Authors: Javier Reverte
Nadie había escrito como lo hizo Homero antes que él. La mayoría de quienes le han seguido han montado, en una u otra forma, sobre la estela luminosa de su poesía, muchas veces sin saberlo, tal es la fuerza poderosa con que ha impregnado la historia de la escritura. Como hicieron luego Shakespeare y Cervantes, inventó formas de expresión e, incluso, de concepción de la vida humana, que se han transformado en modos de comportamiento y en formas de sentir comunes a todos nosotros. Los grandes poetas son, en el fondo, inventores de hombres.
Él escribió para ordenar el caos, en el nombre del hombre, quizá porque, como él mismo dijo, «no hay ningún ser más desdichado que él entre cuantos respiran y se mueven sobre la Tierra».
Por la noche me encontré de nuevo con Étienne y fuimos a cenar juntos a un restaurante turco donde se bebía yogur en lugar de vino. Luego, salimos a tomar unas cervezas en un bar del malecón. La brisa soplaba con vigor y el cielo era una sábana oscura ornada con un bordado de millones de estrellas. Las gentes locales cruzaban como sombras más allá de las farolas y de la terracilla donde nos sentábamos. Étienne y yo nos habíamos tomado afecto. Las amistades se entablan con mucha rapidez en los viajes, cuando encuentras a alguien y notas que, quizá, os caéis bien. Los viajes, como territorio de libertad, suprimen muchos hábitos absurdos y la timidez suele estorbar menos.
—No te he contado por completo las razones de mi marcha por el mundo —dijo Étienne a la tercera cerveza—. Hay mucho de huida. Yo fui soldado durante un año en una guerra secreta, la de Angola. Suráfrica apoyaba a los guerrilleros rebeldes sublevados contra el poder comunista. Apenas combatí en la selva, casi siempre me destinaron a operaciones de bombardeo sobre la población civil desde helicópteros: como en el Vietnam, para que te hagas una idea…
Ahora yo sabía el porqué de la tristeza de la mirada de aquel joven.
—Me obsesiona saber que maté seres humanos, aunque no los viese nunca ni sepa cuántos. Varios amigos míos murieron y otros se volvieron locos en estos años. Yo tenía miedo de enloquecer también. Por eso me fui, especialmente por eso. El arrepentimiento de lo que has hecho no sirve para devolverle a nadie la vida.
—Entonces eras un niño.
—Eso me digo, pero no sé si es una buena excusa.
Cambió con brusquedad la conversación y me preguntó por mis libros.
—A mí también me gustaría escribir —dijo—. Hago un diario de mi viaje, por si me animo alguna vez. Ya te dije que mi bisabuelo escribió sus memorias de las dos guerras anglo-bóers, y un tío mío, que se llamaba igual que yo, fue un novelista muy famoso en mi país. Estuvo exiliado por sus ideas contra el
apartheid
y no pudo regresar hasta 1994, cuando liberaron a Mandela. Sus libros fueron prohibidos durante años. Murió hace poco.
—Tienes sangre de escritores, medio camino andado.
—Quizá, pero es muy difícil contar todo lo que sientes. ¿Qué me aconsejas para hacer un libro?
—Leer todo lo que puedas, escribir mucho, todos los días si es posible, y echar horas sentado delante del papel. Los libros se escriben mejor con el trasero que con los sentimientos.
—No me parece mal consejo. Tal vez lo intente.
Vino a despedirme al autobús de Estambul la siguiente mañana. Prometimos seguir en contacto por carta. Quizá alguna vez le encuentre en los caminos de la Tierra. Dice un amigo mío almeriense que el mundo es grande y pequeño a la vez. Quién sabe.
El autocar cruzaba en el transbordador al otro lado de los Dardanelos para seguir desde allí hacia el este, en dirección a la gran ciudad turca. Ya a bordo, subí al puente superior. Y al mirar abajo, allí, en el otro puente, estaba el capitán Alí, rodeado de neozelandeses y australianos y, con toda seguridad, en visita a los campos de batalla de Gallípolli. Me vio y saludó sonriente.
—¡Viaja como Ícaro! —gritó.
—Sí, como Ícaro y su padre Dédalo.
—No se acerque mucho al sol —señaló siguiendo el hilo de nuestras complicidades mitológicas.
—No llevo alas de cera —añadí.
Al desembarcar, en la otra orilla del canal, Alí me despidió con un abrazo.
—Vuelva por Troya, los héroes le esperan.
—Me bastará con encontrar al capitán Alí y cantar juntos
Yellow Submarine.
—Tengo más repertorio, no crea. Cuando llevo turistas franceses, cantamos
La Madelon
a la ida y
Alouette
al regreso.
—¿Y si va con españoles?
—Nunca he llevado un grupo de españoles. Pero cantaría
Macarena
. ¿Le parece bien?
