—Abad, vuestro huésped ha llegado.
Me avergoncé al verle, pues se trataba del anciano sacerdote que ya había conocido. Vestía las mismas ropas desgastadas. En mi última visita, yo le había confundido con uno de los viejos monjes del templo; no sospeché que pudiera tratarse del abad. En aquellos tiempos yo me hallaba sumido en mis propias preocupaciones y ni siquiera me detuve a pensar de quién se trataba. Me hinqué de rodillas hasta tocar la estera con la frente. Con su habitual conducta desenfadada, él se acercó a mí, me pidió que me incorporara y me abrazó. Entonces, se retiró un poco hacia atrás y me examinó, mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa. Yo también sonreí, pues noté la alegría que sentía al verme y quise corresponderle.
—Señor Otori -exclamó-, me alegro de que hayas regresado sano y salvo. He pensado mucho en tí. Has vivido tiempos oscuros.
—La oscuridad no ha terminado; pero ahora busco vuestra hospitalidad para el invierno. Son muchos los que me persiguen, y necesito un refugio seguro donde prepararme.
—Makoto me ha explicado tu situación. Aquí siempre eres bienvenido.
—Deseo exponer mis intenciones sin más tardanza. Me propongo reclamar mi herencia y castigar a los responsables de la muerte de Shigeru... y eso tal vez pueda entrañar riesgos para el templo.
—Estamos preparados para ello -replicó con serenidad.
—No merezco tanta benevolencia.
—Descubrirás que aquellos de nosotros que mantenemos antiguos vínculos con los Otori nos consideramos en deuda contigo -afirmó él- y tenemos una fe ciega en tu futuro.
"Más que yo", pensé, notando que me ruborizaba. No podía creer que el abad me elogiase, después de todos los errores que yo había cometido. Me sentí como un impostor, vestido con la túnica Otori, con el cabello recortado; carecía de dinero, propiedades, hombres o sable.
—Todas las grandes hazañas comienzan con una sola acción -continuó el abad, como si pudiera leerme la mente-. Y la tuya ha consistido en llegar hasta aquí.
—Me envió Ichiro, mi preceptor, quien acudirá al templo en la primavera para encontrarse conmigo. Me ha recomendado que busque la protección de Arai; eso es lo que debería haber hecho desde el principio.
El abad sonrió y sus ojos se rodearon de arrugas.
—No, la Tribu no te habría permitido seguir con vida.
Por aquel entonces eras mucho más vulnerable, pues no conocías a tu enemigo. Ahora ya tienes conocimiento de su poder.
—¿Qué sabéis sobre la Tribu?
—Shigeru solía confiarme sus asuntos y a menudo me pedía consejo. Durante su última visita hablamos largo y tendido sobre ti.
—No escuché la conversación.
—Lo sé. Shigeru tomó la precaución de hablar junto a la cascada para que no pudieras oírnos. Después regresamos a esta misma sala.
—Y aquí hablasteis de la guerra...
—Shigeru quería que yo le asegurara que el templo y la ciudad se sublevarían una vez que Iida hubiera muerto. El todavía dudaba de los planes para asesinar al señor de los Tohan, pues temía que pudiera haberte enviado a una muerte segura. Luego resultó que fue su propia muerte la que encendió la mecha de la insurrección y, aunque hubiésemos querido, no habríamos logrado detenerla. Sin embargo, Arai mantenía una alianza con Shigeru, pero no con el clan Otori, y si tiene oportunidad de apoderarse de sus territorios, sin duda lo hará. En la primavera estallará la guerra.
El abad se quedó en silencio unos instantes, y después prosiguió:
—Los señores Otori tienen la intención de reclamar las tierras de Shigeru y declarar ilegal tu adopción. No contentos con participar en la conspiración que le llevó a la muerte, ahora quieren mancillar su memoria. Por eso me alegro de que tengas el propósito de exigir tu herencia.
