Cobra (20 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
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Cal Dexter había inspeccionado a fondo tres aviones sin piloto, los vehículos aéreos no tripulados o UAV de fabricación estadounidense. Su participación sería crucial en la guerra que desataría Cobra. Finalmente descartó el Reaper y el Predator y se decidió por el Global Hawk «desarmado». Su función era únicamente la vigilancia.

Utilizando la autorización presidencial de Paul Devereaux, había mantenido largas negociaciones con Northrop Grumman, los fabricantes del RQ-4. Ya sabía que en 2006 habían desarrollado una versión destinada a la «vigilancia marítima en grandes extensiones» y que la marina norteamericana había hecho un pedido considerable.

Dexter deseaba incluir otras dos prestaciones. Le respondieron que no sería un problema; la tecnología estaba disponible.

Una de ellas era que se pudiesen cargar en la memoria de a bordo las imágenes que obtendrían los aviones espía TR-1 de casi cuarenta barcos tal como se veían desde arriba. Reducirían las imágenes a píxeles, para que mostraran detalles de un tamaño no superior a los cinco centímetros de la cubierta del barco real. Después tendría que comparar lo que estaba viendo con los datos guardados en la memoria e informar a sus compañeros, que estarían a muchos kilómetros de distancia en la base, cuando encontrase una coincidencia.

La otra era la tecnología necesaria para interferir las comunicaciones; con ella el Hawk podría trazar un círculo de diez millas de diámetro alrededor del barco en el que no funcionaría ningún sistema de comunicación del tipo que fuese.

Pese a no llevar ningún cohete, el RQ-4 Hawk tenía todo lo que necesitaba Dexter. Podía volar a 13.500 metros de altitud, muy lejos de la visión y el oído de aquello que vigilar. Con sol, lluvia, nublado o de noche podía vigilar 184.000 kilómetros cuadrados en un día y, con un consumo mínimo de combustible, podía permanecer en el aire durante treinta y cinco horas. A diferencia de los otros dos aparatos, su velocidad de crucero era de 340 nudos, mucho más veloz que sus objetivos.

Para finales de mayo, dos de estas maravillas ya estaban dispuestas para incorporarse al Proyecto Cobra. Una operaría desde la base de Malambo, en la costa colombiana, al nordeste de Cartagena.

La otra se encontraba en la isla de Fernando de Noronha, frente a la costa nororiental de Brasil. Cada unidad se guardaba en un hangar, fuera de la vista de algún curioso que pasara por el otro lado de la base aérea. De acuerdo con la orden de Cobra comenzaron la vigilancia en cuanto estuvieron instalados.

Aunque operaban desde las bases aéreas, el escaneado se realizaba a muchos kilómetros de distancia, en el desierto de Nevada, en la base aérea de Creech. Ahí los hombres estaban sentados delante de las pantallas. Cada uno tenía una palanca de control como la de los pilotos en sus cabinas.

Cada operador veía en su pantalla lo mismo que el Hawk veía desde la estratosfera. Algunos de los hombres y mujeres de aquella silenciosa y refrigerada sala de control de Creech se ocupaban de los Predator que volaban sobre Afganistán y las cordilleras fronterizas con Pakistán. Otros se encargaban de los Reaper sobre el golfo Pérsico.

Todos ellos usaban auriculares y un micrófono de garganta para recibir instrucciones e informar a sus superiores si un objetivo aparecía a la vista. La concentración era absoluta y, por lo tanto, los turnos cortos. La sala de control de Creech era la imagen de las guerras futuras.

Con su habitual humor negro, Cal Dexter había bautizado a los dos Hawk, para diferenciarlos. Al oriental lo llamó
Michelle
como la primera dama; el otro era
Sam
, como la esposa del primer ministro británico.

Cada uno tenía su propia tarea. La de
Michelle
era mirar abajo, identificar y rastrear todos los barcos mercantes citados por Juan Cortez y encontrados y fotografiados por el TR-1. La de
Sam
era hallar e informar acerca de cualquier avión o barco que saliese de la costa brasileña entre Natal y Belém, o se dirigiese al este por el Atlántico más allá del meridiano cuarenta, en dirección a África.

Los controladores de Creech, a cargo de los dos Hawk de Cobra, estaban en contacto directo con el ruinoso depósito situado en un suburbio de Washington, las veinticuatro horas del día, siete días a la semana.

Letizia Arenal sabía que lo que estaba haciendo no era correcto, iba en contra de las instrucciones estrictas de su padre, pero no podía evitarlo. Él le había dicho que nunca saliese de España. Sin embargo, ella estaba enamorada, y el amor podía más que sus instrucciones.

Domingo de Vega le había propuesto matrimonio y ella había aceptado. Llevaba la alianza en la mano. Pero él tenía que regresar a su puesto en Nueva York o lo perdería, y su cumpleaños era la última semana de mayo. Su prometido le había enviado un billete abierto de Iberia al aeropuerto Kennedy y le suplicaba que se reuniera con él.