Mi autobús arrancó y yo miré a mis espaldas, intentando imaginar las humaredas de Troya en llamas, la ciudad ardiendo, llevándose en sus cenizas los ideales de una civilización perdida. Imaginando a ese otro héroe, Ulises, que había echado sus naves «de rojas proas» a la mar y perdido el rumbo. Diez años más emplearía en regresar a su amada Ítaca. En el camino conocería muchos hombres y visitaría muchas ciudades, correría grandes peligros e, incluso, alcanzaría a asomarse a los infiernos. Diez años de aventuras convertirían a este vagabundo en un hombre más sabio. Al pisar su patria, Ulises era un hombre muy diferente al que había salido de Troya, un hombre alejado ya de aquella civilización de héroes y que alentaba en su pecho valores muy distintos, mucho más cercanos a los nuestros. Los viajes nos cambian, y Ulises fue el primer viajero que supo entenderlo.
El autobús corría pegado a las aguas del Mármara, ya en la península de Gallípolli. Imaginé al pequeño capitán Alí explicando con justeza y sus largos saberes la historia de la batalla a los turistas de las antípodas, sin ahorrarse, de cuando en cuando, una burla inocente. Y lo haría con gusto, supongo, pues en Gallípolli propinó Atatürk a los aliados una de las mayores palizas de la Gran Guerra, en una batalla inútil que costó a los dos ejércitos medio millón de bajas, y al joven político Winston Churchill el cargo de primer lord del Almirantazgo británico. Pero ésa es una historia que aquí no viene a cuento.
Poco antes de las cuatro de la tarde entrábamos en Estambul. Tomé un taxi para ir al centro en busca de un hotel. Hacía calor, un calor húmedo y pegajoso. La ciudad reventaba de vitalidad: gigantesca, desbocada, siempre desmedida, Estambul exhibía su desaforado corazón, tan colosal como irreductible.
Las viejas ciudades tienen alma, no albergo ninguna duda sobre ello. Están construidas por la Historia y la Historia ha sido escrita a menudo con sangre. El alma de Estambul es dura y altiva. Es una ciudad recia en la piedra de sus mezquitas, alzada sobre el bronco azul de último rincón del Mármara. Todo sabor, toda visión, todo aroma es vehemente en Estambul. Pintan su mapa de dos espadazos del mar sobre la tierra, uno en el Cuerno de Oro y otro en el Bósforo. Más que golpes de espada, son los mandobles de un alfanje. El mar, en Estambul, parece enemigo de la tierra.
Cerca del puente Gálata, en los muelles de Eminonu, el cielo se enrojece en los atardeceres, con las cúpulas y los soberbios minaretes de las mezquitas dibujando un negro encaje en el espacio. Es como si el cielo se abriese y desangrara bajo una profunda herida de puñal. Al arquitecto Le Corbusier le parecían bulbos esas magníficas cúpulas, y los esbeltos alminares, sus brotes.
Estambul es caprichosa como el corazón de un sultán de omnímodo poder. «Ninguna capital es tan diversa en sí misma», escribía el escritor y viajero Pierre Loti en 1890, «ni, sobre todo, más cambiante de hora en hora: en los aspectos de su cielo, en los vientos y las nubes, con un clima que ofrece veranos brillantes, de una luz admirable, y por contra, inviernos sombríos, con lluvias, mantos de nieve que caen sobre los techos negros…».
Pero hay algo… Es difícil, por no decir que imposible, escapar al fascinante atractivo de sus grandes mezquitas: Ayasofya, Sultanahmet y Solimán, sobre todas las demás de la ciudad. Las dos últimas imitan las trazas de la primera: son sólidas, chatas, pétreas, clavadas en la tierra con la naturalidad de una montaña, como si pertenecieran al paisaje desde antes de los días del hombre. Pero…, pero uno percibe ante ellas que tienen algo de etéreo, una gracilidad que les permite acomodar en su porte cierta delicadeza. Como los sultanes tiránicos que rebanaban cabezas vestidos de seda y tul y engalanados de joyas. Son obras del alma, estas mezquitas con trazas de titán.
Estambul sería insoportable en su dureza si no ofreciera lugares para el relajo. En sus baños, sus cafetines, las callejuelas de los barrios antiguos y los bazares perfumados de especias, es posible percibir todavía esa suave «indolencia de Oriente» que enamoró a Pierre Loti.
Aquella primera tarde en Estambul fui a comprar algunos libros. Había una tienda de
souvenirs
en el centro histórico, con cierta cantidad de volúmenes en inglés amontonados sobre una mesa rodeada de alfombras, cerámicas, babuchas, cacharros de cobre y toda clase de chucherías. El dueño, un tipo alto y delgado, de reluciente bigotón y una calva que parecía un cortafuegos, se sentaba indolente al fondo del establecimiento, fumando y bebiendo una cerveza, con las largas piernas extendidas sobre una mesita y un periódico abierto sobre sus rodillas. Debió extrañarle la presencia de un cliente que desdeñaba las lujosas artesanías y sé concentraba en los libros, y decidió acercarse.
