Me senté en su silla, la hice rodar hacia el archivador y empecé a sacar una carpeta tras otra y a examinar superficialmente su contenido. Casi todo eran folletos y otra información impresa acerca de los utensilios quirúrgicos y los diversos artículos y productos utilizados en la morgue. Nada me llamó la atención hasta que me di cuenta de que Susan guardaba prácticamente todas las notas que le había enviado Fielding, pero ninguna de Ben Stevens ni mía, aunque me constaba que los dos le habíamos enviado muchas. La búsqueda por cajones y estantes no me permitió encontrar ninguna carpeta a nombre de Stevens o mío, y fue entonces cuando llegué a la conclusión de que alguien las había cogido.
Mi primer pensamiento fue que quizá se las había llevado Marino. Pero entonces se me ocurrió otra cosa que me sobresaltó y me hizo correr hacia el piso de arriba. Abrí la puerta de mi despacho y fui directamente al cajón de archivador donde guardaba los papeles administrativos de rutina, como hojas de llamadas telefónicas, notas, copias impresas de las comunicaciones que recibía por correo electrónico y borradores de propuestas presupuestarias y planes a largo plazo. Revisé frenéticamente archivadores y cajones. La etiqueta de la gruesa carpeta que estaba buscando rezaba simplemente «Notas», y en su interior había copias de todas las notas que había mandado a mi personal y a otros empleados de la agencia desde hacía varios años. Registré el despacho de Rose y volví a examinar cuidadosamente el mío. La carpeta había desaparecido.
—El hijo de puta —exclamé entre dientes mientras avanzaba furiosa por el corredor—. El maldito hijo de puta.
El despacho de Ben Stevens era de una pulcritud impecable, y tan cuidadosamente dispuesto que parecía el escaparate de una tienda de muebles de oferta. Su escritorio era un Williamsburg de imitación provisto de relucientes tiradores de latón y chapeado en caoba, y había lámparas de pie de latón con pantallas verde oscuro. El suelo estaba cubierto por una alfombra persa hecha a máquina, y las paredes adornadas con grandes láminas de esquiadores alpinos y jinetes en briosos corceles blandiendo mazas de polo y marinos navegando a toda vela por mares embravecidos: Para empezar, saqué el expediente personal de Susan. La descripción del puesto, el currículum y los demás documentos habituales estaban en su lugar. Faltaban varias notas laudatorias que yo misma había escrito y añadido a su expediente a lo largo del tiempo en que había trabajado para mí. Empecé a abrir los cajones del escritorio, y en uno de ellos encontré un neceser de vinilo marrón que contenía cepillo de dientes, dentífrico, maquinilla, crema de afeitar y un frasquito de colonia.
Quizá fue una agitación apenas perceptible del aire al abrirse sigilosamente la puerta, o quizá percibí una presencia a mi lado como lo haría un animal. Alcé la vista y descubrí a Ben Stevens parado en el umbral, mientras yo, sentada ante su escritorio, enroscaba de nuevo el tapón en el frasco de colonia Red. Durante un instante interminable y helado nuestras miradas se cruzaron sin que ninguno de los dos hablara. No estaba asustada. No estaba preocupada en lo más mínimo porque me hubiera sorprendido registrando su despacho. Estaba enfurecida.
—Vaya horas de venir a trabajar, Ben —Cerré la cremallera del neceser y volví a dejarlo en el cajón. Luego entrelacé los dedos sobre el secante, moviéndome y hablando de forma lenta y deliberada—. Lo que siempre me ha gustado de trabajar fuera de horas es que no hay nadie más en la oficina —proseguí—. No hay distracciones. No hay peligro de que nadie venga a interrumpir lo que estás haciendo. No hay ojos ni oídos. No hay ruidos, excepto en las raras ocasiones en que al guardia de seguridad le da por hacer la ronda. Y todos sabemos que eso no ocurre a menudo a no ser que alguien reclame su atención, porque detesta entrar en la morgue sea a la hora que sea. Nunca he conocido a un guardia de seguridad que no lo detestara. Y lo mismo puede decirse del equipo de limpieza. Ni siquiera entran abajo, y aquí arriba hacen lo mínimo que pueden permitirse. Pero eso carece de importancia, ¿verdad? Pronto van a dar las nueve. El equipo de limpieza se marcha siempre a las siete y media.
»Lo que me asombra es no haberlo adivinado antes. Ni me había pasado por la cabeza. Tal vez éste sea un triste comentario sobre lo preocupada que he estado últimamente. Le dijiste a la policía que no conocías personalmente a Susan, pero con frecuencia la acompañabas en tu coche a casa y al trabajo, como aquella mañana de nieve en que hice la autopsia a Jennifer Deighton. Recuerdo que Susan estaba muy distraída aquel día. Dejó el cadáver en mitad del pasillo. Estaba marcando un número y colgó a toda prisa el teléfono cuando me vio entrar en la sala de autopsias. Dudo de que se tratara de una llamada profesional a las siete y media de la mañana de un día en que la mayoría de la gente no iba a salir de casa a causa del tiempo. Y en la oficina no había nadie a quien llamar; aún no había llegado nadie, excepto tú. Si estaba marcando tu número, ¿por qué ese impulso de ocultármelo? A no ser que fueras algo más que su inmediato superior.