Las formalidades en la embajada norteamericana habían ido sobre ruedas; tenía el visado y la autorización de Seguridad Interior.

El billete era de primera clase, así que le entregaron la tarjeta de embarque en la Terminal 4 casi de inmediato. Facturó su única maleta para el aeropuerto Kennedy de Nueva York y miró cómo desaparecía en la cinta transportadora que la cargaría a bordo. No se fijó en el hombre que tenía detrás con una maleta grande como único equipaje.

No podía saber que estaba llena de periódicos, ni que él se alejaría en cuanto ella desapareciese camino del control de seguridad y de pasaportes. Nunca había visto antes al inspector Paco Ortega, y nunca volvería a verlo. Pero el policía había memorizado cada detalle de la maleta facturada y de las prendas que vestía. Le habían tomado una foto con un teleobjetivo en el momento que bajaba del taxi. Todo estaría en Nueva York incluso antes de que ella despegase.

Solo para asegurarse, el inspector se acercó a uno de los ventanales que daban a la pista y miró cómo, muy lejos, el avión de Iberia giraba para ponerse contra el viento, se detenía un instante y después se alzaba a plena potencia hacia las cumbres todavía nevadas de la sierra de Guadarrama y el Atlántico. Entonces llamó a Nueva York y mantuvo una breve conversación con Cal Dexter.

El avión llegó a la hora prevista. Había un hombre vestido con el uniforme del personal de tierra en la pasarela cuando bajaron los pasajeros. Murmuró dos palabras en el móvil, pero nadie le prestó atención. Es algo que la gente hace a todas horas.

Letizia Arenal pasó el control de pasaportes sin más contratiempo que la formalidad de ir apretando las yemas de los dedos en un pequeño panel de cristal y de mirar a la lente de una cámara para el reconocimiento del iris.

En cuanto pasó, el agente de inmigración se volvió para hacer un silencioso gesto de asentimiento a un hombre que estaba en el pasillo por donde los pasajeros caminaban hacia la recogida de equipajes. El hombre respondió al gesto y siguió a la muchacha.

Era un día muy ajetreado, así que los equipajes tardaron todavía otros veinte minutos. Por fin se puso en marcha la cinta transportadora y comenzaron a aparecer las maletas. La suya no era ni la primera ni la última, sino que estaba en medio. La vio caer por la boca abierta del túnel y reconoció la tarjeta de color amarillo brillante que le había puesto para localizarla más fácilmente.

Era una maleta rígida con ruedas, así que se colgó el bolso en el hombro izquierdo y arrastró la maleta hacia la salida. Había recorrido la mitad de la distancia cuando uno de los agentes que estaba allí como si no tuviese nada que hacer le hizo un gesto. Un control al azar. Nada de que preocuparse. Domingo la estaría esperando en el vestíbulo pasadas las puertas. Tendría que aguardar unos minutos más.

Llevó la maleta hacia la mesa que le indicó el aduanero y la levantó. Las cerraduras miraban hacia ella.

—Por favor, ¿podría abrir la maleta, señorita? —pidió con una cortesía impecable.

Siempre eran de una cortesía impecable y nunca sonreían o hacían un comentario gracioso. Letizia abrió los dos cierres. El funcionario volvió la maleta hacia él y levantó la tapa. Vio las prendas dobladas en la primera capa y, con las manos enguantadas, las apartó. Entonces se detuvo. Letizia se dio cuenta de que la estaba mirando por encima de la tapa. Supuso que acto seguido la cerraría y la autorizaría a pasar con un gesto.

El aduanero la cerró.

—Por favor, ¿podría acompañarme, señorita? —dijo en un tono muy frío.

No era una pregunta. Tomó conciencia de que un hombre grande y una mujer fornida, vestidos con el mismo uniforme, estaban muy cerca de ella. Resultaba embarazoso; los demás pasajeros desviaban la mirada cuando pasaban a su lado.

El primer aduanero cerró los cierres, levantó la maleta y se adelantó. Los otros dos siguieron a Letizia sin decir palabra. El primer agente entró por una puerta en la esquina. Era una habitación espartana con una mesa en el centro y unas pocas sillas junto a las paredes. Ningún cuadro, dos cámaras en dos de los rincones. La maleta acabó sobre la mesa.

—Por favor, ¿puede abrir la maleta de nuevo, señorita?

Fue la primera vez que Letizia Arenal sospechó que quizá algo no iba bien, pero no tenía ningún indicio de qué podía ser. Abrió la maleta y vio sus prendas bien dobladas.

—Por favor, ¿puede vaciarla, señorita?

Estaba debajo de la chaqueta de lino, las dos faldas de algodón y varias blusas dobladas. No era grande, más o menos del tamaño de un paquete de azúcar de un kilo. Parecía que estaba llena de polvos de talco. Entonces lo comprendió; sintió la violenta náusea de un mareo, un puñetazo en el plexo solar, una voz silenciosa en su cabeza que gritaba: «No, no he sido yo, yo no hago estas cosas, no es mío, alguien tuvo que ponerlo ahí…».

