—Sería mejor que bajáramos a la llanura —dijo Bush—. Creo que éste es el lugar que necesitamos. Tengo amigos aquí…, los Borrow.
—¿Quieres decir que viven aquí?
—Tienen una tienda. Roger Borrow era artista. Su esposa es muy gentil.
—¿Crees que me gustarán?
—No estoy muy seguro…
Echaron a andar. Bush pensaba que quizá podría consolidar su poco deseada relación con Ann presentándola a Roger y Ver; no eran claros aún sus sentimientos con respecto a su compañera de viaje. Ann lo observó durante un instante y luego lo siguió. El jurásico era casi el lugar más aburrido que pudiera imaginarse para estar solo.
Con los bultos a la espalda, emplearon la mayor parte del día en descender. No era fácil, debido a que les era imposible ver dónde ponían los pies a cada paso; estaban completamente aislados de la realidad que los rodeaba. Eran espectros, incapaces de alterar en el más mínimo grado la más pequeña cosa de aquel mundo —ni siquiera el más pequeño guijarro del camino— a menos que, de frecuentarlo, los carismas propios del lugar se les aparecieran. Únicamente los filtraires les proporcionaban una tenue conexión con ese presente, bombeando el aire que necesitaban a través del invisible muro de la entropía temporal que los rodeaba. El nivel del suelo generalizado que pisaban estaba a veces por debajo del ‘presente’ nivel del suelo, por lo que tenían que avanzar penosamente entre el humus que ascendía hasta sus espectrales rodillas… En otras ocasiones tenían la impresión de ir caminando por el aire.
En el bosque pudieron avanzar en línea recta a través de los árboles. Pero algún árbol podía detenerlos ocasionalmente; sentían como una presencia viscosa, y debían rodearlo; eso significaba que la duración de su vida iba a ser tan larga —sobreviviría lo suficiente a los azares de la vida— como para crear una fantasmagórica obstrucción en el camino.
A la llegada del ocaso, Bush se detuvo y plantó su tienda, hinchándola hasta que tomara la forma adecuada. Comieron juntos, y luego él se lavó las manos de modo ostensible para ir a dormir.
—¿Tú no te lavas nunca? —preguntó a Ann.
—A veces. Supongo que tú te lavas porque te gusta…
—¿Y a quién no…?
—Yo permanezco mugrienta porque me gusta.
—Debe ser alguna especie de neurosis.
—Sí. Probablemente se deba a que los tipos limpios como tú siempre son aburridos.
Bush se sentó junto a ella y la miró directamente a la cara.
—Realmente te gusta molestar a la gente, ¿eh? ¿Por qué? ¿Es porque piensas que eso es bueno para la gente? ¿O bueno para ti?
—Quizá se deba a que he renunciado a esperar complacerles.
—Sin embargo siempre he pensado que la gente era patéticamente fácil de complacer —más tarde, al recordar este fragmento de conversación, se sintió molesto por no haber prestado más atención a su comentario; indudablemente ofrecía una forma de penetrar en el comportamiento de Ann, y quizás un indicio de la mejor forma de tratarla. Pero cuando llegó a la conclusión de que, pese a su susceptibilidad, era una chica con la que realmente se podía conversar, Ann se había ido.
De todos modos era un error discutir con ella tras un día agotador, sin una queja; incluso la Dama Oscura había abandonado la vigilancia.
Se despertó a la mañana siguiente para descubrir a Ann aun durmiendo, y salió para contemplar el amanecer. Era como un sueño salir de la cama y encontrarse fuera con aquel inmenso paisaje sobrecargado; pero el sueño era capaz de sustentarse por sí mismo durante millones de años. Un millón de años… Quizá de acuerdo con la escala de valores de la que un día la humanidad sería dueña, un millón de años fueran considerados como algo más vacuo, más trivial que un segundo. Del mismo modo, ninguno de aquellos amaneceres haría más efecto en él que la más insignificante observación que pudiera hacer Ann.
Mientras recogían todo para continuar, Ann volvió a preguntarle si pensaba hacer una composición de ella. Bush se sintió satisfecho ante ese interés, por poco fundamentado que fuera, por su trabajo.
—Estoy buscando algo nuevo. Me siento bloqueado… Es algo que ocurre muy a menudo a los artistas creativos. De repente la conciencia humana se siente sobrecargada con esta estructura temporal enteramente nueva, y deseo reflexionar del mejor modo posible sobre mi trabajo creativo…, de modo que no sea tan sólo una ilustración, ¿me comprendes? Pero no consigo empezar, no consigo entrar en ello.
—¿Vas a hacer una composición de mí?
—Acabo de decírtelo: no. Las composiciones no son retratos de gente en particular.
—¿Quieres decir que son abstractas?
—Supongo que no conoces la obra de J. M. W. Turner… Desde su tiempo…, mediados de la época victoriana, poseemos los medios técnicos de reproducir las formas de la naturaleza. Los abstractos reproducen formas e ideas; y, pese a todas nuestras computadoras, únicamente el hombre puede realizar arte abstracto.
