Cruel y extraño (27 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

BOOK: Cruel y extraño
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—¿Y no se dará cuenta nadie de que alguien se comunica desde el exterior con el ordenador de la policía del Estado y revisa sus cintas?

—Michele dice que puede arreglarlo de manera que no haya ningún problema —Wesley abrió la cremallera de uno de los bolsillos de su chaqueta de esquí, sacó una tarjeta y se la entregó a Lucy—. Aquí tienes el número de teléfono del trabajo y el particular.

—¿Cómo sabes que puedes confiar en ella? —preguntó Lucy—. Si alguien ha manipulado los datos, ¿cómo sabes que no ha tenido nada que ver? .

—Michele nunca ha sabido mentir. Desde que era una niña, bajaba la vista al suelo y se ponía tan roja como la nariz de un payaso.

—¿Ya la conocías cuando era una niña? —Lucy estaba desconcertada.

—Y antes —contestó Wesley—. Es mi hija mayor.

9

Tras mucho debatir, elaboramos un plan que nos pareció razonable. Lucy se quedaría en el Homestead con los Wesley hasta el miércoles, lo que me concedía un breve plazo para tratar de resolver mis problemas sin necesidad de preocuparme por su bienestar. Después de desayunar, emprendí el regreso a Richmond bajo una suave nevada que cuando llegué a la ciudad se había convertido en lluvia.

Entrada la tarde había estado en el despacho y en los laboratorios. Había conferenciado con Fielding y con varios de los científicos forenses, y había esquivado a Ben Stevens. No devolví ninguna llamada de la prensa y evité consultar mi correo electrónico, porque si el comisionado de Sanidad me había enviado algún mensaje yo prefería no saber qué decía. Hacia las cuatro y media estaba llenando el depósito de gasolina en una estación de servicio Exxon de la avenida Grove cuando un Ford LTD blanco se paró detrás de mí. Vi salir a Marino, que se alzó de un tirón los pantalones y se dirigió a los aseos. Cuando regresó, al cabo de unos instantes, miró con disimulo en derredor como si le preocupara que alguien hubiera podido observar su visita al retrete. Finalmente, se me acercó a paso lento.

—La he visto al pasar —comentó, y hundió las manos en los bolsillos de la americana azul.

—¿Dónde tiene el chaquetón? —Empecé a limpiar el parabrisas.

—En el coche. Me estorba —El aire frío, cortante, le hizo encorvar los hombros—. Si aún no ha pensado en acabar con esos rumores, es hora de que empiece a pensarlo.

Dejé la rasqueta de goma en el cubo de agua con detergente y me volví hacia él, irritada.

—¿Y qué me sugiere usted que haga, Marino? ¿Que llame a Jason Story y le diga que lamento que hayan muerto su esposa y su hijo por nacer, pero que le agradecería muchísimo que desfogara su dolor y su ira de otra manera?

—Le echa la culpa a usted, doctora.

—Después de leer sus declaraciones en el Post, sospecho que ha de haber mucha gente que me echa la culpa. Ha logrado presentarme como una zorra maquiavélica.

¿Tiene usted hambre?

—No.

—A mí me parece que tiene hambre.

Me lo quedé mirando como si hubiera perdido el juicio.

—Y cuando me parece que algo es de cierta manera, tengo el deber de comprobarlo. Así que le doy a elegir, doctora. Puedo sacar unos Nabs y unos refrescos de aquellas máquinas de allí, y nos quedamos aquí de pie helándonos el trasero y respirando gases de escape mientras impedimos que otros pobres diablos utilicen los surtidores de autoservicio, o podemos irnos los dos a Phil's. En cualquier caso, pago yo.

