en la morgue y luego Susan se lo llevó a casa.
—No es un sobre de oficina —objetó Marino—. Viene a ser el doble de grande que un sobre normal y está hecho de un papel negro duro y brillante. No lleva nada escrito.
Lo miré con incredulidad mientras empezaba a comprender.
—El pañuelo que le regalé.
—¿Qué pañuelo?
—Por Navidad le regalé a Susan un pañuelo de seda rojo que había comprado en San Francisco. Lo que me ha descrito usted es el sobre en que iba el pañuelo, un sobre negro brillante hecho de cartulina o de un papel grueso. La pestaña se cerraba con un pequeño sello dorado. Claro que tenía mis huellas.
—¿Y los trescientos dólares? —preguntó sin mirarme a los ojos.
—No sé nada de ningún dinero.
—Quiero decir, ¿por qué estaban dentro del sobre que le regaló?
—Quizá porque quería esconder el dinero en alguna parte. Tenía el sobre a mano. Quizá no quería tirarlo. No lo sé. No tengo ningún control sobre lo que pudiera hacer con algo que le regalé.
—¿Había alguien delante cuando le dio el pañuelo?
—No. Su marido no estaba en casa cuando ella abrió el regalo.
—Sí, bien, él dice que no sabe nada de ningún regalo, excepto una flor de la Pascua roja. Dice que Susan no le dijo ni una palabra de que le regalara usted un pañuelo.
—Por el amor de Dios, Marino, si lo llevaba puesto cuando la mataron.
—Eso no nos dice de dónde ha salido.
—Parece que ha entrado ya en la fase de acusación —repliqué, irritada.
—No la estoy acusando de nada. ¿No se da cuenta? Las cosas funcionan así, maldita sea. ¿Quiere que la consuele y le dé palmaditas en la mano para que luego venga otro policía y le dispare una andanada de preguntas como éstas?
Renunció a seguir hablando y empezó a pasear por la cocina con la mirada fija en el suelo y las manos en los bolsillos.
—Cuénteme lo de Donahue —le pedí en tono comedido.
—Lo mataron en su cacharro, probablemente a primera hora de esta mañana. Según su mujer, salió de casa hacia las seis y cuarto. Hacia la una y media de la tarde se encontró su Thunderbird aparcado en Deep Water Terminal, con él dentro.
—Eso ya lo había leído en el periódico.
—Mire. Cuanto menos hablemos de ello, mejor.
—¿Por qué? ¿Acaso los periodistas van a insinuar que también lo he matado yo?
—¿Dónde estaba a las seis y cuarto de esta mañana, doctora?
—Estaba en casa, preparándome para ir a Washington en mi coche.
—¿Tiene algún testigo dispuesto a confirmar que no podía estar circulando por las inmediaciones de Deep Water Terminal? No está muy lejos de la Oficina de Medicina Forense, ya sabe. Quizá un par de minutos.
—Es absurdo.
—Pues vaya acostumbrándose. Esto sólo es el principio. Espere a que Patterson le clave los dientes.
Antes de que Roy Patterson se presentara para el cargo de fiscal de la Commonwealth había sido uno de los abogados criminalistas más combativos y egocéntricos de la ciudad. En aquellos tiempos no le gustaban nada mis declaraciones, porque, en la mayoría de los casos, el testimonio del médico forense no hace que los jurados contemplen al acusado con más benevolencia.
—¿Le he dicho alguna vez cuánto la odia Patterson? prosiguió—. Lo ponía usted en ridículo cuando era abogado defensor. Salía usted al estrado con sus trajes impecables, fresca como una lechuga, y lo hacía quedar como un idiota.
—Se ponía en ridículo él sólo. Yo me limitaba a contestar sus preguntas.
—Por no hablar de su antiguo novio Bill Boltz, que era amigo íntimo de Patterson, y creo que no necesito decir nada más sobre este tema.
—Preferiría que no lo dijera.
—Puede estar segura de que Patterson irá por usted. Mierda, en estos momentos debe de ser un hombre feliz.
—Está rojo como una remolacha, Marino. Por el amor de Dios, no vaya a tener un ataque delante de mí.
Volvamos a ese pañuelo que dice que le regaló a Susan.
—¿Que yo dije que se lo regalé?
—¿Cómo se llamaba la tienda de San Francisco donde lo compró? —quiso saber.
—No era una tienda.
Me dirigió una mirada penetrante sin dejar de pasearse.
—Era un mercadillo al aire libre. Con muchos tenderetes y puestos donde vendían objetos de arte y artesanía. Como en Covent Garden —le expliqué.
—¿Conserva el recibo?
—No tenía ningún motivo para guardarlo.
—O sea que no conoce el nombre del tenderete o lo que fuera. O sea que no hay manera de comprobar que le compró usted un pañuelo a una especie de artista que utiliza esos sobres negros brillantes.
—No puedo demostrarlo.
Siguió paseando de un lado a otro y yo me puse a mirar por la ventana. Las nubes se deslizaban ante una luna alargada, y el viento sacudía las siluetas oscuras de los árboles. Me levanté para bajar la persiana.
Marino dejó de pasear.
—Voy a tener que examinar sus cuentas, doctora.
No dije nada.
—Tengo que comprobar que no haya hecho ninguna retirada importante de fondos en los últimos meses.
Permanecí en silencio.
—No habrá hecho ninguna, doctora. ¿O sí?
Me levanté de la mesa con el pulso latiéndome en las sienes.
—Puede usted hablar con mi abogado —respondí.
