—Sí —Se quedó mirando un grupo de árboles que se recortaba contra el sol poniente—. Como le dije a Marino, espero que exista una explicación lógica de cómo llegó allí una huella de Waddell.
—La explicación lógica muy bien podría ser que, en un momento u otro, Waddell estuvo en esa casa.
—Entonces nos enfrentamos a una situación tan grotesca que desafía cualquier razonamiento, Kay. Un condenado en capilla anda suelto y está matando de nuevo. Y nos vemos obligados a suponer que otra persona ocupó su lugar en la silla la noche del trece de diciembre. Dudo que hubiera muchos voluntarios.
—Eso se diría —asentí.
—¿Qué sabes del historial delictivo de Waddell?
—Muy poco.
—Lo entrevisté hace unos años, en Mecklenburg.
Lo miré con interés.
—Prologaré mis próximas observaciones diciendo que no se mostró excesivamente cooperativo, puesto que se negó a hablar del asesinato de Robyn Naismith. Afirmaba que, si la había matado él, no se acordaba. No es que sea una reacción insólita. La mayoría de los delincuentes violentos que he entrevistado dicen tener mala memoria o niegan haber cometido el crimen. Antes de que llegaras, me hice mandar por fax una copia del protocolo de evaluación de Waddell. La estudiaremos después de cenar.
—Ya empiezo a alegrarme de haber venido, Benton.
Él tenía la mirada fija al frente, y nuestros hombros apenas se tocaban. La ladera que teníamos debajo se fue haciendo más empinada a medida que ascendíamos en silencio. Al cabo de un rato, me preguntó:
—¿Cómo estás, Kay?
—Mejor. Todavía hay momentos.
—Ya lo sé. Siempre habrá momentos. Pero cada vez menos, espero. Días, quizá, en que no lo sientas.
—Sí —concedí—. Ya los hay.
—Tenemos una información muy buena sobre el grupo que lo hizo. Creo que sabemos quién colocó la bomba.
Alzamos las puntas de los esquís y nos inclinamos hacia delante mientras el telesilla nos hacía bajar como polluelos empujados desde el nido. Tenía las piernas frías y rígidas del trayecto, y en las zonas de sombra había traicioneras placas de hielo. Los largos esquís blancos de Wesley se difuminaban sobre la nieve y reflejaban la luz al mismo tiempo. Descendió por la pista en una danza de deslumbrantes estelas de polvo de diamante, deteniéndose de vez en cuando para mirar atrás. Elevé ligeramente un bastón para indicarle que siguiera adelante mientras yo trazaba lánguidas curvas en paralelo y saltaba sobre las crestas de nieve dura. Mediado el descenso empecé a sentirme más ágil y caliente, y mis pensamientos volaron en libertad.
Cuando volví a mi habitación, a la caída de la tarde, descubrí que Marino me había dejado un mensaje diciendo que estaría en jefatura hasta las cinco y media y que le llamara lo antes posible.
—¿Qué ocurre? —le pregunté en cuanto descolgó.
—Nada que le ayude a dormir mejor. Para empezar, Jason Story anda diciendo pestes de usted a cualquiera que se le acerque, incluyendo a los periodistas.
—De alguna manera tiene que desfogarse —repliqué, y mi humor volvió a ensombrecerse.
—Y eso que hace no es bueno, pero tampoco es el peor de nuestros problemas. No podemos encontrar tarjetas con las diez huellas de Waddell.
—¿En ninguna parte?
—Lo ha captado. Hemos examinado su expediente en los archivos del Departamento de Policía de Richmond, de la policía del Estado y del FBI. Son las tres jurisdicciones que deberían tenerlas. Nada. Luego llamé a la penitenciaría para preguntarle a Donahue si podía seguirle la pista a los efectos personales de Waddell, como libros, cartas, peine, cepillo de dientes y cualquier cosa que pudiera proporcionar huellas latentes. ¿Y sabe qué? Donahue dice que lo único que la madre de Waddell quiso llevarse fue el reloj y el anillo. Los de Instituciones Penitenciarias destruyeron todo lo demás.
Me dejé caer pesadamente sobre el borde de la cama.
—Y me he guardado lo mejor para el final, doctora. El laboratorio de armas de fuego ha encontrado algo bueno, y no se creerá lo que voy a decirle: las balas recobradas de Eddie Heath y de Susan Story fueron disparadas con la misma pistola, una veintidós.
—Dios mío —dije.
En la planta del Homestead Club había un conjunto tocando jazz, pero el público era escaso y la música no demasiado fuerte para hablar. Connie se había llevado a Lucy a ver una película, dejándonos a Wesley y a mí ante una mesa en un rincón desierto de la pista de baile. Los dos bebíamos coñac. Aunque él no parecía tan cansado físicamente como yo, la tensión había vuelto a su rostro.
Wesley echó el brazo atrás, cogió una vela de una mesa desocupada y la colocó junto a las otras dos de las que ya se había apoderado. La luz era parpadeante pero suficiente, y aunque no hubo ningún huésped que se nos quedara mirando fijamente, sí atraíamos alguna mirada de reojo. Supuse que debía de parecer un sitio extraño para trabajar, pero el vestíbulo y el salón comedor no ofrecían suficiente intimidad, y Wesley era excesivamente discreto para sugerir que nos reuniéramos en su habitación o la mía.