—No sé si los Otori me aceptarán -alargué las manos con las palmas hacia arriba-. Tengo la marca de los Kikuta.
—Hablaremos de eso más tarde. Te sorprendería saber cuántos son los que esperan tu regreso. Lo comprobarás en primavera, cuando tus hombres vengan a buscarte.
—Un guerrero Otori ha intentado matarme -exclamé yo con escepticismo.
—Makoto me lo ha contado. Es cierto, el clan sigue dividido, pero Shigeru lo sabía y lo aceptaba. No era su culpa; las semillas del odio quedaron sembradas cuando, tras la muerte de su padre, le usurparon el poder.
—Estoy convencido de que los tíos de Shigeru son los responsables de su muerte -aseguré-, pero cuanta más información tengo, más me sorprende que le permitieran vivir tanto tiempo.
—Es el destino el que decide la duración de nuestras vidas -terció el abad-. Los señores Otori temen a su propia gente. Los granjeros no confían en sus señores a causa de hechos pasados, y nunca se han dejado dominar por completo, al igual que los campesinos gobernados por los Tohan. Shigeru los conocía y los respetaba; a cambio, se ganó su admiración y su afecto, y eso le protegió de sus parientes. Ahora trasladarán esa admiración y ese afecto hacia t¡.
—Puede que así sea -acepté yo-, pero ahora me enfrento a otro problema más grave: la Tribu me ha sentenciado a muerte.
Pese a todo, el rostro del abad se mostraba tranquilo, y bajo la luz de la linterna parecía que fuera de marfil.
—Imagino que ésa es otra de las razones por las que has venido al templo.
Por un momento pensé que el anciano monje proseguiría, pero se quedó callado. Me observaba con una mirada expectante.
—El señor Shigeru guardaba documentos -dije pausadamente, rompiendo el silencio que reinaba en la sala-, unos archivos referentes a la Tribu y sus actividades. Albergo la esperanza de que me los facilitéis.
—Los hemos guardado aquí para ti -confesó él-. Enviaré a buscarlos. También he estado custodiando algo que te pertenece.
—
Jato,
el sable de Shigeru -exclamé yo.
Él asintió.
—Vas a necesitarlo.
El abad llamó a Norio y le pidió que acudiese al almacén en busca del arcón y el sable.
—Shigeru no deseaba influir en ninguna decisión que pudieras tomar -me informó el abad, mientras yo escuchaba las pisadas de Norio, que resonaban en el claustro-. Él era consciente de que tu herencia te causaría conflictos de lealtad. Estaba preparado para que eligieses a los Kikuta, en cuyo caso nadie habría tenido acceso a los documentos, salvo yo mismo. Dado que has optado por el bando de los Otori, los archivos son ahora de tu propiedad.
—Con mi llegada al templo he logrado unos meses más de vida -dije yo, con cierto tono de desprecio hacia mí mismo-. No existe nobleza en mi decisión. Aunque finalmente voy a actuar según la voluntad de Shigeru, lo cierto es que no me quedaba alternativa, pues mi vida con la Tribu estaba alcanzando su fin. Con respecto a mi parentesco con los Otori, sólo es por adopción y por testamento, y todos lo cuestionarán.
De nuevo una sonrisa iluminó su semblante; en sus ojos brillantes se percibía un matiz de comprensión y no menor sabiduría.
—El testamento de Shigeru es una razón poderosa.
Tuve la impresión de que el abad disponía de cierta información que más tarde compartiría conmigo, pero en ese instante pude oír unas pisadas que se acercaban hacia nosotros y no pude evitar ponerme en alerta hasta que reconocí los pasos de Norio, más pesados en esta ocasión porque venía cargado con el cofre y el sable. Éste abrió la puerta corredera, entró en la sala e, hincándose de rodillas, colocó su carga sobre la estera. Yo no giré la cabeza, pero logré percibir el débil sonido que ambos objetos emitieron al ser depositados en el suelo. Ante la idea de empuñar a
Jato
entre mis manos, el pulso se me aceleró, y sentí alegría y temor al mismo tiempo.
