Deslizándome sigilosamente a su habitación, encontré a Lucy durmiendo de costado entre un lío de sábanas, el edredón de pluma caído en el suelo. Me conmovió ver que llevaba un chándal que había sacado de alguno de mis cajones. Ningún ser humano había deseado nunca dormir con nada mío, y le arreglé las sábanas con cuidado de no despertarla.
El trayecto hasta el centro resultó horrible, y envidié a los trabajadores cuyas oficinas estaban cerradas a causa de la nieve. Los que no habíamos recibido unas vacaciones inesperadas nos arrastrábamos lentamente por la autopista, patinando a la menor presión sobre el pedal del freno y esforzándonos por divisar algo a través de un parabrisas que las escobillas no alcanzaban a mantener limpio. Traté de imaginar cómo le explicaría a Margaret que mi sobrina adolescente creía que nuestro sistema informático no era seguro. ¿Quién había entrado en mi directorio y por qué Jennifer Deighton se había dedicado a marcar mi número y colgar acto seguido?
No llegué a la oficina hasta las ocho y media, y al entrar en el depósito me paré, intrigada, en mitad del corredor. Abandonada de cualquier manera ante la puerta de acero inoxidable del frigorífico había una camilla con un cadáver cubierto por una sábana. Comprobé la etiqueta que le colgaba del dedo gordo del pie, leí el nombre de Jennifer Deighton y miré a mí alrededor. No había nadie en el despacho ni en la sala de rayos X. Abrí la puerta del pabellón de autopsias y encontré a Susan vestida con ropa de trabajo, marcando un número en el teléfono. Al verme, se apresuró a colgar y me saludó con un nervioso «Buenos días».
—Me alegro de que hayas podido llegar —Me desabroché el abrigo mientras la contemplaba con curiosidad.
—Me ha traído Ben —explicó, refiriéndose a mi administrador, que tenía un Jeep con tracción en las cuatro ruedas—. Por ahora, sólo estamos nosotros tres.
—¿Hay noticias de Fielding?
—Ha llamado hace unos minutos para decir que no podía salir del garaje. Le he dicho que de momento sólo tenemos un caso, pero si nos llegan más Ben puede ir a buscarlo.
—¿Sabes que nuestro caso está abandonado en el pasillo?
Antes de responder, vaciló y se ruborizó.
—La llevaba a rayos X cuando ha sonado el teléfono. Lo siento.
—¿La has pesado y medido ya?
—No.
—Empecemos por eso.
Salió a toda prisa del pabellón de autopsias antes de que yo pudiera añadir ningún otro comentario. Los oficinistas y científicos que trabajaban en los laboratorios del piso de arriba a menudo solían entrar y salir del edificio por la puerta del depósito, porque daba al aparcamiento. Los empleados de mantenimiento también entraban y salían por allí. Dejar un cadáver desatendido en mitad de un corredor era un fallo grave e incluso podía hacer peligrar el caso si en el Tribunal examinaban la concatenación de las pruebas. Susan regresó empujando la camilla y, entre un nauseabundo hedor de carne en descomposición, nos pusimos a trabajar. Cogí guantes y un delantal plástico de un estante y coloqué varios formularios en una tablilla con sujetapapeles. Susan estaba callada y tensa. Cuando alzó el brazo hacia el cuadro de mandos para regular la balanza de suelo informatizada, advertí que le temblaba la mano. Quizá sufría de mareos matutinos.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
—Sólo un poco cansada.
—¿Estás segura?
—Del todo. Pesa exactamente ochenta y uno seiscientos. Me enfundé la bata verde y entre Susan y yo trasladamos el cuerpo a la sala de rayos X, al otro lado del pasillo, y lo pasamos de la camilla a la mesa. Aparté la sábana y le encajé un tope bajo el cuello para impedir que se ladeara la cabeza. La carne de la garganta estaba limpia, libre de carbonilla y quemaduras porque mientras la mujer se hallaba en el interior del coche con el motor en marcha le había quedado la barbilla pegada al pecho. No encontré lesiones evidentes, magulladuras ni uñas rotas. La nariz no estaba fracturada. No había cortes en el interior de los labios y no se había mordido la lengua.
Susan hizo radiografías y las metió en la reveladora mientras yo examinaba la parte frontal del cuerpo con una lupa. Recogí cierto número de fibras blancuzcas, apenas visibles, que posiblemente procedían de la sábana o de su ropa de cama, y encontré otras semejantes a las que había visto en las plantas de los calcetines. Recordé su cama con el cobertor arrugado, las almohadas apoyadas sobre la cabecera y un vaso de agua en la mesita. La noche de su muerte se había puesto rulos en el pelo, se había desvestido y, en un momento determinado, quizás había leído en la cama.
Susan salió del cuarto de revelado y se recostó contra la pared, sujetándose la región lumbar con ambas manos.
—¿Qué historia tiene esta señora? —preguntó—. ¿Estaba casada?
—Parece que vivía sola.
—¿Trabajaba?
—Llevaba un negocio desde su propia casa —Vi algo que me llamó la atención.