—Al parecer, tenemos aquí cierto número de elementos en conflicto —observó—. Pero el comportamiento humano no está grabado en piedra. Waddell pasó diez años en la cárcel. No sabemos cómo pudo cambiar. Yo clasificaría el asesinato de Eddie Heath como un homicidio con móvil sexual, mientras que, a primera vista, el homicidio de Susan Story parece una ejecución, una eliminación.
—Como si hubieran intervenido dos personas distintas —señalé, jugueteando con la copa de coñac.
Se inclinó sobre la mesa y hojeó ociosamente el informe del caso de Robyn Naismith.
—Es interesante —comentó sin levantar la vista—. Siempre estamos oyendo hablar del modus operandi, de la firma del delincuente. Siempre elige tal tipo de víctima o tal clase de lugar, prefiere el cuchillo y todo eso. Pero, en realidad, no siempre es así. Y la emoción del crimen tampoco es siempre evidente. He dicho que el homicidio de Susan Story, a primera vista, no parece responder a un motivo de índole sexual. Pero cuanto más pienso en ello, más tiendo a creer que hay un componente sexual. Creo que al asesino le atrae el «punzonismo».
—Robyn Naismith recibió numerosas puñaladas —recordé.
—Sí. Yo diría que lo que le hicieron es un ejemplo de manual. No había evidencia de violación, aunque eso no significa que no se produjera. Pero no había semen. El repetido hundimiento del cuchillo en el abdomen, las nalgas y los pechos fue un sustituto de la penetración peneana. Punzonismo evidente. Las mordeduras son menos evidentes; en mi opinión, no se relacionan en absoluto con ningún componente oral del acto sexual, sino que constituyen igualmente un sustituto de la penetración peneana. Dientes que penetran en la carne, canibalismo, como lo que les hacía John Joubert a los repartidores de periódicos que asesinó en Nebraska. Luego están las balas. Normalmente no las relacionaríamos con el punzonismo, pero si reflexionamos unos instantes, la dinámica, en algunos casos, resulta clara. Algo que penetra en la carne.
—No hay ninguna evidencia de punzonismo en la muerte de Jennifer Deighton.
—Cierto. Volvemos a lo que estaba diciendo: no siempre hay una pauta clara. Desde luego, en este caso no hay una pauta clara, pero los asesinatos de Eddie Heath, Jennifer Deighton y Susan Story tienen un elemento en común. Yo calificaría los tres crímenes de organizados.
—En el caso de Jennifer Deighton, no tanto —objeté—. Todo parece indicar que el asesino intentó hacer pasar su muerte por un suicidio y no lo consiguió. O quizá ni siquiera pretendía matarla y le apretó demasiado el cuello.
—Es muy probable que matarla antes de colocarla en el coche no formara parte del plan —concedió Wesley—. Pero lo cierto es que al parecer había un plan. Y la manguera conectada al tubo de escape fue seccionada con un instrumento cortante que no se ha encontrado. O bien el asesino trajo una herramienta o un arma consigo o bien utilizó algo que encontró en la casa y luego se lo llevó. Eso es un comportamiento organizado. Pero antes de que vayamos demasiado lejos con todo esto, quiero recordarte que no tenemos ninguna bala del calibre veintidós ni ninguna otra prueba que relacione el homicidio de Jennifer Deighton con los de Susan y el joven Heath.
—Creo que la tenemos, Benton. Se encontró una huella de Ronnie Waddell en una silla del comedor de la casa de Jennifer Deighton.
—No nos consta que fuese Ronnie Waddell quien disparó contra los otros dos.
—El cuerpo de Eddie Heath estaba dispuesto de una manera que recordaba el caso de Robyn Naismith. El chico fue atacado la noche en que Ronnie Waddell iba a ser ejecutado. ¿No crees que aquí hay una relación extraña?
—Digámoslo así —respondió—: no quiero creerlo.
—Ninguno de nosotros lo quiere, Benton. ¿Cuál es tu verdadera impresión?
Hizo un gesto a la camarera para que nos sirviera más coñac, y la luz de las velas le iluminó las nítidas líneas de la barbilla y el pómulo izquierdo.
—¿Mi verdadera impresión? De acuerdo. Tengo una impresión muy mala de todo esto —respondió—. Creo que Ronnie Waddell es el denominador común, pero no sé qué significa eso. Se le ha atribuido una huella latente recién encontrada en la escena de un crimen, pero no podemos encontrar sus huellas en los archivos ni ninguna otra cosa que pueda conducir a una identificación indudable. Tampoco le tomaron las huellas en la morgue, y la persona que supuestamente se olvidó de tomarlas ha sido luego asesinada con la misma pistola utilizada para matar a Eddie Heath. Por lo visto, el representante legal de Waddell, Nick Grueman, conocía a Jennifer Deighton, y de hecho parece que ella le envió un mensaje por fax unos días antes de morir asesinada. Finalmente, sí, existe un parecido sutil y peculiar entre las muertes de Eddie Heath y Robyn Naismith. Francamente, no puedo dejar de preguntarme si el ataque contra Heath no pretendía ser simbólico, por alguna razón.
Esperó hasta que hubieron dejado las bebidas ante nosotros y luego abrió un sobre de papel marrón que venía unido al expediente de Robyn Naismith. Este pequeño acto desencadenó algo en lo que no había pensado antes.
—Tuve que sacar sus fotografías de Archivos —dije.
Wesley me miró de reojo mientras se calaba las gafas.
—En estos casos tan antiguos, los expedientes en papel se han reducido a microfilme, cuyas copias están en la carpeta que tienes tú. Los documentos originales se destruyen, pero conservamos las fotos originales. Se guardan en Archivos.
—¿Y eso qué es? ¿Una sala de tu edificio?
—No, Benton. Un almacén junto a la Biblioteca del Estado; el mismo almacén donde la Oficina de Ciencias Forenses conserva las pruebas de sus antiguos casos.
—¿Vander aún no ha encontrado la fotografía de la huella ensangrentada que Waddell dejó en la casa de Robyn Naismith?
—No —respondí, y nos miramos a los ojos. Los dos sabíamos que Vander no la encontraría nunca.
—Dios mío. ¿Quién se encargó de traerte las fotos de Robyn Naismith?
—Mi administrador ——dije—. Ben Stevens. Hizo un viaje a Archivos alrededor de una semana antes de que ejecutaran a Waddell.
—¿Por qué?
—En las últimas etapas de un proceso de apelación siempre se hacen muchas preguntas, y me gusta tener a mano la información del caso o casos en cuestión. Así que los viajes a Archivos son de rutina. Lo que varía un poco en este caso de que estamos hablando es que no tuve que pedirle a Stevens que fuera a Archivos a buscar las fotos. Se ofreció voluntario.
—¿Y se sale eso de lo corriente?
—Visto retrospectivamente, debo reconocer que sí.
—De lo cual puede deducirse —observó Wesley— que quizá tu administrador se ofreció voluntario porque lo que realmente le interesaba era el expediente de Waddell, o más concretamente, la fotografía de la huella de un pulgar ensangrentado que debería formar parte del mismo.
—Lo único que puedo afirmar con certeza es que, si Stevens quería manipular un expediente de Archivos, necesitaba un motivo legítimo para visitar el almacén. Si, por ejemplo, llegara a mi conocimiento que había ido allí sin que ninguno de los médicos forenses hubiera realizado una solicitud, resultaría muy extraño.
A continuación, le hablé de la irrupción subrepticia en el ordenador de mi oficina y le expliqué que de los dos terminales en cuestión, uno me estaba asignado a mí y el otro a Stevens. Mientras hablaba, Wesley iba tomando notas. Cuando callé, levantó la mirada hacia mí.
—Al parecer, se diría que no encontraron lo que buscaban —comentó.
—Yo sospecho que no.
—Lo cual nos lleva a la pregunta evidente: ¿qué buscaban?
Hice girar lentamente el coñac en la copa. A la luz de las velas era ámbar líquido, y cada sorbo ardía deliciosamente al bajar.
—Acaso algo relativo a la muerte de Eddie Heath. Yo estaba examinando otros casos en los que las víctimas presentaran marcas de mordeduras o lesiones asociadas con actos de canibalismo, y tenía un fichero en mi directorio. Aparte de eso, no se me ocurre qué otra cosa podía buscar nadie.
—¿Guardas alguna vez notas interdepartamentales en tu directorio?
—En un subdirectorio del tratamiento de textos.
—¿La contraseña para acceder a esos documentos es la misma?
—Sí.
—¿Y guardas en el tratamiento de textos los informes de las autopsias y demás documentos relativos a los casos?
—Normalmente, sí. Pero cuando entraron en mi directorio no recuerdo que hubiera ningún fichero con información delicada.
—Pero la persona que entró no tenía por qué saberlo.
—Obviamente no —asentí.
—¿Y el informe de la autopsia de Ronnie Waddell, Kay? Cuando entraron en tu directorio, ¿estaba su informe en el ordenador?
—Debía estar. Lo ejecutaron el lunes trece de diciembre. La irrupción se produjo el jueves dieciséis de diciembre, mientras yo hacía el post mortem de Eddie Heath y Susan se hallaba en mi despacho del piso de arriba, en teoría descansando en el sofá tras haber respirado vapores de formalina.
—Es desconcertante —Frunció el entrecejo—. Suponiendo que fuera Susan quien entró en tu directorio, ¿por qué habría de interesarle el informe de la autopsia de Waddell, si de eso se trata? Después de todo, estuvo presente en la autopsia. ¿Qué hubiera podido encontrar en el informe que ella no supiera ya?
—No se me ocurre nada.
—Bien, digámoslo de otra manera. ¿Qué detalles relacionados con la autopsia no habría podido conocer estando presente la noche en que llevaron su cadáver a la morgue? O quizá sería mejor decir la noche en que llevaron un cadáver a la morgue, puesto que no tenemos la certeza de que aquel individuo fuese Waddell —añadió con expresión sombría.