Authors: Javier Reverte
Locos por la poesía de Homero han sido y somos bastantes miles en este mundo, pero no creo que nadie haya alcanzado el grado de vesania al que llegó Heinrich Schliemann, el excéntrico millonario que se propuso demostrar que la epopeya homérica contaba con una base histórica, que no se trataba de una leyenda creada por la imaginación del poeta. Dice uno de sus biógrafos, David Traill, que el personaje es «la quintaesencia del romanticismo», en la medida en que convirtió su sueño infantil, el descubrimiento del lugar donde se alzó la ciudad de Troya, en un proyecto de vida que alcanzó a realizar. Fue admirado en su tiempo como una personalidad extraordinaria, y Sigmund Freud, que leyó sus escritos autobiográficos, señaló que la de Schliemann era la vida que más envidiaba.
Era tan tenaz como megalómano. Y como todo tipo que desea con pasión hacer un retrato grandioso de sí mismo para asombro del mundo, se inventó una buena parte de su biografía. Cierto es que, a lo largo de su existencia, llegó a leer y hablar con corrección más de doce lenguas, entre ellas el griego clásico; pero quienes han estudiado a Schliemann, a través de las numerosas notas autobiográficas que dejó escritas, dudan de su primera gran historia: que un día, siendo un niño que trabajaba en un comercio como dependiente, entró en la tienda un cliente borracho, un tal Hermann Niedehoffer, que recitó de memoria más de cien versos de Homero en griego clásico. El sonido poderoso de aquella lengua, de la que el chico no entendía una sola palabra, y el ritmo del poema, le conmovieron a tal punto que se gastó todo su dinero en invitar a whisky al cliente, para que le recitara una y otra vez los cantos de Homero. Hasta que el otro se cayó al suelo, ebrio, Heinrich siguió escuchándole, llorando incluso de emoción. Y decidió que leería la
Ilíada
y la
Odisea
, que aprendería aquella lengua «de los dioses y de los héroes» y, un poco después, cuando conoció el contenido de los relatos homéricos, que iría en busca de la ciudad para demostrar que Ítaca, Troya y Micenas existieron.
El joven Schliemann había nacido en 1822 en Mecklenburgo, en una familia de escasos recursos económicos, hijo de un párroco protestante de dudosa reputación. Pero se reveló muy pronto como un lince para los negocios. Dedicó su tiempo a viajar en los años siguientes a su mayoría de edad, mientras compraba y vendía, invertía y especulaba, leía, escribía y aprendía nuevos idiomas. Visitó casi la mitad de los países del mundo, se casó con una rusa y tuvo tres hijos, traficó con armas durante la guerra de Crimea, adquirió minas cuando la «fiebre del oro» en California, se hizo con valiosas propiedades en Francia que luego revendió y entró como accionista en la construcción de ferrocarriles en Brasil y Estados Unidos. Se nacionalizó norteamericano. Y en fin, ¿qué más?: tenía residencia en París, en Londres, en Nueva York, en Berlín y en San Petersburgo. El mundo se le quedaba pequeño a tan imponente, megalómano y romántico cosmopolita.
Rozando el medio siglo de vida, era inmensamente rico. Y, según cuenta en sus notas autobiográficas, aburrido ya de una existencia que no le proporcionaba ninguna emoción, recuperó su sueño infantil. Se separó de su mujer —que, por cierto, le odiaba, y a la que, según el propio Schliemann cuenta en una de sus cartas, tenía que violar para que le diera hijos— y emprendió viaje a Grecia. Atracó en Ítaca, buscó el palacio de Odiseo (Ulises) y no encontró gran cosa. Y se largó a Atenas.
Entusiasmado en el empeño de recuperar los escenarios de la literatura clásica, millonario y famoso, fue recibido por los atenienses casi como un nuevo lord Byron, que años antes había muerto en Missolonghi mientras alentaba la causa de la independencia de Grecia. Y entonces Schliemann decidió casarse otra vez y tener una esposa griega. Diseñó para tal propósito una estrategia insólita: puso un anuncio en los periódicos, afirmando que desposaría a aquella muchacha que supiera recitar de memoria, y sin duda ni fallo ninguno, la
Ilíada
en griego clásico. Se presentaron un buen puñado de ellas. Y escogió a una chica de diecisiete años de edad llamada Sofía, después de suspender a un buen puñado de jóvenes. No fue mala elección: viendo el retrato de Sofía, admirando su belleza, uno cree vislumbrar un pequeño mohín en su boca semejante a la sonrisa cautivadora de Afrodita. No estamos muy seguros sobre si la muchacha sabía mucho griego clásico, cuando el aspirante a arqueólogo la escogió, o tan sólo lo justo. Y no tenemos tampoco noticia de que Schliemann quedara más admirado por la cadencia de su verbo, al recitar a Homero, que por la erótica mueca que dibujaban sus labios cuando sonreía.
