—Siempre existen razones -replicó él, de forma sesgada-. Analicemos mi propia situación. Mi hijo y la tumba de mi esposa están en la capital. Tal vez no os hayáis enterado, pero se me pidió que me marchase de allí porque mis escritos no eran del agrado del regente. Tras mi exilio, la ciudad sufrió dos graves terremotos y varios incendios. En opinión de la gente, tales tragedias mostraban el disgusto de los dioses ante el trato tan injusto al que un inofensivo erudito había sido sometido. Se elevaron plegarias y se me suplicó que regresara; pero por el momento mi vida aquí me place, y tengo motivos para no obedecer de inmediato aunque, desde luego, finalmente deberé hacerlo.
—El señor Shigeru se ha convertido en un dios -le informó Kaede-. Cientos de personas acuden cada día a rezar ante su tumba, en Terayama.
—El señor Shigeru ha alcanzado la muerte, el destino final que a todos nos espera; sin embargo, yo aún estoy vivo. Es demasiado pronto para convertirme en un dios.
El señor Fujiwara le había desvelado a Kaede parte de su vida, y ella se sintió obligada a hacer lo mismo.
—Sus tíos deseaban su muerte -explicó la muchacha-. Por esa razón no acudiré junto a ellos.
—Mis conocimientos sobre los Otori son escasos -terció él-, si exceptuamos lo referente a la hermosa loza que fabrican en Hagi. Se dice que el clan se esconde en esa ciudad, que es bastante inaccesible, según tengo entendido. Y por lo visto existe una antigua conexión con la familia imperial -la voz de Fujiwara denotaba un tono desenfadado, casi de broma; pero cuando continuó hablando, el matiz cambió ligeramente-. Os ruego que me perdonéis por mi atrevimiento; pero ¿cómo murió Shigeru?
Kaede había hablado muy poco sobre los terribles sucesos que acaecieron en Inuyama, y sintió deseos de desahogarse con él; pero cuando Fujiwara se inclinó hacia ella, la joven advirtió de nuevo su deseo, sus ansias por enterarse de lo que le había sucedido.
—No puedo hablar de ello -dijo finalmente Kaede, con un hilo de voz. Le haría pagar por conocer sus secretos-. Me resulta demasiado doloroso.
—Comprendo.
Fujiwara bajó la vista y contempló el cuenco que sujetaba en las manos. Ella tuvo entonces ocasión de observarle. Los rasgos perfectos de su rostro, la boca sensual, los largos y delicados dedos...
Fujiwara colocó el cuenco sobre la estera y elevó los ojos hacia Kaede, y ella le sostuvo la mirada deliberadamente. En ese instante, permitió que las lágrimas le llegaran a los ojos, y los apartó.
—Es posible que algún día... -murmuró Kaede con suavidad.
Permanecieron sentados, inmóviles y en silencio, durante unos instantes.
—Me intrigáis -dijo él por fin-. Muy pocas mujeres lo consiguen. Permitidme enseñaros mi humilde morada, mi colección insignificante.
Kaede colocó el cuenco en el suelo y se puso de pie con elegancia. Él observaba cada uno de sus movimientos, pero sin el deseo depredador que otros hombres solían mostrar. Ella se dio cuenta del significado de las palabras de Shizuka. Si Fujiwara llegase a admirarla, la añadiría a su colección. ¿Qué precio estaría dispuesto a pagar por ella, y qué podría Kaede pedirle a cambio?
Shizuka hizo una reverencia hasta tocar el suelo cuando ellos pasaron a su lado, y el joven apareció de entre las sombras. Se mostraba tan esbelto y delicado como una muchacha.
—Mamoru -dijo Fujiwara-. La señora Otori ha accedido gentilmente a contemplar mis patéticas piezas. Acompáñanos.
Y cuando el joven hizo una reverencia ante Kaede, Fujiwara añadió:
—Debes aprender de ella. Estudíala. Es un espécimen perfecto.