—Me gustan las pinturas de las computadoras.
—Yo las odio. Mis composiciones espaciocinéticas intentan… oh, identificar el espíritu de un momento, de una época. A veces he utilizado espejos en mi trabajo…, entonces cada uno veía algo distinto en la CEC, con fragmentos de sus propios rasgos flotando sobre el conjunto; ésa es la forma en que vemos el universo, no existe una visión objetiva de él. ¿Has pensado alguna vez en ello? Nuestros propios rasgos nos miran desde todos lados…
—¿Eres religioso, Bush?
El hombre sacudió la cabeza y se levantó lentamente, apartando la vista de la chica.
—Me gustaría serlo. Mi padre, que es dentista, es un hombre religioso… Sin embargo, a veces, cuando conseguía realmente que las ideas brotaran de mis dedos, cuando creaba mis mejores CEC, entonces había algo de Dios en mí.
A la mención de Dios, ambos quedaron pensativos. Mientras ayudaba a Ann a levantarse, Bush dijo en un tono brusco y prosaico:
—¿Así que no conoces la obra de Turner?
—No.
El tema quedó cerrado. Y no fue sino hasta el atardecer, casi al llegar a las llanuras, que vieron las primeras criaturas de los llanos, correteando por un valle. Obedeciendo al instinto, el primer impulso de Bush fue observarlas desde detrás de un árbol. Luego recordó que ellos eran menos que fantasmas para esas inmensas criaturas, y se dirigió a pecho descubierto hacia ellas. Ann lo siguió.
Dieciocho estegosaurios parecían llenar el pequeño valle. El macho era un gigante, de quizá siete metros de largo y redondo como un barril, con su erizado caparazón dando la impresión de ser mucho más ancho de lo que realmente era. Las gruesas placas a lo largo de su lomo tenían un sucio color verde pizarroso, pero la mayor parte de la armadura de su cuerpo era de un naranja pálido. Arrancaba el follaje con sus mandíbulas, pero mantenía constantemente sus pequeños ojos alerta ante cualquier peligro.
Tenía dos hembras con él; algo más pequeñas, y caparazones más ligeros. Una en particular poseía una hermosa coloración, con las placas de su espina dorsal del mismo color amarillo claro que su barriga.
Alrededor de los estegosaurios retozaban las crías. Bush y Ann anduvieron entre ellos, absolutamente inmunes. Eran quince, y daban muestras de haber hecho eclosión unas pocas semanas atrás. Todavía impedidas por los ligeros vestigios de armadura, brincaban junto a sus madres como corderillos, a menudo manteniéndose erguidas sobre sus largas patas traseras, a veces saltando sobre las colas terriblemente erizadas de púas de sus padres.
Los dos seres humanos se detuvieron en medio del rebaño a observar las cabriolas de los jóvenes reptiles.
—Quizá sea por eso que acabaron extinguiéndose —dijo Ann—. ¡Los más jóvenes terminaban siempre empalándose en las erizadas colas de sus madres hasta el fin!
—Oh, es tan buena como cualquier otra teoría de nuestros días…
Fue entonces que Bush se dio cuenta del intruso…, el viejo estegosaurio macho retrocedía resoplando desde hacía un rato. Otro animal observaba la escena desde la cercana espesura. Bush sujetó el brazo de Ann y dirigió su atención hacia el lugar indicado, en momentos en que los matorrales se apartaron y de ellos emergió el otro estegosaurio. También macho, de menor talla y presumiblemente más joven que el jefe del pequeño rebaño, fustigaba con la cola a un lado y otro.
Las hembras y sus crías no concedieron al intruso más que una atención superficial; aquellas siguieron masticando y éstas jugando.
El jefe cargó inmediatamente contra el intruso, desafiado por la posesión de la manada. Embistió vigorosamente y ambos machos chocaron, hombro contra hombro. Para los humanos la escena se desarrollaba en completo silencio. Las bestias quedaron inmóviles tras la absorción del choque, y luego empujaron lentamente hasta situarse flanco contra flanco, haciendo intentos por derribarse, utilizando las colas como palancas, nunca como armas. Abrían las bocas para mostrarse los pequeños y afilados dientes, mientras las hembras y sus crías seguían sin demostrar mayor interés en lo que estaba ocurriendo.
Los machos forcejeaban, con sus patas doblándose hasta que sus desmañados cuerpos llegaron a tocar el suelo. El animal mayor sacaba ventajas de su envergadura, y de pronto, el intruso se vio obligado a dar un paso atrás. El jefe estuvo a punto de caer sobre él. Se separaron, y por un momento el intruso estuvo mirando a las hembras con la boca muy abierta. Luego se metió de nuevo en la espesura cercana y ya no se le volvió a ver.
Después de unos pocos resoplidos triunfales, el jefe de la pequeña manada regresó junto a sus hembras. Ellas levantaron un instante la vista, y continuaron luego su plácido masticar.
—¡Vaya modo de preocuparse por lo que pueda ocurrirles! —dijo Bush.