»Y tus relaciones conmigo son igualmente desconcertantes, desde luego. En apariencia nos llevamos muy bien, y de pronto sales diciendo que soy la peor jefa de la cristiandad. Eso hace que me pregunte si Jason Story es el único que anda hablando con los periodistas. Es sorprendente esta personalidad que me ha surgido de pronto. Esta imagen. La tirana. La neurótica. La persona que en cierto modo es responsable de la muerte violenta de mi supervisora de la morgue. Susan y yo teníamos una relación de trabajo muy cordial, y hasta hace poco, Ben, también la teníamos nosotros. Pero se trata de mi palabra contra la tuya, y más ahora, en vista de la manera tan conveniente en que ha desaparecido hasta el último trozo de papel que podría documentar mis declaraciones. Y me aventuraría a predecir que ya has informado a alguien de que se han sustraído de la oficina importantes expedientes y notas personales, insinuando así que me los he llevado yo. Cuando desaparecen expedientes y notas, cada cual puede decir lo que le plazca acerca de su contenido, ¿verdad?
—No sé de qué me habla —replicó Ben Stevens. Cruzó el umbral, pero sin acercarse al escritorio ni tomar asiento. Tenía el rostro encendido, y los ojos endurecidos por el odio—. No sé que hayan desaparecido notas o expedientes de la oficina, pero si eso es cierto, no puedo ocultárselo a las autoridades, como tampoco puedo ocultarles que al venir esta noche al despacho en busca de algo que me había dejado la sorprendí registrando mi escritorio.
—¿Qué te has dejado, Ben?
—No tengo por qué contestar a sus preguntas.
—A decir verdad, sí. Trabajas para mí, y si vienes a la oficina por la noche y yo me entero de ello, tengo derecho a interrogarte.
—Adelante, déme la baja. Intente despedirme. Eso la hará quedar muy bien, en estos momentos.
—Eres un pulpo, Ben —él abrió mucho los ojos y se humedeció los labios—. Tus intentos de sabotearme sólo son un chorro de tinta que lanzas al agua porque tienes miedo y quieres desviar la atención para que nadie se fije en ti. ¿Mataste tú a Susan?
—Está usted loca —Le temblaba la voz.
—Susan salió de casa el día de Navidad a primera hora de la tarde con la excusa de ir a ver a una amiga. En realidad, tenía que verse contigo, ¿no es eso? ¿Sabías que cuando la encontraron muerta en el coche, el cuello del abrigo y el pañuelo que llevaba puesto olían a colonia de hombre, a esa colonia Red que guardas en el escritorio para acicalarte antes de ir a los bares del Slip a la salida del trabajo?
—No sé de qué me habla.
—¿Quién le pagaba?
—Tal vez usted.
—Eso es totalmente ridículo —respondí con toda mi calma—. Susan y tú estabais metidos en algún plan para hacer dinero, y sospecho que fuiste tú quien la indujo a mezclarse en el asunto, porque conocías sus puntos vulnerables. Probablemente Susan te había hecho confidencias. Sabías cómo convencerla para que se uniera a tus planes, y bien sabe Dios que tú necesitabas dinero. Sólo las cuentas de los bares debían de llevarse tu presupuesto. Las juergas son caras, y yo sé lo que cobras.
—Usted no sabe nada.
—Ben —Bajé el tono de voz—. Abandona. Déjalo ahora que aún estás a tiempo. Dime quién está detrás de todo esto.
No quiso mirarme a la cara.
—Las apuestas son muy altas cuando empieza a morir gente. Si mataste tú a Susan, ¿crees que podrás quedar impune?
No dijo nada.
—Si la mató otra persona, ¿crees que tú estás a salvo, que no puede ocurrirte lo mismo?
—Me está amenazando.
—Tonterías.
—No puede demostrar que la colonia que olió en el abrigo de Susan fuera la mía. No existen análisis para esta clase de cosas. No se puede meter un olor en un tubo de ensayo; no se puede conservar —replicó.
—Voy a pedirte que te vayas, Ben.
Giró en redondo y salió de su despacho. Cuando oí que se cerraban las puertas del ascensor, crucé el pasillo y atisbé por una ventana que daba al aparcamiento de atrás. No me arriesgué a bajar a mi coche hasta que vi marcharse a Ben.
El edificio del FBI es una fortaleza de hormigón que se alza en el cruce de la calle Nueve y la avenida Pennsylvania, en el corazón de Washington, DC., y cuando llegué allí a la mañana siguiente descubrí que me había precedido un grupo de al menos cien colegiales bulliciosos. Al verlos subir ruidosamente las escaleras, precipitarse a los bancos y arracimarse incansablemente en torno a enormes arbustos y árboles en macetas, me acordé de Lucy cuando tenía su edad. A Lucy le habría encantado hacer una visita a los laboratorios, y de repente la añoré.