La joven siguió a los hombres hasta el centro de la casa, donde había un patio y un escenario.
—Mamoru es actor -explicó Fujiwara-. Representa papeles de mujeres. Me agrada presentar dramas en este pequeño lugar.
El escenario era reducido pero exquisito. Sencillos pilares de madera soportaban el ornado techo esculpido, y el telón de fondo mostraba la pintura de un pino con las ramas retorcidas.
—Deberíais venir a presenciar una representación -la invitó Fujiwara-. Estamos a punto de comenzar los ensayos de
Atsumori.
Tan sólo esperamos la llegada de nuestro flautista. Pero antes presentaremos
Kinuta.
Mamoru puede aprender muchas cosas de vos, y me gustaría conocer vuestra opinión sobre su actuación.
Kaede permaneció silenciosa, y él continuó:
—¿Estáis familiarizada con el teatro?
—Presencié algunas obras cuando vivía con los Noguchi -respondió ella-. Pero mis conocimientos sobre tal arte son escasos.
—Vuestro padre me contó que fuisteis rehén de los Noguchi.
—Desde los siete años.
—¡Cuan curiosas son las vidas de las mujeres! -comentó él, provocando en la joven un escalofrío.
Desde el teatro se dirigieron a otra sala de recepción que miraba a un pequeño jardín. La luz del sol bañaba la estancia, y a Kaede le agradó la calidez que proporcionaba. Pero el sol ya estaba descendiendo hacia las montañas; pronto desaparecería tras ellas y las sombras envolverían todo el valle. La muchacha tiritó ligeramente.
—Trae un brasero -ordenó Fujiwara-. La señora Otori siente frío.
Acto seguido, Mamoru desapareció y, tras unos instantes, regresó acompañado por un hombre mucho mayor que él, que traía un pequeño brasero en el que ardía carbón de leña.
—Sentaos cerca de la lumbre -insistió Fujiwara-. En esta época del año uno se constipa con facilidad.
Mamoru volvió a abandonar la sala sin pronunciar palabra; sus respetuosos movimientos eran gráciles y sigilosos. Cuando volvió, traía consigo un pequeño cofre de madera de paulonia que colocó en el suelo con sumo cuidado. Abandonó la estancia y regresó en tres ocasiones más, cada vez con un cofre o un cajón. Cada uno de ellos estaba elaborado con una madera diferente -zelkova, ciprés o cerezo-, bruñida hasta tal punto que el color y los nudos de la misma desvelaban la larga vida del árbol, la montaña en la que había crecido, las épocas de frío, calor, lluvia o viento que había soportado.
Fujiwara abrió las arcas de una en una. En el interior había objetos envueltos en hermosos tejidos, aunque también muy antiguos. Se trataba de sedas de confección exquisita y colores de gran sutileza; pero las piezas que escondían en su interior superaban todo cuanto Kaede había contemplado antes. Fujiwara fue enseñándole los objetos. Desenvolvió uno y lo colocó en el suelo, frente a ella, a la vez que la invitaba a tomarlo entre sus manos, a acariciarlo con los dedos, a llevárselo a los labios -si así lo deseaba- o a la frente, pues a menudo el tacto y el aroma de un objeto son más importantes que su aspecto. Después volvió a guardarlo entre las sedas, antes de extraer el siguiente. Repitió esta operación con cada uno, y así le fue mostrando a Kaede sus tesoros.
—Contemplo estas piezas en muy raras ocasiones -dijo Fujiwara, con un matiz de ternura en la voz-. Cada vez que una mirada indigna cae sobre ellas, se empobrecen. El simple hecho de desenvolverlas es un acto que hace aflorar gran sensibilidad en mí. Compartirlas con alguien cuya mirada las engrandece, en lugar de empequeñecerlas, es uno de mis mayores -y también más escasos- placeres.
