Cruel y extraño (23 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco.

BOOK: Cruel y extraño
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—¿Y el ángulo? —pregunté.

—Bastante cerrado hacia arriba. Yo diría que, si en el momento de recibir esta herida estaba sentada en el coche, debía de estar caída hacia delante o tener la cabeza agachada.

—No es así como la encontraron —objeté—. Estaba recostada en el asiento.

—Entonces imagino que alguien debió de colocarla así —comentó Wright—. Después de dispararle. Y diría que la bala que atravesó el puente fue la última. Mi opinión es que cuando recibió el segundo disparo ya estaba incapacitada, quizá desplomada sobre el volante.

A intervalos podía afrontar la situación, como si no estuviéramos hablando de nadie que conociera. Pero luego me recorría un estremecimiento y las lágrimas pugnaban por saltar. En dos ocasiones tuve que salir fuera a respirar el aire frío del aparcamiento. Cuando Wright llegó al feto de diez semanas que llevaba en el útero, una niña, me retiré a mi despacho en el piso de arriba. Según las leyes de Virginia, la criatura por nacer no era una persona y en consecuencia no había podido ser asesinada, porque no se puede asesinar a una no persona.

—Dos por el precio de una —comentó Marino con amargura cuando hablamos por teléfono más tarde.

—Lo sé —dije yo, mientras abría un frasco de aspirinas.

—En el tribunal, a los puñeteros miembros del jurado no les dirán que estaba embarazada. No sería admisible, no hace al caso que asesinara a una mujer en estado.

—Lo sé —repetí—. Wright ya casi ha terminado. En el examen externo no se ha encontrado nada significativo. Ningún residuo del que valga la pena hablar, nada que llame la atención. ¿Qué tal van las cosas por su lado?

—No cabe duda de que a Susan le pasaba algo —respondió Marino.

—¿Problemas con su marido?

—Según él, los problemas los tenía con usted. Asegura que la trataba usted de un modo muy extraño, telefoneando mucho a su casa y atosigándola. Y a veces al volver del trabajo parecía medio loca, como si estuviese muerta de miedo por algo.

—Susan y yo no teníamos ningún problema —Me tragué tres aspirinas con un sorbo de café frío.

—Sólo estoy diciéndole lo que ha dicho él. Otra cosa, y creo que esto le parecerá interesante, es que por lo visto tenemos otra pluma. No quiero decir que eso relacione este caso con el de Deighton, doctora, ni que ésta sea necesariamente mi opinión. Pero, puñeta, puede que nos las estemos viendo con un pájaro que lleva una chaqueta o unos guantes rellenos de plumón. No sé. Pero no es típico. Hasta ahora, la única vez que había encontrado plumas fue cuando un zángano se coló en una casa rompiendo la ventana y se rasgó la chaqueta de plumón con los vidrios rotos.

Me dolía tanto la cabeza que me sentía mareada.

—La que hemos encontrado en el coche de Susan es muy pequeña, un pedacito de plumón blanco —prosiguió—. Estaba adherido a la tapicería de la portezuela del acompañante. Por la parte interior, cerca del suelo, unos cinco centímetros por debajo del apoyabrazos.

—¿Puede hacerme llegar esa pluma? —le pregunté.

—Sí. ¿Qué piensa hacer?

—Llamar a Benton.

—He estado intentándolo, maldita sea. Creo que se ha ido fuera de la ciudad con su mujer.

—Tengo que preguntarle si Minor Downey puede ayudarnos.

—¿Se refiere usted a una persona o a un suavizante para la ropa?

—Minor Downey, analista de cabellos y fibras en los laboratorios del FBI. Su especialidad es el análisis de plumas.

—¿Y se llama Downey
[1]
? ¿Ése es su verdadero nombre? —preguntó Marino con incredulidad

—Su verdadero nombre —le aseguré.

8

El teléfono sonó mucho rato en la Unidad de Ciencias de la Conducta del FBI, situada en los recovecos subterráneos de la academia de Quántico. Podía imaginarme sus pasillos sombríos y desorientadores, y los despachos repletos de recuerdos de guerreros consumados como Benton Wesley, que según me dijeron se había ido a esquiar.

—De hecho, en estos momentos soy la única persona que hay aquí —dijo el cortés agente que había descolgado el teléfono.

—Soy la doctora Kay Scarpetta y es urgente que hable con él.

Benton Wesley me devolvió la llamada casi de inmediato.

—Benton, ¿dónde estás? —La intensidad de la electricidad estática me hizo levantar la voz.

—En el coche —respondió—. Connie y yo hemos pasado la Navidad con su familia, en Charlottesville. Acabamos de salir de allí, de camino hacia Hot Springs. Me he enterado de lo que le ha ocurrido a Susan Story. Dios, no sabes cuánto lo siento. Pensaba llamarte esta noche.

—Te estoy perdiendo. Casi no te oigo.

—Espera un momento.

Esperé con impaciencia durante un minuto largo. Luego volví a oír su voz.

—Ahora se oye mejor. Estábamos en una zona baja. Dime, ¿qué necesitas de mí?

