Authors: Javier Reverte
Es una vieja historia repetida en la mitología griega esta de los padres-reyes furibundos, e incluso dioses, que matan a quienes puedan apearles del poder. Incluso al soberano Zeus le pasó con su progenitor Cronos. El caso es que, siendo ya joven, Jasón asomó por Yolco y se encontró con Pelias. El rey le reconoció, gracias a las indicaciones del oráculo, y le amenazó de muerte. Jasón reclamó su legítimo derecho a ocupar el trono, aunque aceptó que Pelias pusiese las condiciones que quisiera para devolvérselo, sin necesidad de derramar sangre. Y Pelias le pidió entonces que viajase a la Cólquide, al lejano Ponto Euxino, para rescatar el Vellocino, la piel de oro de un carnero, robada a Yolco, y que colgaba de una arboleda vigilada por un dragón. Esa piel podría devolver a Yolco su antigua prosperidad, porque tenía un carácter sagrado.
Jasón aceptó el reto, a condición de que Pelias abandonase el trono si él lograba regresar con el Vellocino. Al siguiente día envió mensajeros a todas las cortes de Grecia para pedir voluntarios que le acompañaran en su expedición. Encargó a un calafate, Argo, la construcción de un barco de cincuenta remos. Así se hizo, y la propia Palas Atenea, la diosa de la sabiduría y del progreso, regaló el mascarón de proa para la nave. Los estudiosos de la mitología calculan que el viaje pudo realizarse poco antes del 1200 a.C.
«Nunca antes ni después se ha reunido tan valerosa tripulación», escribe Graves. Los cincuenta Argonautas pertenecían a una generación anterior a la de los míticos héroes de la guerra de Troya. Muchos eran príncipes y nobles, padres, algunos de ellos, de los combatientes de Ilión que cantó Homero. Por ejemplo: Peleo, Laertes y Olileo, progenitores de Aquiles, Ulises y Áyax, respectivamente. También había vástagos de dioses, como Perilímeno, Melampo y Ascálafo. Viajaban a su vez en el
Argo
expertos en diversos saberes y deportes, como el apicultor Butes, el nadador Eufemo, los boxeadores espartanos Cástor y Pólux y el arquero ateniense Falero. Iba a bordo una mujer, Atalanta, la cazadora virgen. Además, algún tipo raro, como un transexual, el lapita Ceneo. Sobre todos los otros tripulantes destacaba Hércules, el hombre más fuerte que jamás existió y que, a su muerte, alcanzó a convertirse en uno de los dioses olímpicos. El timonel era Tifis, hijo de Beocia, y el experto en navegación, se llamaba Nauplio, nacido en Argos. Para que nadie faltara, Orfeo, el más grande cantor entre los grandes, hijo de una musa, dueño de los secretos de la lira, aquel cuyo arte hacía bailar incluso a los árboles, formaba parte de tan gloriosa expedición.
Los cincuenta argonautas, capitaneados por Jasón, partieron de Yolco hacia Lemnos. En esta isla del Egeo oriental se encontraron con una situación inesperada: no había hombres, pues las mujeres habían asesinado a sus esposos cuando éstos regresaron de una partida de guerra con un botín de concubinas tracias y repudiaran a sus legítimas, diciendo que olían mal. La diosa protectora de la isla, en una noche de celebraciones religiosas, drogó a las mujeres lemnias con hojas de hiedra y las empujó a rebanar el cuello de sus cónyuges, mientras dormían la borrachera. Luego, las pobres chicas tracias corrieron parecida suerte. Mala pata la de aquellas muchachas: primero te secuestran y te violan, y luego te degüellan.
Los Argonautas fueron recibidos en Lemnos como corresponde en situaciones semejantes, rodeados cada uno de ellos por varias muchachas deseosas de caricias y de sexo. Ya en el primer banquete de recepción ofrecido a los extranjeros, muchos empezaron a hacer el amor a calzón sacado, sin esperar a los postres. Aquello fue una bacanal en toda regla. Y cosa lógica, se quedaron unos cuantos días. Jasón se acostó con la reina Hipsípala, la más bella mujer de Lemnos, quien antes le preguntó si en realidad olía mal, a lo que el jefe de los Argonautas repuso que, al contrario, olía a rosas. Los expedicionarios griegos no hubiesen salido jamás de allí, algo muy natural si se tiene en cuenta que, además, Lemnos era tierra de buen vino, de no ser por Hércules, quien sacó a todos los Argonautas a empellones de catres y bodegas y los metió en el barco. Partieron con pena, pero dejaron detrás una larga estirpe de hijos que nutrió de hombres en los siguientes años a la isla de Lemnos. Este episodio recuerda, en cierta manera, a la estancia de Ulises en el país de los lotófagos.