—¿Qué clase de negocio?
—Posiblemente algo relacionado con la adivinación del futuro —La pluma, adherida a la bata de Jennifer Deighton en la zona de la cadera izquierda, era muy pequeña y estaba sucia de hollín. Cogí una bolsa de plástico pequeña y traté de recordar si había visto otras plumas en algún lugar de su casa. Quizá las almohadas que había sobre la cama estaban rellenas de pluma.
—¿Encontró algún indicio de que estuviera relacionada con el ocultismo?
—Por lo visto, algunos vecinos creían que era una bruja —respondí.
—¿Por qué razón?
—Cerca de su casa hay una iglesia. Al parecer, las luces del campanario empezaron a encenderse y apagarse cuando ella se mudó allí, hace unos meses.
—Está bromeando.
—Yo misma vi cómo se encendían cuando me marchaba de la escena del crimen. El campanario estaba oscuro y de pronto se iluminó.
—Qué raro.
—Sí, fue raro.
—Puede que lo controle algún aparato.
—No es probable. Dejar las luces encendiéndose y apagándose durante toda la noche es un derroche de energía. En el caso de que sea cierto que se encienden y se apagan durante toda la noche. Yo sólo lo vi una vez.
Susan no dijo nada.
—Seguramente debe de haber un mal contacto en la instalación eléctrica —De hecho, pensé mientras reanudaba el trabajo, sería conveniente telefonear a la iglesia. Quizá no estuvieran al corriente de la situación.
—¿Encontró cosas extrañas en su casa?
—Cristales. Algunos libros insólitos.
Silencio.
Finalmente, Susan comentó:
—Ojalá me lo hubiera dicho antes.
—¿Perdón? —Levanté la mirada. Susan estaba contemplando el cadáver con desasosiego. Había palidecido—. ¿Seguro que te encuentras bien? —insistí.
—No me gustan estas cosas.
—¿Qué cosas?
—Es como si alguien tiene sida o algo así. Debería decírmelo desde el primer momento. Y más ahora.
—Es improbable que esta mujer tenga sida o…
—Habría tenido que decírmelo antes de que la tocara.
—Susan…
—Fui a la escuela con una chica que era bruja.
Dejé lo que estaba haciendo. Susan estaba rígida contra la pared, apretándose el vientre con las manos.
—Se llamaba Doreen. Pertenecía a una asamblea de brujas y en el último curso le echó una maldición a mi hermana gemela, Judy. Judy se mató en un accidente de tráfico dos semanas antes de graduarse.
Me la quedé mirando, perpleja.
—¡Ya sabe que no soporto estas cosas de ocultismo! Como aquella lengua de vaca con agujas clavadas que nos trajo la policía hace un par de meses. La que iba envuelta en un papel con una lista de nombres de personas muertas. La habían dejado sobre una tumba.
—Aquello fue una broma —le recordé con calma—. La lengua salió de una carnicería, y los nombres no tenían ningún sentido. Los habían copiado de las lápidas del cementerio.
—No hay que inmiscuirse con lo satánico, ni siquiera en broma —Le temblaba la voz—. Yo me tomo el mal tan en serio como a Dios.
Susan era hija de un pastor y había abandonado la religión hacía mucho tiempo. Nunca le había oído aludir siquiera a Satán ni mencionar a Dios como no fuera de un modo profano. Nunca había imaginado que fuera supersticiosa en lo más mínimo ni se asustara por nada. Estaba a punto de echarse a llorar.
—Te diré qué vamos a hacer —le dije con voz queda—. Puesto que hoy parece que voy a estar corta de personal, si te quedas arriba y atiendes los teléfonos yo me ocuparé de todo aquí abajo.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y me acerqué a ella de inmediato.
—Está bien —Le pasé un brazo sobre los hombros y la hice salir de la sala—. Vamos, vamos —dije con suavidad mientras ella se apoyaba en mí y empezaba a sollozar—. ¿Quieres que Ben te acompañe a casa?
Asintió con la cabeza y susurró:
—Lo siento, lo siento.
—Lo único que necesitas es un poco de descanso —La senté en una silla en el despacho del depósito y descolgué el teléfono.
Jennifer Deighton no había inhalado monóxido de carbono ni carbonilla porque en el momento en que la colocaron dentro de su coche ya no respiraba. Su muerte era un homicidio, sin lugar a dudas, y a lo largo de la tarde fui dejándole, impaciente, mensajes a Marino para que se pusiera en contacto conmigo. Intenté varias veces hablar con Susan para comprobar cómo se encontraba, pero su teléfono sólo sonaba y sonaba.
—Estoy preocupada —le confesé a Ben Stevens—. Susan no contesta al teléfono. Cuando la has llevado a casa, ¿te ha dicho si pensaba ir a alguna parte?
—Me dijo que iba a acostarse.
Estaba sentado ante su escritorio, revisando pliegos de listados de ordenador. En la radio colocada sobre una estantería sonaba suavemente música de rock and roll, y Ben bebía agua mineral con sabor a mandarina. Era inteligente, apuesto y juvenil. Trabajaba tanto como se divertía en los bares para solteros, según me habían contado. Estaba completamente segura de que su cargo como administrador de mi oficina sólo resultaría un breve paso en su carrera hacia algo mejor.
