—De momento tan sólo tengo que continuar velando por tus intereses -replicó Shizuka.
—¿Se habrían quedado con mi hijo, como hicieron con Takeo? -preguntó Kaede, antes de añadir-: No, mejor no me respondas; ahora ya no tiene importancia -la joven notó que las lágrimas se asomaban a sus ojos y apretó los labios. Permaneció en silencio durante unos instantes, y después prosiguió-: Supongo que mantienes a la Tribu informada sobre mis acciones y mis decisiones.
—De vez en cuando envío mensajes a mi tío Kenji como, por ejemplo, cuando estabas al borde de la muerte.
También le informaré sobre los cambios que podrían producirse si decidieras contraer matrimonio.
—No pienso casarme.
A medida que la luz de la tarde empezó a desvanecerse, el plumaje color rosa de las ¡bis resplandecía con mayor intensidad. Reinaba el silencio. Una vez que los hombres hubieron terminado sus tareas, la tranquilidad en el jardín se hizo absoluta, y en el silencio Kaede volvió a escuchar la promesa de la diosa Blanca: "Ten paciencia".
"No me casaré con nadie más que con él", volvió a jurar ella. "Tendré paciencia".
* * *
Aquél fue el último día de sol. El tiempo se tornó húmedo y glacial. Unos días más tarde Kondo regresó, bajo la tormenta, de una de sus expediciones de vigilancia. Desmontó del caballo a toda velocidad y llamó a voces a las mujeres de la casa:
—¡Hay desconocidos en la carretera...! ¡Hombres de Arai! ¡Son cinco o seis y vienen a caballo!
Kaede le ordenó que reuniera a cuantos hombres le fuera posible y que diera la impresión de que disponía de muchos más que podrían ser convocados en cualquier momento.
—Di a las mujeres que preparen comida -le pidió a Shizuka-, toda la que tengamos, haz que parezca abundante. Tenemos que dar la sensación de prosperidad. Ayúdame a cambiarme de ropa... y trae a mis hermanas. Después, ocúltate.
Kaede se puso la túnica más elegante de las que Fujiwara le había regalado, y recordó -como hacía siempre- el día que había prometido a Hana que se la regalaría.
"Será suya cuando crezca lo suficiente", pensó. "Y juro que yo estaré con Hana el día que la luzca por primera vez".
La pequeña y Ai entraron en la sala. La menor de las hermanas parloteaba sin cesar a causa de la emoción y daba pequeños saltos para mantenerse en calor. Ayame apareció a continuación y trajo consigo un brasero. Kaede se estremeció ligeramente al comprobar que estaba lleno de carbón, y reparó en que pasarían frío una vez que los hombres de Arai se hubieran marchado.
—¿Quién viene? -preguntó Ai con inquietud. Desde la muerte de su padre y la enfermedad de su hermana, la muchacha se había vuelto más frágil, como si ambas desgracias la hubieran debilitado.
—Son hombres de Arai. Debemos darles una buena impresión... Por eso he tomado prestada la túnica de Hana.
—No la ensucies, hermana -le pidió ésta, empezando a quejarse a medida que Ayame le peinaba el cabello. Generalmente lo llevaba recogido; cuando se soltaba la cabellera, ésta le llegaba hasta el suelo.
—¿Qué los trae por aquí? -Ai había palidecido.
—Seguro que nos darán una explicación -replicó Kaede.
—¿Tengo que quedarme? -preguntó Ai, suplicante.
—Sí. Ponte la otra túnica que envió el señor Fujiwara y ayuda a Hana a vestirse. Las tres debemos estar reunidas en esta sala cuando lleguen los hombres.
—¿Por qué? -exclamó Hana.
Kaede no respondió, pues ni ella misma estaba segura de la razón. Le había venido a la mente la imagen de las tres hermanas en la solitaria residencia, las tres hijas del señor Shirakawa. Distantes, hermosas, peligrosas... Así debían aparecer ante los guerreros de Arai.
"Kannon, el compasivo, el misericordioso, ayúdame", imploró Kaede mientras Shizuka le ataba el fajín y a continuación la peinaba.
La joven pudo oír los cascos de los caballos que se acercaban al portón y al poco escuchó la voz de Kondo, que daba la bienvenida a los hombres. Su tono denotaba el oportuno matiz de cortesía y firmeza. Kaede dio las gracias en silencio por las dotes interpretativas de los miembros de la Tribu y albergó la esperanza de que ella misma supiera estar a la altura.
—Ayame, conduce a nuestros visitantes al pabellón de invitados -ordenó Kaede-. Ofréceles té y comida; el mejor té y en la cerámica más delicada. Cuando terminen de comer, pide al guerrero que esté al mando que venga a hablar conmigo. Hana, si ya estás preparada, ven a sentarte a mi lado.
Shizuka ayudó a Ai a ponerse la túnica, y le arregló el pelo con diligencia.
—Me esconderé en algún lugar desde donde pueda escuchar la conversación -dijo con un susurro.
—Abre las contraventanas antes de marcharte -le pidió Kaede-. Dejemos que entren los últimos rayos de sol.