—Necesito que el FBI me ayude analizando algunas plumas.

—No hay problema. Llamaré a Downey.

—Tengo que hablar contigo —añadí con desgana, pues sabía que estaba poniéndolo entre la espada y la pared—. No creo que pueda esperar.

—Un momento.

Esta vez la pausa no se debió a la estática. Estaba consultando con su esposa.

—¿Sabes esquiar? —volvió su voz.

—Según a quién se lo preguntes. .

—Connie y yo vamos a pasar un par de días en el Homestead. Podríamos hablar allí. ¿Puedes escaparte?

—Aunque haya de remover el cielo y la tierra, y llevaré a Lucy.

—Muy bien. Connie y ella se harán compañía mientras nosotros hablamos. Os reservaré habitación cuando lleguemos. ¿Puedes traer algo para que le eche un vistazo?

—Sí.

—Trae también todo lo que tengas sobre el caso de Robyn Naismith. Vamos a tener en cuenta todas las posibilidades, hasta las imaginarias.

—Gracias, Benton—dije con alivio—. Y dale las gracias a Connie, por favor.

Decidí abandonar la oficina de inmediato, sin dar apenas ninguna explicación.

—Le vendrá bien —comentó Rose mientras anotaba el número del Homestead. No se figuraba que mi intención no era relajarme en un hotel de cinco estrellas. Por un instante se le llenaron los ojos de lágrimas cuando le pedí que informara a Marino de mi paradero para que pudiera comunicarse conmigo de inmediato si surgía alguna novedad en el caso de Susan.

—Por favor, no digas a nadie más dónde voy a estar —añadí.

—En los últimos veinte minutos han llamado tres periodistas —me informó—. Entre ellos, uno del Washington Post.

—Por el momento, no pienso hablar del caso de Susan. Diles lo de costumbre, que estamos esperando los resultados del laboratorio. Diles solamente que he salido de la ciudad y que estoy ilocalizable.

Mientras conducía en dirección oeste, hacia las montañas, no cesaban de acosarme imágenes. Volví a ver a Susan con su holgada bata de trabajo, y las caras de sus padres cuando Marino les anunció que estaba muerta.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Lucy. Desde que salimos de casa, no dejaba de mirarme a cada minuto.

—Estoy preocupada, nada más —le contesté, concentrada en la carretera—. Ya verás cómo te gusta esquiar. Tengo el presentimiento de que se te dará bien.

Volvió la mirada hacia el parabrisas sin decir nada. El cielo era de un azul índigo descolorido, y a lo lejos se erguían montañas espolvoreadas de nieve.

—Lamento que vayan así las cosas —proseguí—. Cada vez que vienes a verme sucede algo que me impide dedicarte toda mi atención.

—No necesito toda tu atención.

—Algún día lo entenderás.

—Quizá yo también me tomo el trabajo de la misma manera. De hecho, quizá lo he aprendido de ti. Probablemente yo también tendré éxito como tú.

El espíritu me pesaba como el plomo. Me sentí aliviada por llevar gafas de sol. No quería que Lucy me viera los ojos.

—Sé que me quieres. Eso es lo importante. Sé que mi madre no me quiere—dijo mi sobrina.

—Dorothy te quiere tanto como es capaz de querer a alguien.

—Tienes toda la razón. Tanto como es capaz, que no es mucho porque no soy un hombre. Sólo quiere a los hombres.

—No, Lucy. En realidad, tu madre no quiere a los hombres. Sólo son un síntoma de su obsesiva necesidad de encontrar a alguien que la haga sentir completa. No se da cuenta de que eso ha de conseguirlo por sí misma.

—Lo único «completo» de esta ecuación es que siempre elige gilipollas.

—Estoy de acuerdo en que su promedio no es bueno.

—No pienso vivir así. No quiero ser como ella en nada.

—No lo eres —le aseguré.

—He leído en el folleto del sitio al que vamos que tienen tiro al plato.

—Tienen toda clase de cosas.

—¿Has traído un revólver?

—No se tira al plato con revólver, Lucy.

—Si eres de Miami, sí.

—Si no dejas de bostezar, vas a contagiarme.

—¿Por qué no has traído un revólver? —insistió.

Llevaba el Ruger en la maleta, pero no pensaba decírselo.

—¿Por qué te preocupa tanto si lo he traído o no? —pregunté a mi vez.

—Quiero aprender a manejarlo bien. Tan bien que pueda acertar en las doce del reloj cada vez que lo intente —respondió con voz soñolienta.

Me dolió el corazón cuando la vi enrollar su chaqueta para usarla como almohada. Se recostó hacia mí, tocándome el muslo con la cabeza mientras dormía. No se imaginaba lo muy tentada que me sentía de mandarla de vuelta a Miami en aquel mismo instante. Pero me daba cuenta de que percibía mi miedo.