Cuando Marino se fue, subí al piso de arriba, abrí el armario de cedro donde guardaba mis papeles personales y empecé a reunir comprobantes bancarios, devoluciones de impuestos y demás documentos contables. Pensé en todos los abogados defensores de Richmond que probablemente se sentirían encantados de la vida si me encerraban o me mandaban al exilio para siempre jamás.
Estaba sentada en la cocina, tomando apuntes en una libreta de notas, cuando sonó el timbre de la puerta. Eran Benton Wesley y Lucy, y su silencio me dijo al instante que no necesitaba explicarles lo que ocurría.
—¿Dónde está Connie? —pregunté con voz cansada.
—Pasará el fin de año en Charlottesville con su familia.
—Me voy al estudio, tía Kay —dijo Lucy sin abrazarme ni sonreír, y se marchó con su maleta.
—Marino quiere examinar mis cuentas —le anuncié a Wesley mientras me seguía a la sala—. Ben Stevens me está preparando una trampa. Han desaparecido de la oficina expedientes personales y copias de notas internas, y pretende dar la impresión de que me los he llevado yo. Y según Marino, en estos momentos Roy Patterson es un hombre feliz. Éste es el resumen de última hora.
—¿Dónde guardas el whisky?
—El bueno lo guardo en aquel armarito de allí. Los vasos están en el bar.
—No quiero beberme tu whisky bueno.
—Pues yo sí —Empecé a preparar un fuego en la chimenea.
—He llamado a tu delegado desde el coche. Los de Armas de Fuego ya han examinado las balas que había en el cerebro de Donahue. Eran Winchester de plomo sin blindar, calibre veintidós. Había dos. Una entró por la mejilla izquierda y subió atravesando el cráneo, la otra un disparo a quemarropa en la nuca.
—¿Disparadas con la misma arma que mató a los otros dos?
—Sí. ¿Quieres hielo?
—Por favor —Cerré la pantalla y colgué el atizador en su soporte—. Supongo que no se habrá encontrado ninguna pluma en la escena o en el cuerpo de Donahue.
—No, que yo sepa. Está claro que su atacante se hallaba fuera del coche y le disparó a través de la ventanilla abierta. Eso no quiere decir que el tal individuo no hubiera estado antes dentro del coche, pero yo no lo creo. Supongo que Donahue estaba citado con alguien en el aparcamiento de Deep Water Terminal. Cuando llegó esa persona, Donahue bajó la ventanilla y ahí acabó todo. ¿Has tenido suerte con Downey? —Me tendió un vaso y se acomodó en el sofá.
—Parece ser que las plumas y los fragmentos de pluma encontrados en los otros tres casos son de eider común.
—¿Un pato marino? —Wesley frunció el entrecejo—. ¿Para qué se usa el plumón? ¿Chaquetas de esquí, guantes?
—No es frecuente. El plumón de eider es sumamente caro. La mayoría de la gente no suele tener ninguna prenda rellena de este material.
Procedí a informarle de los acontecimientos del día, sin reservarme ningún detalle al confesarle que había pasado varias horas con Nicholas Grueman y que no creía que estuviera ni remotamente implicado en nada siniestro.
—Me alegro de que fueras a verle —dijo Wesley—. Esperaba que lo hicieras.
—¿Te sorprende el resultado?
—No. Tiene su lógica. La situación de Grueman se parece un poco a la tuya. Recibe un fax de Jennifer Deighton y eso resulta sospechoso, como resulta sospechoso que se encontraran tus huellas en un sobre que Susan tenía escondido en un cajón de su cómoda. Cuando la violencia golpea cerca de ti, te salpica. Te ensucia.
—Estoy más que salpicada. Tengo la sensación de estar a punto de ahogarme.
—En estos momentos así parece. Quizá tendrías que hablar de eso con Grueman.
No respondí.
—Yo querría tenerlo de mi lado.
—No sabía que lo conocieras.
Hubo un tintineo de cubitos mientras Wesley tomaba un sorbo de whisky. Los adornos de latón del hogar relucían a la luz de las llamas. La madera emitió un chasquido y envió una descarga de chispas chimenea arriba.
—Sé algo de Grueman —dijo al fin—. Sé que fue el primero de su promoción en la Facultad de Derecho de Harvard, que fue director de la Law Review y que le ofrecieron un cargo de profesor en esa universidad pero él lo rechazó. Eso le partió el corazón. Pero su esposa, Beverly, no quería alejarse mucho de Washington. Parece ser que tenía muchos problemas, de los que no era el menor una hija pequeña que había tenido en su anterior matrimonio y que estaba ingresada en Saint Elizabeth cuando Grueman y Beverly se conocieron. Él se trasladó a Washington. La hija murió al cabo de unos años.
—Has estado investigando su historial —observé.
—Más o menos.
—¿Desde cuándo?
—Desde que supe que había recibido un fax de Jennifer Deighton. Todo parece indicar que está absolutamente limpio, pero aun así alguien tenía que hablar con él.
—No me lo sugeriste sólo por eso, ¿verdad?
—Fue un motivo importante, pero no el único. Me pareció que te convenía volver allí.
Respiré hondo.
—Gracias, Benton. Eres un buen hombre con las mejores intenciones —Se llevó el vaso a los labios y fijó la mirada en el fuego—. Pero, por favor, no te entrometas —añadí.
—No es mi estilo.
—Claro que sí. En eso eres todo un profesional. Si quieres dirigir, impulsar o desconectar a alguien entre bastidores, sabes cómo hacerlo. Sabes cómo crear tantos obstáculos y volar tantos puentes que una persona como yo podría considerarse afortunada si lograra encontrar su camino a casa.