La tormenta había cesado y de vez en cuando el sol asomaba y arrojaba una luz color plata sobre el jardín y sobre la sala en la que se encontraban.
—¿Qué tengo que hacer? -preguntó Hana, arrodillándose junto a su hermana.
—Cuando lleguen los hombres debes hacer una reverencia exactamente en el mismo momento que yo; después, intenta mostrarte lo más hermosa posible y permanece sentada sin mover un músculo mientras yo dirijo la conversación.
—¿Eso es todo? -la pequeña parecía desilusionada.
—Observa a los hombres; examínalos sin que se den cuenta. Después me podrás decir la impresión que te han dado. Y tú también, Ai. No dejéis nada al descubierto, no reaccionéis ante ningún comentario. Tenéis que actuar como si fuerais estatuas.
Ai se acercó y se hincó de rodillas al otro lado de Kaede. Temblaba, pero logró sobreponerse.
Los postreros rayos de sol penetraban en la estancia; hacían bailar las motas de polvo e iluminaban a las tres hermanas. Podía percibirse el rumor de la cascada del jardín, recientemente restaurada; la lluvia había aumentado el caudal y sonaba con más fuerza. Un martín pescador alzó el vuelo desde una roca, dejando tras de sí un destello azul.
Desde el pabellón de invitados llegaba el murmullo de las voces de los hombres. Kaede imaginó que podía percibir su olor, y la tensión la atenazó. Estiró la espalda y al momento la mente se le volvió de hielo. Se enfrentaría al poder de aquellos guerreros con el suyo propio, y se dispuso a recordar con qué facilidad podían los hombres morir.
Unos 20 minutos más tarde la joven señora oyó la voz de Ayame, quien le decía a los hombres que ella se encontraba dispuesta para recibirlos. Momentos después, el soldado al mando del grupo y uno de sus hombres se acercaron al edificio principal de la residencia y subieron los escalones que conducían a la veranda. Ayame se dejó caer de rodillas en el umbral y el lacayo también se arrodilló en el exterior. Cuando el guerrero al mando accedió a la sala, Kaede le permitió que contemplara a las tres hermanas por un instante y después hizo una reverencia hasta tocar el suelo con la frente. Hana y Ai realizaron el mismo movimiento a la vez que ella.
Las tres muchachas se incorporaron al unísono.
El guerrero se hincó de rodillas, y anunció:
—Soy Akita Tsutomu, de Inuyama. El señor Arai me envía a visitar a la señora Shirakawa -hizo una reverencia y permaneció con la cabeza gacha.
Entonces, Kaede intervino:
—Bienvenido, señor Akita. Agradezco tu arduo viaje, y doy las gracias al señor Arai por enviarte hasta aquí. Ardo en deseos de saber en qué puedo servirle -y añadió-: Puedes incorporarte.
Akita se levantó y la joven le miró fijamente. Aunque ella sabía que ellas debían mantener la mirada baja en presencia de los hombres, en aquellos momentos apenas se sentía ya como una fémina. Se preguntó si alguna vez en su vida volvería a ser la clase de mujer que había sido en el pasado. De repente, se dio cuenta de que Ai y Hana miraban a Akita tan fijamente como ella, con ojos opacos e indescifrables.
El guerrero se acercaba a la mediana edad. Aún tenía el cabello negro, pero éste le empezaba a clarear. Su nariz era pequeña y algo arqueada, como el pico de un ave, lo que le otorgaba un aspecto depredador que se veía reforzado por una boca bien formada, de labios más bien gruesos. Aunque sus ropas estaban manchadas por el viaje, eran de buena calidad. Sus manos eran robustas y de dedos cortos, con pulgares fuertes y separados. Kaede imaginó que era un hombre práctico, aunque también un conspirador proclive al engaño. No era de fiar.
—El señor Arai se interesa por vuestra salud -informó Akita, observando a las hermanas, antes de volver su vista hacia Kaede-. Le llegaron noticias de que estabais indispuesta.
—Ya me he recuperado -replicó ésta-. Agradezco el interés que el señor Arai muestra por mí.
Akita inclinó la cabeza ligeramente. Parecía estar inquieto, como si se sintiera más cómodo entre hombres que entre mujeres, y aparentaba cierta inseguridad a la hora de dirigirse a la señora Shirakawa. Ésta se preguntó hasta qué punto aquel hombre tendría información sobre ella, si sabría o no la causa de su reciente enfermedad.
—Nos enteramos con gran pesar de la muerte del señor Shirakawa -prosiguió Akita-. Al señor Arai le inquieta vuestra falta de protección y desea dejar claro que vuestra alianza con él es tan fuerte como si fuerais parte de su familia.
Hana y Ai giraron la cabeza al mismo tiempo, intercambiaron una mirada y continuaron clavando los ojos en el hombre. Su actitud puso aún más nervioso a Akita, quien se aclaró la garganta.
—Es por eso que el señor Arai desea recibiros junto a vuestras hermanas en Inuyama, donde será posible examinar tal alianza y discutir el futuro de la señora Shirakawa.