Kaede permaneció en silencio, pues no sabía casi nada del valor o la historia de los objetos que estaba contemplando: la tetera de la misma loza de tonos rosa y marrón, frágil y robusta al mismo tiempo; la figura del Iluminado en la flor de loto, realizada con porcelana de celadón; la caja de laca y oro, a la vez sencilla e intricada... La joven se limitó a contemplar las piezas, con la impresión de que aquellos hermosos objetos gozaban de ojos propios y le devolvían la mirada.
Mamoru no se había quedado a contemplar los objetos y, tras lo que pareció un largo rato -para Kaede el tiempo se había detenido-, regresó con una caja plana de gran tamaño. Fujiwara sacó de su interior una pintura: un paisaje de invierno con dos cuervos al fondo; el intenso color negro de las aves contrastaba con la blancura de la nieve.
—¡Ah! Sesshu... -susurró Kaede, abriendo la boca por primera vez.
—En realidad no es obra de Sesshu, sino de uno de sus maestros -corrigió él-. Se dice que el hijo no puede enseñar al padre, pero en el caso de Sesshu debemos admitir que el discípulo ha superado al preceptor.
—¿No hay un dicho que dice que el azul de la tintura es más intenso que el azul de la flor? -replicó ella.
—Supongo que me estáis dando vuestra aprobación.
—Si el pupilo o el maestro no fueran uno más sabio que el otro, nunca cambiaría nada.
—¡Y la gran mayoría quedaría muy satisfecha!
—Sólo aquellos que ostentan el poder -terció Kaede-. Ellos quieren mantener su mundo y su posición a toda costa; pero otros son testigos de ese mismo poder y lo desean para sí. Todo hombre es ambicioso por naturaleza, y es por ello que los cambios ocurren. Los jóvenes destronan a los ancianos.
—Y las mujeres, ¿son ambiciosas por naturaleza?
—Nadie se toma la molestia de preguntarles -los ojos de la joven volvieron al lienzo-. Dos cuervos, dos ánades, el ciervo y la cierva... Siempre aparecen juntos en las pinturas, siempre en pareja.
—Tal es el mandamiento de la naturaleza -sentenció Fujiwara-. No en vano es uno de los cinco vínculos descritos por Kung Tzu.
—Y el único permitido a las mujeres. Él sólo nos ve como esposas.
—Ése es el papel de toda fémina.
—¿No debería permitírsele a una mujer ejercer la autoridad o gozar de la amistad de un hombre? -los ojos de Kaede se encontraron con los de él.
—Para ser una muchacha, sois muy audaz -replicó Fujiwara, a punto de echarse a reír.
La muchacha se ruborizó y miró de nuevo la pintura.
—El templo de Terayama es famoso por sus pinturas de Sesshu -afirmó él-. ¿Las visteis durante vuestra estancia allí?
—Sí, el señor Otori deseaba que el señor Takeo las observara y las copiara.
—¿Un hermano menor?
—Su hijo adoptivo -lo último que deseaba Kaede era hablar con Fujiwara sobre Takeo. Intentó sacar otro tema de conversación, pero no se le ocurría nada; lo único en lo que podía pensar era en el dibujo del pequeño pájaro de la montaña que Takeo le había regalado.
—¿Fue él quien llevó a cabo la venganza? Debe de ser muy valeroso. Dudo que mi propio hijo hiciera lo mismo por mí.
—Siempre se mostró muy cauteloso -dijo ella, deseando hablar sobre Takeo y, al mismo tiempo, temiendo hacerlo-. No daba la impresión de ser especialmente intrépido; le gustaba dibujar y pintar... Pero demostró una gran valentía -Kaede escuchó su propia voz y detuvo su relato en seco, convencida de que estaba siendo demasiado clara ante Fujiwara.