Norio cerró la puerta, se arrodilló de nuevo y colocó las valiosas pertenencias frente al abad, de modo que yo también pudiera verlas. Tanto el cofre como el sable estaban envueltos en paños viejos, posiblemente para enmascarar su valor. El abad desenvolvió a
jato,
lo sujetó con ambas manos y lo acercó hacia mí. Yo lo recogí de igual forma, lo levanté sobre mi cabeza e hice una reverencia mientras notaba el familiar peso del arma alojada en su vaina. Anhelaba desenfundarlo y hacerle cantar su melodía de acero, pero delante del abad no me atreví. Con gran respeto, lo coloqué en el suelo, junto a mí, mientras el abad retiraba los paños que cubrían el cofre.
El olor a hojas de ruda inundó el ambiente, y yo reconocí el cofre de inmediato. Se trataba del que yo había cargado por el sendero de la montaña pensando que contenía ofrendas para el templo. Kenji caminaba a mi lado. ¿Acaso él ignoraba lo que guardaba?
El anciano abad abrió la tapa del arca, que no estaba cerrada con llave, y el olor a ruda se intensificó. El abad extrajo uno de los rollos de pergamino y me lo entregó.
—Según las instrucciones de Shigeru, tienes que leer éste en primer lugar -mientras yo lo tomaba en mis manos, el abad, con profunda emoción, añadió-: Nunca pensé que llegaría este momento.
Le miré a los ojos, hundidos en su anciano rostro pero tan brillantes y vivaces como los de un joven de 20 años. Él aguantó mi mirada, y de pronto comprendí que el viejo abad nunca sucumbiría al sueño de los Kikuta. En la distancia, una de las campanas sonó tres veces. Imaginé a los monjes elevando sus plegarias en actitud de meditación. Sentí con fuerza el poder espiritual de aquel lugar sagrado, concentrado y reflejado en la persona del anciano que tenía frente a mí. De nuevo me invadió una oleada de gratitud hacia su persona, hacia la doctrina que profesaba y hacia las deidades que, a pesar de mi falta de fe, parecían haber tomado mi vida y mi seguridad a su cargo.
—Léelo -me apremió entonces-. Puedes examinar el resto de los documentos más tarde, pero ahora tienes que leer éste.
Desenrollé el pergamino, y cuando vi el contenido fruncí las cejas; enseguida reconocí la mano de Shigeru y los caracteres, e incluso pude ver mi propio nombre; pero las palabras carecían de sentido para mí. Mis ojos se desplazaban hacia arriba y hacia abajo recorriendo las columnas. Extendí el rollo un poco más y me encontré ante un océano de nombres. Me pareció que se trataba de una genealogía como la que Gosaburo me había descrito en Matsue. Cuando caí en la cuenta, empecé a descifrarla. Regresé al comienzo y leí muy despacio el escrito inicial. Después volví a leerlo por tercera vez. Levanté la mirada y clavé mis pupilas en el abad.
—¿Es cierto?
Él soltó entonces una risa ahogada.
—Parece que sí. Tú no te ves el rostro, por lo que no encuentras pruebas en él. Puede que tus manos sean Kikuta, pero todos tus rasgos son Otori. La madre de tu padre trabajaba como espía para la Tribu, y fue contratada por los Tohan y enviada a Hagi cuando Shigemori, el padre de Shigeru, era poco más que un muchacho. Mantuvieron relaciones, al parecer sin el permiso de la Tribu, y tu padre fue el resultado. Tu abuela debió de ser una mujer inteligente, pues mantuvo en secreto su embarazo, se casó con uno de sus primos y crió al niño como Kikuta.
—Entonces, ¿Shigeru y mi padre eran hermanos? ¿Shigeru era mi tío?