"Imposible", pensó Kaede, quien permaneció en silencio durante unos instantes. Entonces, esbozó una ligera sonrisa y tomó la palabra:
—Nada me proporcionaría mayor placer. Sin embargo, mi salud es aún demasiado débil como para viajar y, además, como todavía nos encontramos en periodo de duelo por la muerte de nuestro padre, no estaría bien visto que abandonáramos esta casa. El año casi ha terminando. Organizaremos una visita a Inuyama en primavera. Puedes decirle al señor Arai que por mi parte nuestra alianza permanece intacta y que le agradezco su protección. Le consultaré siempre que me sea posible y le mantendré informado de mis decisiones.
De nuevo las miradas de Ai y Hana se cruzaron fugazmente y atravesaron la sala como un rayo. "¡Qué situación tan extraña!", pensó Kaede, sintiendo deseos de echarse a reír.
Pero en ese momento, Akita intervino:
—Debo repetir a la señora Shirakawa que el señor Arai desea que regrese conmigo.
—Me temo que no es posible -replicó ésta, mirándole a los ojos, antes de añadir-: No estás en posición de insistir sobre asunto alguno.
La recriminación tomó a Akita por sorpresa y una sombra de sonrojo se le extendió desde el cuello a las mejillas.
Hana y Ai se inclinaron ligeramente hacia delante y clavaron sus ojos en él con mayor intensidad. El sol se ocultó tras las nubes y la estancia quedó en penumbra; de repente, la lluvia empezó a repiquetear en el tejado. Los móviles de bambú sonaban con una nota hueca.
Entonces, Akita tomó la palabra:
—Os pido disculpas, señora. Desde luego, debéis actuar como os plazca.
—Viajaré a Inuyama en primavera -repitió Kaede-. Puedes comunicárselo al señor Arai. Tienes mi permiso para pasar la noche aquí con tus hombres, pero os aconsejo que partáis por la mañana para que las nieves no os impidan el regreso.
—Señora Shirakawa -Akita hizo una reverencia hasta el suelo.
Mientras el guerrero se retiraba arrastrando los pies hacia atrás, ella le preguntó:
—¿Quiénes son tus acompañantes?
Kaede pronunció estas palabras con brusquedad; en su voz se apreciaba un matiz de impaciencia, pues el instinto le decía que se encontraba en una situación de superioridad con respecto a él. Algo, tal vez sus hermanas, quizá su propia actitud, había intimidado al guerrero de Arai. Kaede podía percibirlo con toda claridad.
—Sonoda Mitsuru, el hijo de mi hermana, y tres de mis lacayos -respondió Akita.
—Deja aquí a tu sobrino. Puede permanecer a mi servicio durante el invierno y conducirnos a Inuyama en primavera. Será una garantía de tus buenas intenciones.
Akita bajó la mirada y la mantuvo en el suelo, desconcertado por el requerimiento; no obstante, reflexionó Kaede con rabia, cualquier hombre habría exigido lo mismo que ella. Al mantener al joven a su cargo, se aseguraba de que el tío del muchacho no hiciese comentario alguno en contra de ella o la traicionara ante Arai.
—Ni que decir tiene que la confianza entre nosotros es símbolo de la amistad que el señor Arai me inspira -dijo la joven señora con mayor impaciencia, mientras el hombre dudaba.
—No encuentro razones para que mi sobrino no pueda quedarse con vos -concedió éste.
"Tengo un rehén", pensó ella, disfrutando de la sensación de poder que tal hecho le otorgaba.
Kaede hizo una reverencia al guerrero, y Hana y Ai la imitaron, mientras que él se postraba ante ellas. Cuando Akita abandonó la estancia aún caía la lluvia, pero el sol había encontrado un hueco entre las nubes y el arco iris surgió entre las gotas que colgaban de las ramas desnudas y las últimas hojas del otoño. La muchacha hizo una seña a sus hermanas para que no se movieran.
Antes de entrar en el pabellón de invitados, Akita se dio la vuelta y se quedó mirándolas, y las tres permanecieron inmóviles hasta que desapareció. El sol se desvaneció mientras la lluvia caía a raudales.
Ayame, que había estado arrodillada bajo las sombras, se puso en pie y cerró las contraventanas. Kaede abrazó a Hana.
—¿He actuado bien? -preguntó la niña, con los ojos abiertos de par en par por la emoción.
—Ha sido una actuación magnífica, extraordinaria; pero ¿qué significaban esas miradas que os cruzabais?
—No deberíamos haberlo hecho -se disculpó Ai, avergonzada-. Es tan pueril... Solíamos mirarnos de esa forma cuando nuestra madre o Ayame nos daban lecciones. Hana fue quien empezó. Ellas nunca acertaban a saber si lo que veían era fruto de su imaginación o no. Nunca nos atrevimos a actuar así delante de nuestro padre... Y pensar que lo hemos hecho ante un gran señor...
—Nos salió sin pensarlo -confesó Hana entre risas-. Me parece que no le he gustado mucho, porque los ojos se le movían de un lado a otro y no paraba de sudar.
—Akita no es un gran señor, en absoluto -dijo Kaede-. Arai podría haber enviado a alguno de rango superior.