—¡Ah! -exclamó éste, dirigiendo a continuación la mirada hacia la pintura y contemplándola durante un largo rato-. No debo entrometerme en vuestros asuntos -dijo por fin, volviendo los ojos hacia su invitada-. Pero imagino que os casaréis con el hijo de Shigeru.
—He de pensar en otras cosas... -dijo Kaede, intentando poner un tono despreocupado-. Soy heredera de tierras en Shirakawa y Maruyama, y debo reclamar su propiedad. Si marchara a Hagi y permaneciera oculta con los Otori, podría perder lo que me pertenece.
—Para ser tan joven guardáis muchos secretos -murmuró Fujiwara-. Confío en que algún día me hagáis partícipe de ellos.
El sol comenzaba a ocultarse tras las montañas, y las sombras de los cedros centenarios se alargaban en dirección a la casa.
—Se está haciendo tarde -anunció él-. Siento perder vuestra compañía, pero debéis iniciar el camino de vuelta. Pronto volveréis a visitarme -Fujiwara envolvió la pintura y la colocó de nuevo en la caja. Kaede percibió la suave fragancia de la madera y el aroma de las hojas de ruda que se habían colocado dentro para ahuyentar a los insectos.
—Gracias de corazón -dijo Kaede mientras se levantaban. Mamoru había regresado a la sala en silencio, y se inclinó en una profunda reverencia cuando pasaron a su lado.
—Mírala, Mamoru -exclamó Fujiwara-. Observa cómo camina, cómo devuelve tu reverencia. Si logras capturar sus movimientos, podrás considerarte un actor.
Intercambiaron frases de despedida y el mismo señor Fujiwara salió a la veranda, acompañó a Kaede hasta el palanquín y ordenó a varios lacayos que la escoltaran.
—Has actuado bien -dijo Shizuka a Kaede cuando ya estaban en casa-.
Has
despertado su curiosidad.
—Me desprecia -afirmó Kaede, exhausta tras la larga visita.
—Desprecia a todas las mujeres, pero a ti te ve como algo diferente.
—Algo antinatural.
—Puede ser -respondió Shizuka entre risas-. O tal vez algo excepcional e incomparable que ninguna otra persona posee.
Al día siguiente Fujiwara hizo llegar algunos regalos a Kaede, junto con la invitación para asistir a una representación de teatro bajo la luna llena. Kaede desempaquetó dos túnicas; una era muy antigua y discreta, y su seda de color marfil estaba hermosamente bordada con faisanes y hojas otoñales en verde y oro; la otra parecía nueva, más llamativa, con brillantes peonías púrpura y azul bordadas en seda rosa pálido.
Hana y Ai se acercaron a admirar los mantos. El señor Fujiwara también había enviado comida: codornices y pescado dulce, caquis y pastelillos de judías. Hana, que como todos los moradores de la casa pasaba estrecheces, quedó muy impresionada.
—No toques nada -la reprendió Kaede-. Tienes las manos sucias.
Hana se había manchado las manos al recoger castañas, pero odiaba que le llamaran la atención. Escondió las manos tras la espalda y, furiosa, clavó los ojos en su hermana mayor.
—Hana -dijo ésta, intentando ser amable-, ve a que Ayame te lave las manos y después podrás contemplar los regalos.
La relación de Kaede con su hermana pequeña seguía siendo conflictiva. En su fuero interno, Kaede consideraba que Ayame y Ai habían mimado a Hana en exceso. Deseaba persuadir a su padre de que también instruyera a su hija menor, pues estaba convencida de que había que inculcarle disciplina; debía aprender a afrontar los desafíos de la vida. A Kaede le hubiera gustado encargarse ella misma de la instrucción de la pequeña, pero carecía del tiempo y la paciencia necesarios y, además, desconocía cómo se debía educar a los niños. Ése era otro asunto sobre el que debía meditar durante los largos meses de invierno.
Tras las indicaciones de su hermana, Hana se echó a llorar y salió corriendo hacia la cocina.