—Quizás ha desconectado el teléfono para poder dormir —sugirió, volviéndose hacia la calculadora.
—Quizá sea eso.
Se lanzó animosamente a la tarea de actualizar nuestros infortunios presupuestarios.
Bien entrada la tarde, cuándo empezaba a oscurecer, Stevens me llamó desde su despacho.
—Ha telefoneado Susan. Dice que no vendrá mañana. Y tengo a un tal John Deighton esperando al aparato. Dice que es hermano de Jennifer Deighton.
Stevens me pasó la llamada.
—Hola. Me han dicho que ha hecho usted la autopsia de mi hermana —farfulló un hombre—. Ah, soy el hermano de Jennifer Deighton.
—¿Su nombre, por favor?
John Deighton. Vivo en Columbia, Carolina del Sur.
Miré de soslayo hacia Marino, que acababa de entrar en el despacho, y le indiqué por gestos que tomara asiento.
—Dicen que enchufó una manguera al tubo de escape y se mató.
—¿Quién le ha dicho eso? —pregunté—. ¿Y no podría hablar más alto, por favor?
El hombre vaciló.
—No recuerdo cómo se llamaba. Habría debido anotarlo, pero estaba demasiado afectado.
A juzgar por la voz, no parecía muy afectado. Hablaba tan entre dientes que me resultaba difícil entender lo que decía.
—Lo siento mucho, señor Deighton —comencé—, pero cualquier información relativa a la muerte de su hermana deberá solicitarla por escrito. Junto con la solicitud escrita, necesitaré también algo que demuestre que es pariente de ella.
No respondió.
—¿Oiga? ——dije—. ¿Oiga?
Me contestó la señal de marcar.
—Es extraño —le dije a Marino—. ¿Le resulta conocido un tal John Deighton que dice ser hermano de Jennifer Deighton?
—¿Hablaba con él? Mierda. Estamos intentando localizarlo.
—Ha dicho que alguien le ha notificado ya la muerte.
—¿Sabe desde dónde llamaba?
—Supuestamente, desde Columbia, Carolina del Sur. Me ha colgado.
Marino no dio muestras de interés.
—Acabo de estar en la oficina de Vander —me anunció, refiriéndose a Neils Vander, el examinador jefe de huellas dactilares—. Ha revisado el coche de Jennifer Deighton, más los libros que tenía en la mesita de noche y un poema que estaba metido en uno de ellos. En cuanto a la hoja de papel en blanco que había sobre la cama, todavía no la ha examinado.
—¿Ha encontrado huellas, hasta ahora?
—Unas cuantas. Las pasará por el ordenador si hace falta. Seguramente casi todas las huellas son de la víctima. Tenga —Depositó una bolsa de papel sobre mi escritorio—. Que disfrute de la lectura.
—Tengo la impresión de que va usted a querer que pasen esas huellas por el ordenador lo antes posible —vaticiné con expresión severa.
Una sombra cruzó por sus ojos. Se dio masaje en las sienes.
—Está descartado que Jennifer Deighton cometiera suicidio —le informé—. Su nivel de monóxido de carbono era inferior al siete por ciento. No tenía rastros de humo ni carbonilla en las vías respiratorias. El tono rosado de la piel se debía a la exposición al frío, no a una intoxicación por monóxido de carbono.
—Cristo —masculló.
Hurgué entre los papeles que tenía delante y le entregué un diagrama corporal. A continuación, abrí un sobre y saqué varias fotografías Polaroid del cuello de Jennifer Deighton.
—Como puede ver —proseguí—, no hay lesiones externas.
—¿Y la sangre que había en el asiento del coche?
—Debida a una evacuación post mortem. El cuerpo empezaba a descomponerse. No encontré abrasiones ni contusiones, ni hematomas en las puntas de los dedos. Pero fíjese —Le mostré una fotografía del cuello tomada durante la autopsia—. Tiene hemorragias irregulares bilaterales en los músculos esternocleidomastoideos. Tiene también una fractura de la apófisis derecha del hioides. La causa de la muerte fue asfixia por compresión del cuello…
Marino me interrumpió agitado.
—¿Pretende decir que la estrangularon? Le enseñé otra fotografía.
—Tiene también algunas petequias faciales, o hemorragias puntuales. Estos hallazgos concuerdan con la hipótesis de una estrangulación, sí. Es un homicidio, y le sugeriría que se lo ocultáramos a la prensa el mayor tiempo posible.
—Esto no me hacía ninguna falta —Alzó la vista y me miró con ojos inyectados en sangre—. En este mismo instante tengo ocho homicidios por resolver esperándome encima de la mesa. El condado de Henrico no ha averiguado una mierda sobre Eddie Heath, y su viejo me telefonea casi todos los días. Y eso sin hablar de la maldita guerra por las drogas que se han montado en Mosby Court. Feliz Navidad, y una mierda. Esto no me hacía ninguna falta.