El caso es que tuvieron dos hijos, a los que bautizaron Agamenón y Andrómaca. Y Schliemann se hizo construir una casa en Atenas, con vistas a la Acrópolis, una suntuosa mansión adornada con estatuas de héroes y de dioses. El matrimonio recibía a sus huéspedes vestidos con túnicas, al modo de los tiempos clásicos. Y hablaban con ellos en griego homérico.
Schliemann cruzó a Turquía, a los Dardanelos, en 1870. Buscó en vano en el cerro de Pinarbasi y luego, orientado por el vicecónsul norteamericano, un inglés llamado Frank Calvert, cambió el teatro de su búsqueda a la colina de Hisarlik. Cuando inspeccionó la zona, entendió que el paisaje cuadraba a la perfección con las descripciones que Homero hacía en la
Ilíada
sobre «la ventosa Ilión». Movió todas sus influencias políticas, gastó dinero en comprar las tierras de Hisarlik a sus propietarios y, en el otoño de 1871, dio el primer golpe de piqueta en tierra. Al tercer día de trabajo, en las ruinas de una casa, encontró una moneda con la siguiente inscripción: «Héctor de Troya». Schliemann casi bailó de alegría, seguro de que la legendaria ciudad estaba enterrada debajo de sus pies.
En los dos años siguientes, Troya fue asomando de nuevo a la luz. Bueno, aparecieron más bien los restos de las nueve Troyas, la primera fechada entre los años 3000 y 2500 antes de Cristo y la última, entre el 85 a.C. y el 600 d.C. El
amateur
Schliemann bautizaba a capricho cuanto encontraba y no era muy escrupuloso a la hora de desdeñar aquello que no le parecía de interés, incluso destruyéndolo. Por fortuna, junto a él trabajaba un arqueólogo profesional, Wilhelm Dörpfeld, que reconstruía con mimo cuanto su jefe arrasaba e iba datando las diversas capas de tierra y de ruinas, lo cual suponía una revolución en las técnicas arqueológicas. Así, se estableció, cosa en la que hoy todo el mundo está de acuerdo, que la Troya homérica, alzada sobre Hisarlik entre los años 1250 y 1180 a.C, aproximadamente, era la Troya VII. Mientras que en las ciudades anteriores y posteriores se apreciaba que los temblores de tierra habían sido la causa de su ruina, en los recintos de la VII se encontraron numerosas puntas de flecha, lanzas y esqueletos que presentaban heridas, como una mandíbula rota por un espadazo. En las piedras de las murallas se distinguían huellas de un gran incendio. La Ilión de Homero no era epopeya, sino Historia veraz. Y la fuerza de los versos de un poeta había conducido a un excéntrico millonario a abrir nuevos caminos a la ciencia.
En la primavera de 1873, hacia las siete de la mañana, Schliemann y Sofía se sentaban junto a una de las zanjas en espera de que se reanudaran los trabajos. El sol asomó sobre las ruinas y algo brilló en la trinchera. De inmediato, Schliemann concedió a los obreros jornada de descanso, engañó al representante del gobierno turco encargado de vigilar las obras, y ya a solas, ayudado por su mujer, comenzó a excavar. Así encontró el mejor hallazgo de todos: una fabulosa colección de joyas de oro, plata y bronce, en la que se contaban, entre otros objetos, casi nueve mil pendientes, además de diademas, collares y vasos de oro. Schliemann decidió llamarlo el «Tesoro de Príamo», sin reparar, como luego se ha demostrado, que el lugar donde se encontraron aquellas riquezas pertenecía a la Troya II, datada entre el 2500 y el 2300 a.C, muchos años antes de que reinara en la ciudad Príamo, el padre de Héctor.
Schliemann escondió en su cabaña los hallazgos y, días después, se trasladó con ellos a Grecia. Meses más tarde, el tesoro estaba en el Museo de Berlín y Turquía aún sigue soñando con que algún día le sea devuelto. Al final de la II Guerra Mundial, las joyas troyanas desaparecieron, y durante décadas se pensó que estaban en poder de algún jerarca nazi huido a Latinoamérica. Pero hace pocos años, cuando se desmoronó la Unión Soviética, el tesoro apareció en Moscú y hoy se exhibe en el Museo Pushkin: los soldados rusos que conquistaron la capital alemana en 1945 se lo llevaron con ellos y Stalin y sus sucesores lo mantuvieron oculto hasta casi anteayer.