—Por tu aspecto, nadie lo negaría. Cuando Shigeru te vio por primera vez, quedó impresionado por tu parecido con Takeshi, su hermano menor. Ellos dos se parecían mucho. Si llevaras el cabello más largo, serías la viva imagen de Shigeru de joven.
—¿Cómo lo descubrió?
—Parte de la historia la conoció a través de su propia familia. Su padre siempre había sospechado que aquella mujer había concebido un hijo, y le hizo esta confesión a Shigeru poco antes de morir. El resto lo averiguó por sí mismo. El rastro de tu padre le llevó hasta Mino, y se enteró de que éste había dejado un descendiente antes de morir. Tu progenitor debió de sufrir el mismo conflicto que tú: a pesar de haber sido criado por los Kikuta y de estar dotado de poderes extraordinarios -superiores a los de otros miembros de la Tribu-, intentó escapar de su entorno. Tal actitud indica claramente que su sangre estaba mezclada y que carecía del fanatismo propio de los auténticos miembros de la organización. Shigeru estuvo recopilando documentos sobre la Tribu desde que conoció a Muto Kenji. Ambos eran jóvenes entonces y simpatizaban mutuamente. Kenji participó en la batalla de Yaegahara y fue testigo de la muerte de Shigemori -el abad clavó su mirada en
¡ato-;
recuperó su sable y se lo entregó a Shigeru. Quizá conozcas esta historia.
—Kenji me contó algo en cierta ocasión -afirmé.
—Además de la simpatía que Shigeru y Kenji se profesaban, cada uno de ellos resultaba útil para el otro. Con el paso de los años intercambiaron información sobre numerosos asuntos, incluso a veces, hay que reconocerlo, de manera inconsciente. Creo que Kenji nunca llegó a enterarse de lo inescrutable, e incluso retorcido, que Shigeru podía ser.
Yo permanecí en silencio. El descubrimiento que acababa de hacer me había dejado perplejo, aunque, al pensar en ello, cada vez todo cobraba más sentido para mí. Era mi sangre Otori lo que me había empujado a aprender las lecciones de venganza cuando mi familia fue masacrada en Mino, y esa misma sangre había forjado mi vínculo con Shigeru. De nuevo sentí dolor ante su pérdida y lamenté no haber conocido mis orígenes con anterioridad, aunque también me alegraba de que él y yo compartiéramos el mismo linaje y me enorgullecía ser un auténtico Otori.
—Esto confirma que he tomado la decisión adecuada -exclamé por fin, con la voz quebrada por la emoción-. No obstante, ya que voy a ser uno de los Otori, un guerrero, tengo mucho que aprender -señalé los pergaminos guardados en el cofre-. ¡Y ni siquiera puedo leer con fluidez!
—Tienes todo el invierno por delante -replicó el abad-. Makoto te ayudará con la lectura y la escritura. En primavera debes acudir junto a Arai para aprender los secretos de la guerra. Mientras tanto, tienes que estudiar la teoría del combate y entrenarte en el uso del sable.
En ese momento hizo una pausa y sonrió otra vez. Imaginé que aún guardaba otra sorpresa para mí.
—Yo seré tu maestro. Antes de ser llamado al servicio del Iluminado me consideraban un experto en estas lides. Antes de apartarme del mundo me llamaba Matsuda Shingen.
Incluso yo conocía ese nombre. Matsuda era uno de los más ilustres guerreros Otori de la generación anterior, un héroe para los jóvenes de Hagi. El abad soltó una ligera carcajada al descubrir el estupor de mi semblante.
—Creo que este invierno lo pasaremos bien; haremos mucho ejercicio para mantenernos en calor. Recoge tus pertenencias, señor Otori. Comenzaremos por la mañana. Cuando acabes con tus estudios, te unirás a la meditación de los monjes. Makoto te despertará a la hora del Tigre.