Revolvió las gruesas carpetas y demás papeles que tenía sobre el escritorio. Cuando encontró la carpeta que buscaba, examinó su contenido hasta dar con el fax, que reconocí al instante. «Sí, cooperaré —rezaba—, pero es demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde. Mejor que venga usted aquí. ¡Todo esto es un gran error!» Traté de imaginar cómo reaccionaría Grueman si supiera que Neils Vander había recreado aquel mensaje en su laboratorio por medio de un programa de realce de imágenes.
—¿Sabe a qué se refería? ¿Para qué era demasiado tarde y cuál era el gran error? —pregunté.
—Evidentemente, era demasiado tarde para impedir la ejecución de Ronnie, que ya se había producido cuatro días antes. No sé muy bien qué le parecía un gran error, doctora Scarpetta. Verá usted, ya hacía algún tiempo que yo tenía la impresión de que había algo maligno en el caso de Ronnie. Nunca llegamos a establecer una gran relación, y eso en sí ya es extraño.
»Por lo general, se crean unos lazos muy íntimos entre el preso y su abogado. Soy su único defensor en un sistema que quiere verlo muerto; la única persona que trabaja para él en un sistema que no trabaja para él. Además Ronnie trató a su primer abogado de un modo tan distante que el hombre llegó a la conclusión de que era un caso perdido y lo dejó. Luego, cuando me hice cargo yo, Ronnie conservó la misma actitud. Era extraordinariamente frustrante. Justo cuando me parecía que estaba empezando a confiar en mí, él ponía un muro entre los dos. Se refugiaba de pronto en el silencio y empezaba literalmente a transpirar.
—¿Parecía asustado?
—Asustado, deprimido, a veces colérico.
—¿Pretende sugerir que en el caso de Waddell hubo alguna conspiración y que quizás él se lo comentó a su amiga, acaso en una de las primeras cartas que le mandó?
—Ignoro qué sabía Jenny Deighton, pero sospecho que sabía algo.
—¿Waddell la llamaba Jenny?
Grueman cogió de nuevo el encendedor.
—Sí.
—¿Le habló alguna vez de una novela titulada Paris Trout?
—Es curioso —Me miró sorprendido—. Hacía algún tiempo que no pensaba en ello, pero en una de mis primeras sesiones con Ronnie, hace varios años, hablamos de literatura y de los poemas que él escribía. Le gustaba leer, y me recomendó que leyera Paris Trout. Le dije que ya la había leído, pero ,,e í curiosidad por saber por qué me aconsejaba esa sentí Respondió en voz muy queda: «Porque así son las Osas, señor Grueman. Y no hay manera de que pueda usted cambiar nada.» En aquel momento, interpreté su respuesta en el sentido de que él era un negro sureño enfrentado al sistema del hombre blanco, y que ningún habeas corpus federal ni ninguna otra magia que yo pudiera invocar durante el proceso de revisión judicial conseguiría modificar su destino.
—¿Sigue interpretándolo así?
Me miró reflexivamente a través de una nube de humo aromático.
—Creo que sí. ¿Por qué le interesa tanto la lista de lecturas recomendadas por Ronnie? —Su mirada buscó la mía.
—Jennifer Deighton tenía un ejemplar de Paris Trout junto a la cabecera. Dentro había un poema que sospecho le envió Waddell. No tiene ninguna importancia. Sólo era simple curiosidad.
—Sí que tiene importancia, o de lo contrario no me habría hecho esa pregunta. Lo que está usted pensando es que quizá Ronnie le recomendó a ella la novela por el mismo motivo por el que me la recomendó a mí. La historia, a su modo de ver, era la misma historia de su vida. Y eso nos lleva de nuevo a la cuestión de cuánto reveló a la señorita Deighton. En otras palabras, ¿qué secreto de Ronnie se llevó ella consigo a la tumba?
—¿Usted qué cree, señor Grueman?
—Creo que aquí se ha echado tierra sobre alguna indiscreción muy desagradable, y que Ronnie por alguna razón estaba al corriente. Tal vez todo esto tenga algo que ver con lo que ocurre entre rejas, es decir, con la corrupción en el sistema penitenciario. No lo sé, pero me gustaría saberlo.
—Pero, ¿por qué habría de ocultar nada si estaba enfrentándose a la muerte? ¿Por qué no seguir adelante, arriesgarse y contarlo todo?
—Ésta sería la decisión más racional, ¿verdad? Y ahora que con tanta paciencia y generosidad he contestado a sus insistentes preguntas, doctora Scarpetta, quizá pueda comprender mejor por qué me he sentido más que un poco preocupado por los posibles malos tratos de que Ronnie pudo ser objeto antes de la ejecución. Quizá pueda comprender mejor mi apasionada oposición a la pena capital, que es un castigo cruel y extraño. Y para llevarlo a cabo no hace falta presentar magulladuras ni abrasiones, ni sangrar por la nariz.
—No había ninguna evidencia de maltrato físico —repliqué—, ni encontramos rastros de ninguna droga. Ya ha recibido mi informe.