Diez minutos después estábamos sentados en un rincón del restaurante estudiando sendas cartas ilustradas que ofrecían todo lo imaginable desde espaguetis hasta pescado frito. Marino se había acomodado de cara a la puerta, que era de vidrio de color, en tanto que yo tenía una visión perfecta de los lavabos. Él estaba fumando, como la mayoría de la gente que nos rodeaba, y eso me recordó lo muy duro que es dejarlo. Pero, en vista de las circunstancias, no hubiera podido elegir un restaurante más adecuado. El Philip's Continental Lounge era un viejo establecimiento de barrio, al que los parroquianos que se conocían de toda la vida seguían acudiendo regularmente en busca de comida sustanciosa y cerveza embotellada. El cliente típico era gregario y bonachón, y difícilmente me reconocería o se interesaría por mí a no ser que mi foto apareciese habitualmente en la sección deportiva del periódico.

—La cosa es así —dijo Marino mientras dejaba la carta—. Jason Story cree que Susan aún estaría viva si hubiera tenido otro empleo. Y seguramente tiene razón. Además, es un perdedor; uno de esos gilipollas egocéntricos que siempre creen que la culpa es de los demás. Lo cierto es que probablemente él tiene más culpa que nadie de que Susan haya muerto.

—No estará insinuando que la mató él, ¿verdad?

Llegó la camarera y le pasamos nuestro pedido. Pollo a la plancha y arroz para Marino y una salchicha kosher con chile para mí, más dos refrescos de régimen.

—No pretendo insinuar que Jason le pegara dos tiros a su mujer—respondió Marino en voz baja—. Pero la indujo a involucrarse en algo que la hizo morir asesinada. Susan era la responsable de pagar las cuentas, y se hallaba sometida a una gran presión económica.

—No me sorprende —comenté—. Su marido acababa de perder el empleo.

—Es una lástima que no perdiera también sus gustos de ricachón. Me refiero a camisas Polo, pantalones Britches de Georgetown y corbatas de seda. Un par de semanas después de quedarse en la calle, el capullo va y se gasta setecientos dólares en equipo para esquiar y luego se marcha a pasar el fin de semana en Wintergreen. Y antes de eso hubo una cazadora de cuero de doscientos dólares y una bicicleta de cuatrocientos. De modo que Susan se mata a trabajar en la morgue y cuando llega a casa se encuentra unas facturas a las que su salario ni siquiera hace cosquillas.

—No tenía ni idea —dije, conmovida por una repentina visión de Susan sentada a su escritorio. Su ritual diario era pasar la hora del almuerzo en su oficina, y a veces iba yo allí para charlar un rato. Recordé sus fritos de maíz a granel y las pegatinas de oferta en sus latas de refresco. Creo que nunca le vi comer ni beber nada que no hubiera traído de casa.

—El nivel de gastos de Jason —prosiguió Marino— es el origen de todos los problemas que está causándole. La deja por los suelos ante cualquiera que esté dispuesto a escucharle porque usted es una doctora, abogada y gran jefa india que conduce un Mercedes y vive en una gran casa en Windsor Farms. Tengo la impresión de que ese tonto del culo está convencido de que si consigue echarle la culpa a usted por lo ocurrido a su esposa podrá acabar sacándole una pequeña indemnización.

—Por mí, puede intentarlo hasta que se le ponga la cara azul.

—Y lo hará.

Llegaron los refrescos de régimen y cambié de tema.

—Mañana por la mañana he de ver a Downey —La mirada de Marino vagó hacia el televisor instalado sobre la barra—. Lucy empezará a investigar el AFIS. Y luego tendré que hacer algo respecto a Ben Stevens.

—Lo que tiene que hacer es librarse de él.

—¿Tiene usted idea de lo difícil que resulta despedir a un funcionario del Estado?

—Dicen que es más fácil despedir a Jesucristo —replicó Marino—. A no ser que se trate de un alto cargo nombrado por designación, como usted. Pero sigo creyendo que debería buscar una manera de quitar de en medio a ese cabrón.

—¿Ha hablado con él?

—Sí, claro. Según él, es usted arrogante, ambiciosa y extraña, y es una verdadera cruz tener que trabajar para usted.

—¿De veras dijo eso? —pregunté, incrédula.

—Esta es la idea general.