Schliemann siguió excavando, esta vez en el Peloponeso, y encontró el palacio de Agamenón en Micenas, junto a muchos objetos de oro y varias máscaras mortuorias, a una de las cuales, sin encomendarse ni a Dios y ni al diablo, bautizó como «Máscara de Agamenón». Era un hombre de suerte: donde clavaba la piqueta encontraba un tesoro o despejaba seculares dudas históricas. Excavó también en Tirinto, no lejos de Micenas, y destruyó los bellos frescos aqueos, tomándolos por bizantinos. Por fortuna, sus ayudantes lograron reconstruirlos luego. Y también quiso hincar el pico en Cnosos, pero la resistencia de las autoridades le hizo desistir. La gloria de los palacios cretenses quedó para el inglés sir Atthur Evans.
Schliemann murió en 1890, en Nápoles, y sus restos, según sus deseos, fueron trasladados a Atenas, donde reposan en un pretencioso y horteril panteón de aire clásico.
Vivió aquel chiflado megalómano sobre un sueño infantil que alcanzó a cumplir. Destrozó casi tanto como descubrió. Pero, al menos, y gracias a su pasión poética, le debemos saber que Homero hizo un hermoso canto de un tiempo heroico que en realidad aconteció y que aquellos Aquiles, Agamenón, Menelao, Paris, Áyax, Héctor, Hécuba, Andrómaca, Diomedes, Néstor, Casandra y Odiseo, junto con otros cuantos, pudieron ser, en verdad, seres vivos, que existieron junto a dioses furibundos y fuerzas naturales que no podían dominar.
Su historia, verdadera o inventada, ha llegado hasta nosotros gracias a la fuerza de la palabra poética. Lo dijo Hölderlin: «Lo perdurable es la obra de los poetas».
Por lo general, los estudiosos de Homero están de acuerdo en que la maestría de la
Ilíada
reside en el hecho de que el poeta, al relatar un acontecimiento particular de la guerra de Troya, en este caso la cólera de Aquiles tras la muerte de su amigo Patroclo, resume diez años de combates. Leemos el poema y estamos viendo la guerra en su totalidad. Y es tal la fuerza del libro que todo se nos hace grandioso, como si delante de nuestros ojos cruzaran los ejércitos camino del campo de batalla, alzando un clamor inmenso con sus gritos de combate. Podemos ver a Aquiles y a Héctor corriendo a luchar el uno contra el otro, nos estremece la dureza de la pelea y casi podríamos respirar el polvo que levanta el carro de Aquiles cuando da vueltas alrededor de los muros de la ciudad arrastrando el cadáver de su enemigo.
La
Ilíada
comienza diez años después de que los aqueos llegasen a las playas de Troya y asediaran la ciudad para rescatar a Helena, esposa de Menelao. Su cuñado Agamenón, el jefe de la expedición guerrera, y Aquiles, el más valeroso y fuerte de los héroes aqueos, se enfrentan a causa de un reparto de botín. Los dos se insultan con violencia, hasta el punto de que Aquiles llama a su adversario «costal de vino, tú que tienes ojos de perro y corazón de ciervo». Su irritación es tal que jura no combatir más en la guerra y se retira a su tienda con la única compañía de su amigo íntimo Patroclo.
La situación desespera a los aqueos, porque están seguros de que, sin Aquiles, la victoria no es posible. Muchos de ellos se dirigen a las naves para regresar a su patria, lo que significaría el fin del asedio. Pero el astuto Ulises, un estupendo orador, les convence de que regresen al combate, y de nuevo los sitiadores se lanzan enfurecidos contra la ciudad.
Los troyanos, al verlos atacar, salen a campo abierto para rechazarlos, y a su frente marcha el príncipe Paris, el raptor de Helena. Cuando le reconoce Menelao, el marido burlado, se lanza contra el troyano y Paris huye.
Héctor, su hermano y principal héroe de Troya, le reprocha su cobardía. «Ni vigor ni valentía hay en tu corazón», le dice. Paris, avergonzado, decide regresar al campo de batalla y reta a Menelao en duelo, ofreciendo Helena como trofeo al vencedor, a condición de que, gane quien gane, los aqueos regresen luego a su país, dando por concluida la guerra.
Todo está preparado para el duelo. Menelao era mucho más fuerte que Paris y le habría vencido con toda seguridad, pero Afrodita, siempre agradecida al príncipe que la declaró la diosa más bella, acude en su auxilio, le envuelve en una nube y se lo lleva al palacio de Troya.
Los dos ejércitos, frente a frente, luchan de nuevo: los aqueos creen que la victoria es suya, y los troyanos lo niegan. Se acuerda un nuevo duelo, esta vez entre Héctor, el más valeroso de los troyanos, y Áyax de Salamina, el más fuerte de los caudillos aqueos después de Aquiles. Pelean con enorme violencia, pero la noche cae y el duelo concluye en tablas.
Al siguiente día, Héctor, conduciendo su carro de guerra al frente de sus hombres, ataca a los griegos a campo abierto. La batalla llena la llanura de muertos, algunos héroes principales de los aqueos son heridos y la victoria parece inclinarse del lado troyano.