El Homestead estaba situado en una finca de seis mil hectáreas de bosque y arroyos en los montes Allegheny, y el ala principal del hotel era de ladrillo rojo oscuro con hileras de columnas blancas. La cúpula blanca tenía un reloj en cada uno de los cuatro costados, cuatro relojes en total que marcaban siempre la misma hora y podían verse desde kilómetros de distancia, y las pistas de tenis y los campos de golf estaban completamente blancos de nieve.

—Estás de suerte —le dije a Lucy mientras unos atentos personajes de uniforme gris se dirigían hacia nosotras—. Habrá unas condiciones magníficas para esquiar.

Benton Wesley había cumplido su promesa, y cuando llegamos a recepción encontramos una reserva esperándonos. Había tomado una habitación doble con puertas cristaleras que daban a un balcón con vistas al casino, y encima de una mesa había flores enviadas por Connie y él. «Os esperamos en las pistas —decía la tarjeta—. Hemos concertado una lección para Lucy a las tres y media.»

—Hemos de darnos prisa —urgí a Lucy mientras abríamos las maletas—. Tienes tu primera lección de esquí dentro exactamente de cuarenta minutos. Pruébate esto —Le arrojé unos pantalones de esquí rojos seguidos de chaqueta, calcetines, guantes y suéter, que volaron por los aires para aterrizar en su cama—. No te olvides la riñonera. Si necesitas algo más tendremos que comprarlo luego.

—No tengo gafas de esquí —comentó, y pasó la cabeza por un jersey azul de cuello de cisne—. La nieve me cegará.

—Ponte las mías. El sol pronto irá de bajada, de todos modos.

Entre coger el funicular de las pistas y alquilar el equipo para Lucy, cuando nos presentamos al monitor que esperaba junto al telearrastre eran las tres y veintinueve. Los esquiadores eran manchas de colores vivos que se deslizaban cuesta abajo, y sólo al llegar cerca se convertían en personas. Me incliné hacia delante, con los esquís firmemente apretados al talud, y examiné las colas de esquiadores y los telesillas protegiéndome los ojos con una mano. El sol se aproximaba a las copas de los árboles y se reflejaba deslumbrante en la nieve, pero las sombras ya se alargaban y la temperatura estaba descendiendo rápidamente.

Me fijé en la pareja sencillamente por la elegancia de su descenso en paralelo, con los bastones alzados como plumas y sin salpicar apenas nieve mientras se elevaban y giraban como pájaros. Reconocí la cabellera plateada de Benton Wesley y levanté la mano. Él volvió la cabeza hacia Connie y, tras gritarle algo que no alcancé a oír, se lanzó a un vertiginoso descenso por la ladera, con los esquís tan juntos que no se hubiera podido introducir una hoja de papel entre ellos.

Cuando frenó levantando una estela de nieve y se echó las gafas de esquí hacia atrás, pensé de pronto que aunque no lo conociera igualmente lo habría contemplado. Los pantalones de esquiar negros ceñían unas piernas musculosas que hasta entonces me habían pasado desapercibidas bajo los trajes clásicos que solía vestir, y la chaqueta que llevaba me recordó una puesta de sol en Cayo Hueso. El frío le hacía brillar la cara y los ojos, y confería a sus pronunciadas facciones una apariencia más llamativa que terrible. Connie se detuvo suavemente a su lado.

—Es magnífico que estés aquí —me saludó Wesley, y como siempre que lo veía u oía su voz, me vino el recuerdo de Mark. Habían sido colegas y amigos íntimos. Se les habría podido tomar por hermanos.

—¿Dónde está Lucy? —preguntó Connie.

—En este preciso momento está conquistando el telearrastre —respondí, y se la señalé.

—Espero que no te habrá molestado que la haya apuntado para una lección.

—¿Molestarme? Te estoy más que agradecida por haber pensado en ello. Se lo está pasando en grande.

—Creo que voy a quedarme aquí a mirar cómo lo hace —dijo Connie—. Luego me apetecerá una bebida caliente, y tengo el presentimiento de que a Lucy le ocurrirá lo mismo. Parece que tú aún no has tenido suficiente, Ben.

Wesley se volvió hacia mí.

—¿Te animas a un descenso rápido?

Intercambiamos comentarios sobre cuestiones sin importancia mientras hacíamos cola y quedamos en silencio cuando el asiento doble dio la vuelta y nos recogió. Wesley bajó la barra de seguridad mientras el cable nos elevaba hacia lo alto de la montaña. El aire era cortante y limpio, lleno con el ruido apagado de los esquís que siseaban y chocaban sordamente contra la nieve compacta. La nieve que lanzaban las máquinas flotaba como humo en los bosques que separaban las pistas.

—He hablado con Downey —comenzó—. Te recibirá en el cuartel general en cuanto puedas llegar allí.

—Es una buena noticia —respondí—. ¿Qué te han contado, Benton?

—He hablado varias veces con Marino. Por lo visto, en estos momentos tienes varios casos abiertos que no están necesariamente relacionados por la evidencia, sino por una peculiar coincidencia de tiempo.

—Creo que se trata de algo más que una coincidencia. Ya sabes que se encontró una huella de Ronnie Waddell en casa de Jennifer Deighton.

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