—¿Qué busca?
—Alguna historia de Estambul.
Comenzó a mostrarme pesados volúmenes repletos de fotografías y grabados.
—Mire éste, es buenísimo. Y este otro, fantástico. ¿Ve éste de fotos antiguas?: es único, el mejor de todos.
—Me interesan menos las imágenes que los textos.
—Ah, también los hay estupendos —dijo. Y a renglón seguido me puso delante cuatro o cinco libros sobre la historia de la ciudad, por supuesto que todos «excelentes».
Ojeé los índices. El tipo seguía rebuscando en la mesa y acercándome nuevos libros.
—No deje de ver éste…, muy bueno. Y éste también.
Me cargaba un poco. En las librerías me gusta moverme solo, sin que me atosiguen.
—¿Y no tiene alguno que sea un mal libro?
Me miró con seriedad.
—En mi tienda no hay nada que no tenga un gran valor. Si tuviera cosas malas, engañaría a los clientes. Y un comerciante nunca debe engañar.
No se apartaba de mi lado, mientras seguía enredando en la mesa y amontonando más y más libros.
—Mire —le dije cansado—, yo soy escritor, y me gusta buscar por mí mismo.
—¡Ah!, escritor. Ya decía yo… Pues espere.
Buscó otra vez y me acercó dos nuevos volúmenes.
—Éste —dijo mostrándome el primero, de un tal Jeremy Sail— es un libro que habla muy bien de Turquía. Se vende como churros y yo lo recomiendo a todo el mundo. Y este otro, sin embargo —lo firmaba Tim Kelsey—, habla mal de Turquía y no se lo recomiendo a nadie. Si va usted a escribir sobre mi país, hágalo a favor, venderá como churros. Porque si lo hace en contra, nadie lo comprará y yo no lo recomendaré.
—Le agradezco el consejo, es uno de los mejores que me han dado en toda mi carrera.
Al final logré apartar al moscón. Y me llevé una historia de la ciudad escrita por John Freeley y un pequeño libro de Pierre Loti, del año 1890.
Estambul nació en plena expansión griega por el Mediterráneo y el mar Negro, en el año 658 antes de Cristo, según establece Herodoto. Su fundador fue Bizas, hijo de la ciudad de Megara, en el Peloponeso, y eligió este lugar a la entrada del Bósforo porque era un emplazamiento fácil de defender y con un puerto natural, el Cuerno de Oro —al que los griegos llamaban Chrysokeras—, de ocho kilómetros de longitud. Para llegar al mar Negro (Ponto Euxinus), los griegos debían atravesar primero el estrecho de los Dardanelos (Helesponto), luego el Mármara (Propontis) y al fin el Bósforo. De modo que establecieron algunas estaciones y puertos de abastecimiento a lo largo de esta lengua de agua que une el Egeo con el mar Negro, y crearon numerosas colonias, la mayoría por parte de navegantes venidos de la próspera Micenas, que llegó a fundar más de treinta establecimientos en sus orillas septentrionales. La leyenda de los Argonautas en busca del Vellocino de Oro, relatada tal vez en cantos populares o en poemas épicos hoy perdidos, recoge esa gesta de la Antigüedad. Apolonio de Rodas, en el siglo III a.C., en su
Argonáutica
, narra la historia de aquellos osados marinos que se lanzaron hacia mares oscuros y tierras ignotas en busca de la piel de oro de un carnero, robada por los habitantes de la Cólquide a la ciudad de Yolco. En nuestro siglo, el escritor inglés Robert Graves ha novelado la leyenda en su estupendo
El Vellocino de Oro
.
La ciudad de Bizancio fue conquistada, como todo el resto del Asia Menor, por los persas en el 559 a.C, durante el reinado de Ciro el Grande. Reconquistada luego por Atenas, ganada otra vez por los persas, cambiando de mano en mano, Alejandro Magno la integró a su imperio en el 334 a.C. En el 133 a.C, los romanos incorporaron, como nueva provincia, a sus inmensos dominios.
La ciudad se convirtió en la urbe más importante del mundo cuando Constantino, en el 330 después de Cristo, declaró el cristianismo como religión oficial del Imperio romano y estableció en Bizancio su capital, cambiando su nombre por el de Constantinópolis, «ciudad de Constantino». Más tarde, pasó a ser capital del Imperio bizantino, y durante el reino de Justiniano I (527-563 d.C.) se levantó la magnífica basílica de Santa Sofía, el templo cristiano más fastuoso hasta que fue construido en Roma el Vaticano.