Atracaron poco tiempo en Samotracia y lograron cruzar de noche el Helesponto (los Dardanelos), sin ser vistos por los vigías del rey troyano Laomedonte, ahorrándose el pago del correspondiente peaje. En una península del Mármara fueron atacados por gigantes de seis manos, pero lograron rechazarlos y seguir viaje. Y así llegaron al Bósforo.
Jasón dio orden de cruzarlo sin más preámbulos. Pero las corrientes les detuvieron, lanzaron el
Argo
a la deriva y, al fin, lo arrojaron contra una playa del lado asiático del estrecho. Allí fueron atacados por una tropa de guerreros bien armados, a los que lograron rechazar. El mar seguía bravo y era imposible cruzar el estrecho. Celebraron sacrificios en honor de los dioses, bailaron con sus armas en la cima de una montaña, por la sugerencia de un pájaro martín pescador que se posó en el hombro de Jasón, y finalmente se levantó una brisa favorable que les permitió seguir su viaje.
Hubo pérdidas de rumbo y otros incidentes en el estrecho. Y tiempo después, los Argonautas se encontraron ante el punto de menor anchura del Bósforo, frente a dos grandes rocas, llamadas Simplégadas, envueltas por una niebla perpetua, que defendían la entrada del Mar Negro. Los Argonautas sabían que esas rocas, cada vez que un navío intentaba pasar entre ellas, se unían de golpe y lo aplastaban. Así que el nadador Eufemo soltó una paloma para que volase delante del
Argo,
las piedras chocaron cortándole las plumas de la cola al ave y, cuando se retiraron de nuevo, los Argonautas remaron a toda velocidad, mientras Orfeo cantaba para darles ánimos, logrando cruzar casi por los pelos, pues las dos rocas, de regreso, dañaron la popa del navío. También este episodio tiene algunas semejanzas con el paso de Ulises a través de Scila y Caribdis, las dos rocas que cierran el estrecho de Mesina, en Sicilia.
«A partir de entonces», escribe Graves, «y de acuerdo con una profecía, las rocas quedaron fijas, una a cada lado del estrecho». Y el camino del Ponto Euxino, del «mundo deshabitado», como los griegos llamaban a su litoral antes de establecer colonias, quedaba abierto para quienes llegasen después del
Argo
. El mito es una bonita manera, sin duda, de camuflar una expedición de pura piratería.
El transbordador partía del muelle de Üsküdart, en Eminonu, poco antes de las once de la mañana. Por el cielo, muy azul y limpio de calima, corrían veloces las nubes que empujaba el viento del oeste. Pero el mar seguía calmo y la travesía del Bósforo se prometía tranquila. En el transbordador de aquel domingo encontraba el mismo paisaje humano que el día anterior: familias con sus merendolas en el cesto, papeo de bocadillos de queso agrio para ir matando la gazuza en el camino, frecuentes vasitos de té y los mismos niños insoportables de todos los barcos turcos de fin de semana. Vendedores ambulantes ofrecían en los puentes camisetas, jerséis de lana, rosquillas, refrescos y yogur. Los vendedores de yogur, en particular, parecían atacados de cierta ansiedad: gritaban nerviosos su mercancía al precio de doscientas pesetas el tarrito. «
Yogur, yogur, good turkish yogur!
», chillaban en mis narices poniéndome delante el frasco.
Navegar el Bósforo es un delicioso paseo. El barco sube en zigzag, deteniéndose en los pequeños muelles de las dos orillas. Pasa junto a coquetas mezquitas, hermosos palacios neoclásicos que bañan, casi, sus columnatas en el agua, y barrios de bonitas casas de madera. En las aguas del Bósforo, al lado de los mastodónticos cargueros que viajan en una u otra dirección, pequeñas barcas se mecen al pairo mientras sus tripulantes, uno o dos todo lo más, pescan al volantín, como si el Bósforo fuese una tranquila charca y no ese «mar ingobernable» que describe Freely. Pensé que la gigantesca Moby Dick de antaño no habrá debido regresar a estas aguas desde hacía muchos siglos; de otro modo, estos relajados pescadores no estarían allí con sus barquichuelas.
Al Bósforo lo rodean altas colinas verdosas, con bosques de castaños, plátanos, cipreses y pinos de familias diversas. Dos largos puentes unen, en el trayecto hacia el mar Negro, las orillas asiática y europea. Pero el lugar más imponente es aquel que todos los estudiosos han localizado como el punto donde se encontraban las dos rocas asesinas de la epopeya del
Argo
: las antiguas Simplégadas, que se cerraban al paso de los navíos para aplastarlos. Son dos enormes roquedales, conocidos también como «Rocas Chocantes», en cuyas alturas se alzan sendas fortalezas construidas por los sultanes otomanos. La del lado europeo, el Rumeli Hisari (que quiere decir «castillo tracio»), la levantó Mehmet II, en 1452, un año antes de conquistar Constantinopla. La de la orilla asiática, Anadolulu Hisari («castillo anatolio»), data de 1393 y ordenó construirla Beyazit I para cerrar la salida al mar de los barcos bizantinos.