La mujer fornida la sostuvo, pero no lo hizo llevada por la compasión. Sino por las cámaras. Los juzgados de Nueva York son tan escrupulosos con los derechos de los acusados y los abogados defensores están tan dispuestos a aprovechar la más mínima infracción a las normas de procedimiento para conseguir que se retiren los cargos, que desde el punto de vista oficial no se puede pasar por alto ni una sola formalidad.

Después de abrir la maleta y descubrir lo que en aquel momento solo se anotó como un polvo blanco sin identificar, Letizia Arenal entró en aquello que oficialmente se llama «el sistema». Más tarde todo aquello le parecería una borrosa pesadilla.

La llevaron a otra habitación más equipada en el complejo de la terminal. Había varios magnetófonos digitales. Entraron otros hombres. Ella no lo sabía, pero eran de la DEA y el ICE, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas. Junto con la Aduana, eran tres las autoridades que la habían detenido, en tres jurisdicciones diferentes.

Aunque su inglés era bueno, llamaron a un intérprete de español. Le leyeron sus derechos, los derechos Miranda, que nunca había oído mencionar. Después de cada frase le preguntaban: «¿La ha comprendido, señorita?». Siempre el cortés «señorita» aunque por la expresión de sus rostros ella se daba cuenta de que la despreciaban.

En algún lugar estaban inspeccionando a fondo su pasaporte. En otro, la maleta y el bolso recibían la misma atención. La bolsa de polvo blanco se envió fuera del edificio, a un laboratorio químico. No fue ninguna sorpresa que se tratase de cocaína pura.

La circunstancia de que fuese pura era importante. Una pequeña cantidad de polvo «cortado» podía explicarse como de «uso personal». Pero no así en el caso de un kilo de cocaína pura.

En presencia de dos mujeres se le pidió que se quitase hasta la última prenda de ropa, que luego se llevaron. Le dieron una bata de papel. Una doctora realizó una exploración de todos los orificios de su cuerpo, incluidas las orejas. Para entonces ella ya lloraba a lágrima viva. Pero el «sistema» lo haría a su manera. Las cámaras grababan hasta el último detalle para el registro. Ningún abogado listillo conseguiría librar a esa zorra.

Por fin, un agente de más rango de la DEA la informó de que tenía derecho a solicitar un abogado. Aún no la habían interrogado formalmente. Sus derechos Miranda no habían sido infringidos. Letizia respondió que no conocía a ningún abogado en Nueva York. El agente le dijo que se le asignaría un abogado de oficio, pero que lo haría el juzgado, no él.

La joven repitió una y otra vez que su prometido debía de estar esperándola en el vestíbulo. Esa información no se pasó por alto. Cualquiera que la estuviese esperando podría ser un cómplice. Se buscó entre la multitud al otro lado de las puertas de la sala de aduana. No encontraron a ningún Domingo de Vega. Tal vez ella había mentido o, si era el cómplice, había huido del lugar. Por la mañana buscarían a un diplomático puertorriqueño con ese nombre en las Naciones Unidas.

Ella insistió en explicarlo todo, renunció a su derecho de que estuviera presente un abogado. Les dijo todo lo que sabía, que no era nada. No le creyeron. Entonces se le ocurrió una idea.

—Soy colombiana. Quiero ver a alguien de la embajada de Colombia.

—Será del consulado, señorita. Ahora son las diez de la noche. Intentaremos llamar a alguien por la mañana.

Quien habló fue un hombre del FBI, aunque ella no lo sabía. El contrabando de drogas en Estados Unidos es un delito federal, no de cada estado. Los federales se habían hecho cargo.

El aeropuerto J. F. Kennedy pertenece a la jurisdicción del Distrito Este de Nueva York, y está en el barrio de Brooklyn. Por fin, cuando era casi medianoche, Letizia Arenal ingresó en el Correccional Federal del barrio, pendiente de comparecer en el juzgado por la mañana.

Por supuesto se abrió un expediente que muy pronto se hizo cada vez más grueso. El «sistema» necesita mucho papeleo. En su pequeña celda individual, asfixiante, que apestaba a sudor y a miedo, Letizia Arenal lloró toda la noche.

Por la mañana, los federales hablaron con alguien del consulado de Colombia que aceptó acudir. Si la detenida esperaba alguna comprensión se sentiría desilusionada. La empleada consular no pudo ser menos tolerante. Este era el tipo de situaciones que los diplomáticos detestaban.

La mujer vestía un traje de chaqueta negro. Escuchó con el rostro impasible las explicaciones y no creyó ni una palabra. Pero no podía negarse a ponerse en contacto con Bogotá y pedir al Ministerio de Asuntos Exteriores que buscase a un abogado llamado Julio Luz. Era el único nombre que se le ocurrió a la señorita Arenal para que acudiese en su ayuda.

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