—Se muestra usted evasiva —observó Grueman, dando unos golpecitos a la pipa para vaciarla de tabaco—. Ha venido hoy aquí porque quiere algo de mí. Le he dado mucho a través de un diálogo que nada me obligaba a sostener, pero lo he hecho de buena gana porque busco siempre la justicia y la verdad, pese a lo que pueda parecerle a usted. Y hay otro motivo. Una ex alumna mía tiene problemas.
—Si se refiere usted a mí, permítame que le recuerde su propio consejo: no haga suposiciones.
—No creo hacerlas.
—En tal caso, debo expresarle mi aguda curiosidad por esta repentina actitud caritativa que dice usted mostrar hacia una ex alumna. De hecho, señor Grueman, la palabra caridad es algo que nunca había relacionado con usted.
—Tal vez sea porque desconoce usted el verdadero significado de la palabra. Un acto o un sentimiento de buena voluntad, dar limosna al necesitado.
»Caridad es darle a alguien lo que necesita, en contraposición a lo que uno querría darle. Siempre le he dado lo que necesitaba. Le di lo que necesitaba cuando era usted alumna mía y le doy ahora lo que necesita, aunque los dos actos se manifiestan de una manera muy distinta porque las necesidades son muy distintas.
»Soy un anciano, doctora Scarpetta, y acaso usted crea que no recuerdo muy bien su estancia en Georgetown. Pero quizá le sorprenda saber que la recuerdo muy vívidamente porque era usted uno de los estudiantes más prometedores que jamás pasó por mis clases. Lo que no necesitaba usted de mí eran aplausos y palmaditas en la espalda. Para usted, el peligro no estaba en perder la fe en usted misma y en su espléndida mente, sino en perderse usted misma, punto. Cuando acudía a mis clases agotada y distraída, ¿cree que yo no sabía el motivo? ¿Cree que no me daba cuenta de su completa dedicación a Mark James, que en comparación con usted no pasaba de mediocre? Y si me mostraba enojado con usted y la trataba con dureza era porque quería conquistar su atención. Quería que se enfureciera conmigo. Quería que se sintiera viva en la ley, en vez de sentir únicamente el amor. Temía que arrojara por la borda una magnífica oportunidad sólo porque tenía las hormonas y las emociones en ebullición. Compréndalo: un día despertamos y lamentamos estas decisiones. Despertamos en una cama vacía con un día vacío ante nosotros, sin nada que esperar salvo una sucesión de semanas, meses y años vacíos. Estaba decidido a impedir que derrochara usted su talento y renunciara a su poder.
Me lo quedé mirando completamente atónita, mientras empezaba a arderme la cara.
—Nunca fui sincero en mis insultos y en mi falta de caballerosidad hacia usted —prosiguió con toda la precisión y la intensidad callada que hacían de él un temible adversario en los tribunales—. Todo eso eran tácticas. Los abogados somos célebres por nuestras tácticas. Son el efecto que le damos a la bola, los ángulos y la velocidad que aplicamos para producir una determinada y necesaria trayectoria. En la base de todo lo que soy está el sincero y apasionado deseo de endurecer a mis alumnos, y rezo para que puedan influir en este lamentable mundo en que vivimos. Y usted no me ha decepcionado. Es usted tal vez una de mis estrellas más brillantes.
—¿Por qué me dice todo esto? —le pregunté.
—Porque en este momento de su vida necesita saberlo. Tiene usted problemas, como ya le he dicho. Se trata únicamente de que es demasiado orgullosa para reconocerlo.
Permanecí en silencio mientras mis pensamientos se enzarzaban en una feroz discusión.
—Estoy dispuesto a ayudarla, si me lo permite.
Si decía la verdad, era esencial que le pagara con la misma moneda.
Miré de soslayo la puerta abierta de su despacho y pensé en lo fácil que le resultaría a cualquiera introducirse allí. Pensé en lo fácil que sería atacarlo mientras andaba cojeando hacia su coche.
—Si la prensa sigue publicando esos artículos incriminatorios, por ejemplo, le convendría preparar con rapidez alguna estrategia…
—Señor Grueman —le interrumpí—, ¿cuándo fue la última vez que vio a Ronnie Joe Waddell?
Hizo una pausa y elevó la mirada hacia el techo.
—La última vez que estuve físicamente en presencia suya debió de ser hace al menos un año. Por lo general, casi todas nuestras conversaciones fueron por teléfono. Le habría acompañado en los últimos momentos si él me lo hubiera permitido, como ya le he dicho.
—Entonces no lo vio usted ni habló con él cuando supuestamente se hallaba en la calle Spring en espera de la ejecución.
—¿Supuestamente? Ha elegido usted una palabra curiosa, doctora Scarpetta.
—No podemos demostrar que el preso ejecutado en la noche del trece de diciembre fuese Waddell.
—No lo dirá usted en serio, naturalmente —Parecía desconcertado.
Le expliqué todo lo ocurrido, incluso que la muerte de Jennifer Deighton era un homicidio y que se había encontrado una huella dactilar de Waddell en una silla del comedor de su casa. Le hablé de Eddie Heath y de Susan Story, y le dije que alguien había manipulado el sistema AFIS. Cuando terminé, Grueman estaba muy quieto y me miraba de hito en hito.
—Dios mío —musitó.
—Su carta a Jennifer Deighton no ha aparecido —proseguí—. La policía no la encontró en el registro de la casa, ni tampoco el original del fax que ella le mandó. Quizás alguien se llevó estos documentos. Quizá su asesino los quemó en la chimenea la noche de su muerte. O quizá los destruyó ella misma porque tenía miedo. Tengo el convencimiento de que la mataron porque sabía algo.
—¿Y por eso mataron también a Susan Story? ¿Porque sabía algo?
—Es posible, desde luego —respondí—. Pero lo que quiero decir es que, hasta el momento, dos personas relacionadas con Ronnie Waddell han muerto asesinadas. Si tenemos en cuenta todo lo que puede usted saber sobre Waddell, se diría que ha de ocupar uno de los primeros lugares de la lista.
—De modo que considera usted que yo podría ser el siguiente —comentó con una sonrisa sardónica—. Ha de saber que uno de mis mayores agravios contra el Todopoderoso es que la diferencia entre la vida y la muerte resulte ser tan a menudo una cuestión de oportunidad. Me doy por advertido, doctora Scarpetta, pero no soy tan necio como para creer que si alguien quiere pegarme un tiro puedo hacer algo para evitarlo.
—Al menos podría intentarlo —aduje—. Al menos podría tomar precauciones.
—Y lo haré.
—Quizá podría irse de vacaciones con su esposa, abandonar la ciudad durante algún tiempo.
—Beverly murió hace tres años —me anunció.
—Lo siento muchísimo, señor Grueman.
—Hacía muchos años que no estaba muy bien; de hecho, la mayoría de los años que pasamos juntos. Ahora que no hay nadie que dependa de mí, me he entregado a mis inclinaciones. Soy un incurable adicto al trabajo que desea cambiar el mundo.
—Sospecho que si alguien pudiera conseguirlo éste sería usted.
—Su opinión no se basa en ningún hecho comprobable, pero de todos modos se la agradezco. Y yo también quiero manifestarle mi profundo pesar por la muerte de Mark. No llegué a conocerlo bien cuando estuvo aquí, pero parecía una buena persona.
—Gracias —Me levanté y me puse el abrigo. Tardé unos instantes en encontrar las llaves del coche.
Él también se levantó.
—¿Qué haremos a continuación, doctora Scarpetta?
—Supongo que no tendrá usted ninguna carta o cualquier otro objeto perteneciente a Ronnie Waddell que valga la pena examinar en busca de huellas latentes.
—No tengo cartas, y cualquier documento que Ronnie hubiera podido firmar debe de haber pasado por un buen número de manos. Pero puede usted hacer la prueba.
—Ya se lo indicaré si no tenemos otra alternativa. Todavía hay una cosa que quería preguntarle —Nos detuvimos en el umbral. Grueman se apoyaba en el bastón—. Ha dicho usted que en el curso de su última conversación con Waddell éste le hizo tres peticiones. La primera era publicar su reflexión, y la segunda telefonear a Jennifer Deighton. ¿Cuál fue la tercera?
—Quería que invitara a Norring a la ejecución.
—¿Y lo hizo?
—Claro, naturalmente —respondió—. Y su excelente gobernador ni siquiera tuvo la cortesía de acusar recibo de la invitación.
Caía la tarde, y la silueta de Richmond se recortaba contra el cielo cuando telefoneé a Rose.
—Doctora Scarpetta, ¿dónde está usted? —Mi secretaria parecía frenética—. ¿Está en el coche?
—Sí. Estoy a unos cinco minutos del centro.
—Bien, pues siga conduciendo. No venga aquí inmediatamente.
—¿Cómo?
—El teniente Marino ha estado intentando localizarla. Me ha dicho que si hablaba con usted le dijera que lo llamara antes que nada. Ha dicho que es urgentísimo.
—¿Se puede saber de qué estás hablando, Rose?
—¿No ha oído las noticias? ¿No ha leído el periódico de la tarde?
—He estado todo el día en Washington. ¿Qué sucede?
—A primera hora de la tarde han encontrado muerto a Frank Donahue.
—¿El alcaide de la cárcel? ¿Te refieres a ese Frank Donahue?
—Sí.
Mis manos se tensaron sobre el volante mientras miraba fijamente la carretera.
—¿Qué ha ocurrido?
—Le han pegado un tiro. Lo encontraron dentro de su coche hace un par de horas. Lo mismo que Susan.
Voy hacia ahí —le anuncié, y pasé al carril de la izquierda al tiempo que aceleraba.
—Yo no lo haría, de veras. Fielding ya ha empezado a hacerle la autopsia. Llame a Marino, por favor. Tiene que leer el periódico de la tarde. Saben lo de las balas.
—¿A quién te refieres? —pregunté.
—A los periodistas. Saben que las balas relacionan los casos de Eddie Heath y Susan.