Mientras el transbordador cruzaba entre las ariscas rocas coronadas por las fortalezas de la guerra, intenté imaginar que, de pronto, se cerraban sobre nosotros, como le sucedió a Jasón. Percibí un leve escalofrío literario en mi ánimo.
Luego, el estrecho comenzó a abrirse y el mar parecía moverse con mayor libertad, como un ser vivo que, liberado, sacudiera su cuerpo después de atravesar, casi a gatas, un angosto pasillo. Un rato después, al frente, el horizonte se abría, el sol parecía más lozano y las tierras que encerraban la lengua del Bósforo aflojaron su presión sobre el agua. El mar Negro asomó entre las orillas de Rumeli Kavagi, a mi izquierda, y Anadolu Kavagi, a mi derecha. Y a fe que se mostraba como un mar un poco más oscuro que el que dejábamos atrás.
Traté de imaginar lo que debieron sentir los esforzados tripulantes de aquel
Argo
después de un penoso remar entre paredones hostiles, creyendo que dioses adversos y terribles criaturas mitológicas acechaban desde las orillas, dispuestos a devorarlos al menor descuido. Había que ser muy hombre para seguir adelante. Cuando salieron de aquella boca infernal quizá Jasón los animó gritando: «Valerosos argonautas, ¡el Vellocino nos espera!». Y supongo que tañó alegre la lira de Orfeo. Desde entonces, en las costas del Ponto Euxino se hablaría en griego durante unos cuantos siglos. Y las «tierras deshabitadas» recogerían en su seno, a cambio de trigo y otras riquezas, el tesoro inmenso de una gran civilización: la noble y elevada cultura de los griegos.
Después de un vuelo de hora y media aterricé en el aeropuerto de Trabzon, la Trebisonda de los antiguos griegos. Es una ciudad que se encarama en varias colinas sobre el mar, viva, ajetreada, ruidosa y sin apenas turismo. Es fea, llena de nuevos edificios de hormigón y con un puerto cerrado sobre sí mismo al que no se sabe por dónde entrar. La zona del bazar, en las caderas de un cerro, resulta agobiadora e incómoda, con tanto sube y baja y cierto olor a mugre. Pero la plaza de Atatürk, donde se alza la estatua del padre de la patria, es un bello y animado lugar, un rectángulo repleto de árboles frondosos donde los habitantes de la ciudad toman el té, abarrotando las terrazas que llenan el recinto. Huele a menta y albahaca en la explanada y un aire de indolencia parece correr a toda hora entre los árboles.
Trebisonda, fundada por Mileto, fue una de las más importantes colonias jonias en el Ponto Euxino y, más adelante, lugar de paso de todas las expediciones guerreras que venían de Asia a la conquista de Europa: partidas de persas, mongoles y turcos selyúcidas, entre otros. También fue punto obligado para el cruce de las caravanas que viajaban de Occidente a Oriente, o viceversa. Marco Polo estuvo aquí, en su camino hacia la lejana China. Durante varios decenios, en el siglo XIII, se constituyó en reino independiente del Imperio bizantino, cuando Alexius Comnene decidió secesionarse de Constantinopla. Mehmet II el Conquistador la arrasó en 1461, unos años después de la caída de Constantinopla, y anexionó sus dominios al Imperio otomano. Aquí, en la ciudad que los turcos rebautizaron como Trabzon, nació Solimán el Magnífico, para gloria del islam.
El mar, aquel primer día en Trabzon, se revolvía inhóspito bajo el viento, oscuro y enojado, y las colinas que dominaban los altos de la ciudad se escondían bajo el cortinaje de una bruma sucia. Si ése es un clima frecuente en estas costas del mar Negro, no es de extrañar que los primeros viajeros griegos que llegaron aquí sintieran una cierta desazón ante su vista, viniendo como venían de la luz inmensa del Egeo. Y es de suponer que su propensión a la inventiva, esa audacia casi infantil que impulsa la genialidad del pensamiento griego, les hiciera imaginar la presencia de seres terribles en aquellas tierras. No muy lejos de Trabzon, en los arrabales del pueblo de Eregli, la mitología griega sitúa una de las bocas del Infierno: aquella por la que descendió Hércules, cumpliendo el último de los trabajos que le asegurarían la inmortalidad, para capturar al perro «Cerbero», guardián del Tártaro (infierno), que tenía tres cabezas cubiertas con cabelleras de serpientes y un rabo de afiladas púas.
Me alojé en un moderno y cómodo hotel, en la plaza de Atatürk. Por la noche, y ya que era uno de los pocos lugares de Trabzon donde servían cerveza, me quedé en el bar. No había otro cliente a esa hora y el camarero se acomodó frente a mí, al otro lado del mostrador, para matar su aburrimiento charlando conmigo. El muchacho se llamaba Ohay y hablaba un inglés mediano.