—Espero que a alguien se le ocurra echarle un vistazo a sus finanzas. Me gustaría saber si últimamente ha ingresado alguna suma considerable. Susan no se metió en líos ella sola.

—Estoy de acuerdo. Creo que Stevens sabe muchas cosas y que está borrando su rastro como un loco. A propósito, estuve en el banco de Susan. Uno de los cajeros recuerda que ingresó los tres mil quinientos dólares en efectivo. Billetes de veinte, cincuenta y cien dólares que llevaba en el bolso.

—¿Qué dijo Stevens acerca de Susan?

—Anda diciendo que en realidad apenas la conocía, pero que tenía la impresión de que existía algún problema entre ustedes dos. En otras palabras, viene a confirmar lo que ha dicho la prensa.

Llegó la comida y apenas si pude engullir un solo bocado, de lo furiosa que estaba.

—¿Y Fielding? pregunté—. ¿También opina que es horrible trabajar para mí?

Marino volvió a desviar la mirada.

—Dice que se vuelca usted demasiado en el trabajo y que nunca ha logrado comprenderla.

—No lo contraté para que me comprendiera, y en comparación con él ya lo creo que me vuelco en el trabajo. Hace años que Fielding perdió el interés por la medicina forense, y gasta casi todas sus energías en el gimnasio.

Marino me miró de hito en hito.

—Escuche, doctora, la verdad es que se vuelca usted en el trabajo en comparación con cualquiera, y la mayoría de la gente no es capaz de comprenderla. No es precisamente que vaya usted por la vida con el corazón en la mano. De hecho, puede usted dar la impresión de que no tiene sentimientos. Es tan condenadamente difícil de interpretar que, para las personas que no la conocen, a veces parece que no hay nada que pueda afectarla. Más de una vez me han preguntado por usted, policías y abogados. Quieren saber cómo es en realidad, cómo puede hacer lo que hace, qué saca en limpio. La ven como una persona que no intima con nadie.

—¿Y qué les dice cuando se lo preguntan? —quise saber.

—No les digo una puñetera mierda.

—¿Ha terminado ya de psicoanalizarme, Marino?

Encendió un cigarrillo.

—Mire, voy a decirle una cosa que no le va a gustar. Siempre ha sido usted muy reservada, muy profesional. Le cuesta mucho abrirse a la gente, pero cuando acepta a alguien, lo acepta. La persona en cuestión tiene una amiga para toda la vida, y haría usted lo que fuese por ella. Pero este último año ha estado muy distinta. Se ha construido como un centenar de murallas desde que mataron a Mark. Para quienes la rodean, es como encontrarse en una habitación que está a veinte grados y de repente la temperatura baja a doce grados. Creo que usted ni siquiera se da cuenta.

»O sea que en estos momentos no hay nadie que le tenga mucho aprecio. Quizás incluso están un poco molestos con usted porque tienen la sensación de que no les hace caso o los trata con superioridad. Puede que nunca les cayera usted bien, o puede que sólo sientan indiferencia. Lo que pasa con la gente es que, tanto si está usted sentada en un trono como en una silla de clavos, siempre quieren aprovecharse de su situación. Y si no existe ningún lazo entre usted y ellos, aún les resulta más fácil tratar de conseguir lo que quieren sin que les importe un bledo lo que pueda pasarle. Y ahí es donde está usted ahora. Hay mucha gente que lleva años esperando ver cómo se desangra.

—No pienso desangrarme —Aparté el plato que tenía delante.

—Ya está desangrándose, doctora —Exhaló una bocanada de humo—. Y el sentido común me dice que cuando alguien está nadando entre tiburones y empieza a sangrar, lo mejor que puede hacer es salir rápidamente del agua.

—¿No podríamos conversar sin recurrir a parábolas, aunque sólo sea un par de minutos?

—¡Eh! Puedo decírselo en portugués o en chino y no va usted a escucharme.

—Si me habla en portugués o en chino, le prometo que escucharé. De hecho, si alguna vez se decide a hablar en inglés, le prometo que escucharé.

—Los comentarios de ésta clase no le hacen ganar admiradores. Es precisamente lo que estaba diciéndole.

—Lo he dicho con una sonrisa.

—La he visto rajar cadáveres con una sonrisa.

—Nunca. Siempre utilizo un bisturí.

—A veces no se nota la diferencia. He visto cómo su sonrisa hacía sangrar a abogados de la defensa.

—Si soy una persona tan insoportable, ¿cómo es que somos amigos?

—Porque yo tengo más murallas que usted. La verdad es que hay un pájaro en cada árbol y el agua está llena de tiburones. Y todos quieren un pedazo de nosotros.

—Es usted un paranoico, Marino.

—Tiene toda la razón, y por eso me gustaría que desapareciera usted de la circulación durante algún tiempo, doctora. Lo digo en serio —concluyó.

—No puedo.

—Si quiere saber la verdad, pronto empezará a parecer que hay un conflicto de intereses en que siga usted a cargo de estos casos. Al final, aún quedará en peor lugar.

—Susan está muerta —repliqué—. Eddie Heath está muerto. Jennifer Deighton está muerta. Hay corrupción en mi oficina y no estamos seguros de quién fue a la silla eléctrica la semana pasada. ¿De veras pretende que me vaya hasta que todo se arregle mágicamente por sí solo?

Marino extendió la mano hacia la sal, pero yo la cogí primero.

—Nada de eso. Pero puede ponerse tanta pimienta como quiera—dije, y le acerqué el pimentero.

—Toda esta mierda de la salud acabará matándome —rezongó—. Porque un día de éstos me voy a cabrear tanto que lo haré todo a la vez. Cinco cigarrillos encendidos, un bourbon en una mano y una taza de café en la otra, una bistec, una patata al horno cargada de mantequilla, crema agria y sal. Voy a hacer saltar todos los circuitos de la máquina.

—No, no hará usted nada de eso —protesté—. Se cuidará usted mucho y vivirá por lo menos tanto como yo.

Permanecimos un rato en silencio, comiendo con desgana.

—No se ofenda, doctora, pero ¿qué espera usted averiguar de esos puñeteros trozos de pluma?

—Su origen, si hay suerte.

—Puedo ahorrarle la molestia. Proceden de los pájaros —sentenció.

Dejé a Marino poco antes de las siete y volví al centro. La temperatura había subido por encima de los cuatro grados, y la noche oscura descargaba ráfagas de lluvia lo bastante violentas para detener el tráfico. Las lámparas de vapor de sodio eran borrones amarillentos por detrás de la morgue, donde la puerta cochera estaba cerrada y todos los espacios de aparcamiento vacíos. Ya en el interior, se me aceleró el pulso mientras recorría el pasillo profusamente iluminado y dejaba atrás la sección de autopsias para dirigirme al pequeño despacho de Susan.

Hice girar la llave en la cerradura sin saber qué esperaba encontrar allí, pero de inmediato me vi atraída hacia el archivador y los cajones del escritorio, hacia todos los libros y mensajes telefónicos atrasados. Todo parecía estar igual que antes de su muerte. Marino tenía una gran habilidad para registrar el espacio particular de una persona sin alterar el desorden natural de las cosas. El teléfono seguía ladeado en el ángulo derecho del escritorio, el cable enrollado como un sacacorchos. Sobre el secante verde había unas tijeras y dos lápices con la punta rota, y la bata de laboratorio de Susan estaba doblada sobre el respaldo de la silla. En el monitor del ordenador aún había pegada una nota que le recordaba una visita al médico, y al contemplar las curvas tímidas y la suave inclinación de su pulcra caligrafía me sentí temblar por dentro. ¿Cuándo había empezado a perder el rumbo? ¿Fue cuando se casó con Jason Story? ¿O acaso su destrucción se había forjado mucho antes, cuando era la hija adolescente de un ministro escrupuloso, la gemela que había sobrevivido a la muerte de su hermana?

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