Eché a andar con paso enérgico y seguro, pues había estado allí el suficiente número de veces para conocer el camino, y el parloteo de las agudas voces infantiles se fue difuminando como si se lo llevara el viento. Dirigiéndome hacia el centro del edificio, crucé el patio y pasé ante una zona de aparcamiento reservado y un guardia antes de llegar a una puerta de cristal. Dentro había un vestíbulo con muebles castaños, espejos y banderas. Una fotografía del presidente sonreía desde una pared, mientras que la otra exhibía el hit parade de los diez fugitivos más buscados del país.
En el escritorio de recepción le presenté mi permiso de conducir a un agente joven cuya actitud era tan seria como su traje gris.
—Soy la doctora Kay Scarpetta, jefa de Medicina Forense de Virginia.
—¿A quién desea ver?
Se lo dije.
Examinó mi fotografía, comprobó que no llevara ningún arma, llamó por teléfono y me entregó una insignia. A diferencia de la academia de Quantico, la sede central tenía una atmósfera que parecía almidonar el alma y poner rígida la columna.
No había visto nunca al agente especial Minor Downey, aunque la ironía de su apellido conjuraba en mí imágenes injustas. Tenía que ser un hombre frágil y delicado, con un cabello rubio muy claro que le cubría hasta el último centímetro del cuerpo excepto la cabeza. Sus ojos debían ser débiles y su piel escasamente tocada por el sol, y, por supuesto, debía entrar y salir sigilosamente de los sitios sin atraer la atención hacia su persona. Naturalmente, me equivocaba. Cuando se presentó un hombre robusto en mangas de camisa y me miró fijamente, me levanté del asiento.
—Usted debe de ser el señor Downey.
—Doctora Scarpetta —Me estrechó la mano—. Llámeme Minor, por favor.
Tenía cuarenta años como mucho, y, con sus gafas sin montura, su cabello castaño bien cortado y su corbata de rayas marrón y azul marino, resultaba atractivo en un estilo académico. Exudaba un aire de concentración e intensidad intelectual inmediatamente perceptible por cualquiera que hubiese pasado unos arduos años de estudios de postgrado, pues me era imposible recordar a ningún profesor de Georgetown o de Johns Hopkins que no comulgara con lo insólito y se le hiciera imposible conectar con los pedestres seres humanos.
—¿Y por qué plumas? —le pregunté cuando entrábamos en el ascensor.
—Tengo una amiga que es ornitóloga en el Museo Smithsoniano de Historia Natural —respondió—. Cuando los funcionarios de aviación civil empezaron a solicitar su colaboración en los casos de colisiones con pájaros, me sentí interesado. Las aves, ya lo sabe, son absorbidas por los motores de los aviones, y luego, al investigar los restos del accidente, se encuentran fragmentos de pluma y entran ganas de saber qué clase de ave causó el problema. En otras palabras, todo lo que es absorbido queda completamente desmenuzado. Una gaviota puede derribar un bombardero B—1, y si una colisión con un pájaro hace que un avión lleno de pasajeros pierda un motor, ya tenemos servido un buen problema. O lo que ocurrió una vez, que un somorgujo atravesó el parabrisas de un reactor Lear y decapitó al piloto. Todo eso es parte de mi trabajo. Estudio las absorciones de aves. Sometemos a prueba las turbinas y las hélices arrojándoles pollos. Ya me entiende: ¿resistirá el avión un pollo o dos?
»Pero puede uno encontrarse aves en toda clase de situaciones. Restos de pluma de paloma en la suela del sospechoso: ¿estuvo el sospechoso en el callejón donde se encontró el cadáver? O el ratero que se metió en una casa y entre otras cosas se llevó un papagayo amarillo, y en el maletero de su coche aparecieron unos restos que identificamos como plumas de papagayo amarillo. O el plumón que se descubrió en el cadáver de una mujer violada y asesinada. La encontraron en un contenedor de basura, dentro de una caja de altavoces Panasonic. Me pareció que era el fragmento de una pequeña pluma blanca de ánsar, idéntico al relleno del edredón que el sospechoso tenía en su cama. Este caso se resolvió gracias a una pluma y dos cabellos.
El tercer piso tenía la extensión de una manzana de la ciudad y estaba lleno de laboratorios donde distintos especialistas analizaban los explosivos, los restos de pintura, muestras de polen, herramientas, neumáticos y residuos utilizados para cometer crímenes o encontrados en el lugar de los hechos. Detectores de cromatografía gaseosa, microespectrofotómetros y superordenadores funcionaban mañana, tarde y noche, y había habitaciones llenas de muestras de pinturas para automóviles, materiales de construcción y plásticos. Seguí a Downey por una serie de pasillos blancos que, dejando atrás los laboratorios de análisis de ADN, nos condujo a la Unidad de Cabellos y Fibras donde él trabajaba. Su despacho servía también de laboratorio, y los muebles y estanterías de madera compartían el lugar con bancos de trabajo y microscopios. Las paredes y la alfombra eran de un tono beis, y los dibujos de colores prendidos con chinchetas a un tablón de anuncios me dijeron que este especialista en plumas de renombre internacional era padre de familia.