—Es probable que hayan aprendido que no hay mucha diferencia entre un macho y otro.
Bush dirigió a Ann una incisiva mirada. Ella sonrió, y él se ablandó y le devolvió la sonrisa.
Cuando llegaron a la cima del promontorio que cerraba el otro lado del valle, gozaron de un amplio panorama de las llanuras, cruzadas por los meandros de un río. Grandes bosques empezaban dos o tres kilómetros más adelante, y casi al alcance de la mano, sobre un amplio promontorio rocoso, se situaba la tienda de los Borrow, junto a otras más.
—Al menos podremos echar un trago —dijo Ann, mientras se acercaban al abigarrado amasijo de tiendas.
—Ve tú. Yo prefiero quedarme aquí un rato y pensar —Bush tenía todavía su cabeza completamente llena de dinosaurios. Le molestaban…, ¿moralmente? Dos hombres disputándose una mujer raramente se mostrarían tan vindicativos como aquellos grandes vegetarianos acorazados. ¿Estéticamente? ¿Quién podría decir dónde estaba la belleza, excepto desde su propio punto de vista? En cualquier caso, aquella gran columna vertebral que alcanzaba su máxima altura sobre la pelvis y descendía luego hasta la cola erizada de púas, tenía su propia lógica irrefutable… ¿Intelectualmente? Recordó a Lenny, y luego desvió la atención hacia los jóvenes y deportistas reptiles, tan llenos de vitalidad en sus movimientos…
Se acuclilló en el esponjoso suelo, que en ese lugar se correspondía casi exactamente con un peñasco, y observó alejarse a Ann. Dominó un impulso de tomar una hoja cercana y ponerse a masticarla, pues la vegetación del lugar era inaprensible para cualquier dedo espectral.
Uno de los más curiosos efectos del viaje mental era la disminución de luz sufrida por todo el mundo fuera del propio presente. Sólo a unos pocos metros de distancia, Ann se hundía en densas sombras, y el bar de los Borrow, pese a estar pintado de blanco, era aún más penumbroso. Pero había también otras sombras que añadían, además de la penumbra, bastante horror a la escena. Borrow había elegido lo que evidentemente era un paraje popular. Las generaciones futuras de viajeros mentales vendrían también a congregarse allí; el lugar terminaría convirtiéndose en una ciudad…, quizá la primera ciudad del jurásico. Los indicios de su futuro éxito estaban por todas partes. Era posible divisar figuras espectrales de futuros edificios y gente, opaca y brumosa debido a la distancia en el tiempo.
Bush se había sentado cerca de un edificio muy superior a las tiendas de su propia generación. Por su grado de pizarroso oscurecimiento, tan transparente que podía ver el agreste paisaje a través de él, calculó que provendría de un siglo o más, posterior a su tiempo. Aquellos seres del futuro habían resuelto muchos de los problemas que en aquellos primeros días del viaje mental parecían completamente desconcertantes: por ejemplo, el transporte de materiales pesados y la instalación de plantas eléctricas. El futuro se las había arreglado para vivir cómodamente en el remoto pasado; el presente de Bush no podía hacer allí más que acampar salvajemente. También habían resuelto el problema de las aguas cloacales; su generación esparcía los excrementos desde el pleistoceno hasta el cámbrico sin la esperanza o la excusa de que nunca llegarían a convertirse en coprolitos.
Había gente asomada a las ventanas del edificio del futuro. Se recortaban tan tenuemente en el aire que era imposible distinguir bien si eran hombres o mujeres. Tenía la inquietante impresión de que los ojos eran ligeramente más brillantes de lo debido. No podían verlo a él mejor de lo que él los veía a ellos, pero la sensación de ser observado era molesta. Bush volvió la mirada hacia la llanura, sólo para darse cuenta de lo cubierta que estaba con las brumosas construcciones de los tiempos futuros. Dos tenues fantasmas de hombres pasaron a través de él, abstraídos en profunda conversación, de la que ni un decibelio le llegó a través de la barrera de la entropía temporal. También se había dado cuenta de que su Dama Oscura estaba de nuevo cerca…, ¿qué sentía por Ann? Pese a su apariencia de fantasma, debía tener sentimientos, allá en su asfixiante futuro. Todo el espaciotiempo empezaba a llenarse de sentimientos humanos. Brevemente, pensó de nuevo en Monet. El viejo muchacho estaba en lo cierto, concentrado en los nenúfares; podían recubrir todo el estanque, pero nunca los vería invadir las orillas y los árboles cercanos.
Recordó que Borrow había sido pintor en su juventud. Sería bueno hablar con él… Borrow era frío, pero a veces conseguía hacer reír.
Mientras se levantaba y se acercaba al establecimiento de su amigo, vio que Borrow había efectuado muchas mejoras. Había tres tiendas en lugar del par que había antes, y el tamaño de dos de ellas era considerable. Una era una especie de almacén combinado con tienda de alimentación, la otra era un bar, y la última un café. Encima de todas ellas, Borrow y su esposa habían izado un gran letrero: