Cobra (34 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
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Mató a seis miembros del equipo del Ejecutor antes de que lo abatiesen y consiguió disparar una bala a la mano del Animal. Pero los números siempre acaban por imponerse y Paco Valdez, sabiendo con quién se enfrentaba, llevaba una docena de hombres.

En vida, Roberto Cárdenas era un hombre malo, duro y cruel. En la muerte no era más que otro cadáver. En cinco trozos, cuando la sierra mecánica acabó su trabajo.

Solo había tenido una hija. Y la quería muchísimo.

C
APÍTULO
13

A lo largo de octubre, el ataque de Cobra al imperio de la cocaína de don Diego continuó implacable, y por fin comenzaron a verse las grietas. La posición del cártel, con sus numerosos y extremadamente violentos clientes en ambos continentes, comenzó a debilitarse, aunque todavía no de manera definitiva.

Don Diego había comprendido, hacía mucho, que incluso si Roberto Cárdenas lo había traicionado, el hombre que había controlado la lista de ratas no podía haber sido su único enemigo. Cárdenas no podía haber conocido los escondites construidos con tanta habilidad por Juan Cortez. No podía haber sabido la identidad de los barcos, las fechas de partida y de qué puertos zarpaban. No podía haberse enterado de los vuelos nocturnos a África Occidental y de los aviones que utilizaban. Pero había un hombre que sí lo sabía.

La paranoia del Don comenzó a desviarse hacia el hombre que lo sabía todo: Alfredo Suárez. Este no ignoraba lo que le había pasado a Cárdenas y comenzaba a temer por su vida.

Pero el primer problema era la producción. Con las interceptaciones, las destrucciones, las pérdidas en el mar y las desapariciones que ya alcanzaban el cincuenta por ciento del tonelaje enviado, el Don ordenó a Emilio Sánchez que aumentara la producción en la selva a niveles hasta el momento desconocidos. El incremento de los costes comenzó a afectar incluso a la enorme riqueza del cártel. Entonces, Cobra se enteró de la muerte de Cárdenas.

Fueron los campesinos quienes encontraron el cuerpo mutilado. La cabeza había desaparecido, y jamás se localizaría, pero para el coronel Dos Santos el uso de la sierra mecánica indicaba «cártel», así que pidió al depósito de cadáveres de Cartagena una muestra de ADN. Gracias al ADN identificaron al viejo gángster.

Dos Santos se lo comunicó al jefe de la DEA en Bogotá y el norteamericano lo comunicó a Army Navy Drive en Arlington. Cobra lo vio a través del enlace con todas las comunicaciones que llegaban al cuartel general de la DEA.

En aquel momento, en un intento por salvar la vida de su fuente, solo habían detenido a doce funcionarios corruptos y cada uno de ellos por una supuesta casualidad. Con Cárdenas muerto, ya no había ninguna necesidad de continuar protegiéndolo.

Cal Dexter, acompañado por el principal cazador de drogas de la DEA, Bob Berrigan, recorrió Europa para informar a unos agradecidos jefes de aduanas de doce países. El director de la DEA hizo lo mismo en América del Norte: México, Estados Unidos y Canadá. En cada caso, a los jefes de aduanas se les insistió en que utilizasen el ardid de Hamburgo. En lugar de realizar una captura y una detención inmediata, se les pidió que usaran la nueva información para detener al funcionario corrupto e incautarse de la carga que intentaba proteger.

Algunos cumplieron; otros no pudieron esperar. Pero antes de que el último de la lista de ratas fuese detenido, se descubrieron y confiscaron más de cuarenta toneladas de cocaína. Y ahí no acababa la cosa.

Para los sobornos, Cárdenas había utilizado bancos en seis paraísos fiscales y estas entidades, sometidas a una presión intolerable, comenzaron a regañadientes a entregar los fondos. Se recuperaron más de quinientos mil millones de dólares; la mayor parte del dinero fue a parar a las arcas de las agencias dedicadas a la lucha contra el narcotráfico.

Pero no todo acabó ahí. La gran mayoría de los funcionarios detenidos en sus celdas no eran delincuentes avezados. Enfrentados a una ruina garantizada y a una posible condena a cadena perpetua, muchos de ellos intentaron mejorar su situación cooperando. Aunque los mafiosos de cada país pusieron precio a sus cabezas, la amenaza era a menudo incluso contraproducente, ya que la posibilidad de una libertad inmediata asustaba todavía más. Estar en una cárcel secreta y con guardias las veinticuatro horas del día era la única manera de salvar la vida, y cooperar se convirtió en la única opción.

Los hombres detenidos —eran todos hombres— recordaban los nombres de las compañías fantasma que poseían y manejaban los camiones en los cuales cargaban los contenedores después de llegar a puerto. Los agentes de aduana y la policía asaltaban el almacén mientras las bandas intentaban a toda prisa llevarse las drogas a otra parte. Se confiscaron más toneladas de mercancía.

La mayor parte de estas capturas no afectaban al cártel directamente, porque la propiedad ya había cambiado de manos, pero significaba que las bandas perdían fortunas y se veían obligadas a hacer nuevos pedidos y a aplacar la ira de sus subagentes y compradores secundarios. Se les hizo saber que la filtración que les estaba costando una fortuna procedía de Colombia, lo cual no les gustó nada.

Cobra siempre había aceptado que tarde o temprano habría una brecha en la seguridad y no se equivocó. Fue a finales de octubre. Un soldado colombiano destinado en la base de Malambo estaba de permiso cuando se vanaglorió en un bar de que mientras estaba en la base formaba parte de la guardia del sector norteamericano. Le relató a su novia, impresionada, y a más de un curioso sentado en la barra, que los yanquis hacían volar un extraño avión desde una zona muy vigilada. Unos muros impedían que nadie viese cuándo repostaba y cuándo le hacían el mantenimiento, pero era perfectamente visible cuando despegaba y se alejaba. Aunque esos aterrizajes y despegues se hacían de noche, el soldado había podido verlo a la luz de la luna.

Parecía un modelo de juguete, explicó; con una hélice y el motor detrás. Pero lo más curioso era que nadie lo pilotaba; los rumores en la cantina decían que el aparato tenía unas cámaras asombrosas que podían ver a kilómetros de distancia a través de la noche, las nubes o la niebla.

Los comentarios del cabo llegaron al cártel; solo podían significar una cosa: los norteamericanos estaban utilizando aviones no tripulados que despegaban de Malambo para espiar a todas las naves que salían de la costa caribeña de Colombia.

Una semana más tarde hubo un ataque contra la base de Malambo. Para sus tropas de asalto el Don no empleó a su Ejecutor, que aún se recuperaba de la mano izquierda, destrozada por una bala. Empleó a su ejército privado de antiguos guerrilleros del grupo terrorista de las FARC, todavía al mando del veterano Rodrigo Pérez.

El asalto tuvo lugar por la noche. El grupo entró por la reja principal y fue directamente al recinto norteamericano en el centro de la base. Cinco soldados colombianos murieron en la reja, pero los disparos alertaron, justo a tiempo, a la unidad de infantes de marina que vigilaban la zona.

En un ataque suicida, los intrusos escalaron el muro pero los abatieron cuando intentaban llegar al hangar donde estaba guardado el avión no tripulado. Los dos hombres de las FARC que consiguieron entrar se llevaron una desilusión justo antes de morir.
Michelle
estaba doscientas millas mar adentro, y daba vueltas a baja velocidad sobre dos planeadoras para interferir las comunicaciones mientras las interceptaban los SEAL del
Chesapeake
.

Aparte de unos agujeros en el cemento, el hangar y los talleres no sufrieron daño alguno. No murió ningún marine y únicamente seis soldados colombianos. Por la mañana, encontraron más de setenta cadáveres de las FARC. En el mar otras dos planeadoras desaparecieron sin rastro, las tripulaciones quedaron encerradas en los calabozos de la bodega de proa por debajo de la línea de flotación y cuatro toneladas de cocaína fueron confiscadas.

Pero, veinticuatro horas más tarde, Cobra se enteró de que el cártel conocía la existencia de
Michelle
. Lo que don Diego no sabía era que había otro avión sin piloto que volaba desde una remota isla de Brasil.

Guiado por Cobra, el comandante Mendoza abatió a otros cuatro traficantes de cocaína en pleno vuelo. Lo consiguió a pesar de que el cártel cambió el rancho Boavista por otra hacienda para hacer el repostaje en las profundidades de la selva. El Animal y su equipo torturaron a conciencia a cuatro miembros del personal de Boavista cuando se sospechó que podían ser la fuente de la filtración de los planes de vuelo.

A finales de octubre, un financiero brasileño que estaba de vacaciones en Fernando de Noronha comentó por teléfono a su hermano en Río que los norteamericanos hacían volar un extraño avión de juguete desde el extremo más apartado del aeropuerto. Dos días más tarde apareció un artículo en
O Globo
, el periódico de la mañana, y el segundo avión quedó al descubierto.

Pero la isla, lejos de la costa, estaba fuera del alcance incluso de las tropas del Don; la base de Malambo se reforzó y los dos aparatos continuaron volando. En la vecina Venezuela, el presidente izquierdista Hugo Chávez, que, a pesar del tono moral de sus discursos, había dejado que su país y la costa norteña se convirtiesen en un punto importante del negocio de la cocaína, echó sapos y culebras, pero no pudo hacer nada.

Convencidos de que debía de haber alguna maldición sobre Guinea-Bissau, los pilotos capaces de afrontar el vuelo transatlántico habían insistido en volar a otros destinos. Los cuatro aparatos abatidos en octubre volaban hacia Guinea-Conakry, Liberia y Sierra Leona, donde se suponía que debían lanzar sus cargas desde el aire, a baja altura, a los pesqueros que esperaban. No sirvió de nada porque ninguno de ellos llegó.

Cuando el cambio de puesto de abastecimiento, de Boavista a una nueva hacienda, y el cambio de destino no funcionó, el suministro de pilotos voluntarios se acabó, por mucho dinero que ofreciesen. El vuelo transatlántico se conocía en las salas de tripulaciones de Colombia y Venezuela como «el vuelo de la muerte».

Con el trabajo de investigación en Europa, y la ayuda de Eberhardt Milch, se descubrió el pequeño código de los círculos concéntricos y la cruz de Malta en algunos contenedores de acero. Se habían rastreado hasta la capital de Surinam y el puerto de Paramaribo, y desde allí tierra adentro hasta la plantación platanera de donde habían salido. Con fondos norteamericanos y su ayuda se consiguió asaltarlos y cerrarlos.

Un frenético Alfredo Suárez, que buscaba desesperadamente complacer a don Diego, se dio cuenta de que no se había interceptado ningún barco de carga en el Pacífico y, como Colombia tenía costa en ambos océanos, desplazó muchos de sus envíos del Caribe hacia la costa occidental.

Michelle
descubrió el cambio cuando, en su banco de datos, avistó un carguero, uno de los de la lista cada vez más corta de Cortez, con rumbo norte, más allá de la costa occidental de Panamá. Era demasiado tarde para interceptarlo, pero lo rastreó hasta el puerto de Tumaco, en el Pacífico frente a Colombia.

En noviembre, don Diego Esteban aceptó recibir a un emisario de uno de los mayores y por lo tanto más fiables clientes europeos del cártel. En muy pocas ocasiones, por no decir nunca, recibía a alguien personalmente, aparte de su pequeño grupo de amigos colombianos, pero su jefe de comercialización José María Largo, responsable de las relaciones con los clientes en todo el mundo, había insistido en ello.

Se tomaron muchas precauciones para asegurarse de que los dos europeos, por muy importantes que fuesen, no supiesen en qué hacienda tendría lugar la reunión. No habría ningún problema de idioma; ambos eran españoles, de Galicia.

La provincia nororiental de España siempre había sido la estrella entre los contrabandistas del viejo reino europeo. Tenía una larga tradición de marineros capaces de enfrentarse a cualquier océano, por muy bravo que fuese. Dicen que el agua de mar se mezcla con la sangre en los habitantes de la costa que va desde el Ferrol hasta Vigo, surcada por arroyos y ensenadas, y hogar de un centenar de pueblos pesqueros.

Otra tradición es una actitud arrogante hacia las acciones de los aduaneros y los recaudadores de impuestos. A menudo los contrabandistas se han visto bajo una luz romántica, pero no hay nada agradable en la brutalidad con la que los contrabandistas se enfrentan con las autoridades y castigan a los delatores. Con el aumento de la cultura de la droga en Europa, Galicia se había convertido en uno de sus principales centros.

Durante años, dos bandas habían dominado la industria de la cocaína en Galicia: los Charlines y los Caneos. Antiguos aliados, habían tenido grandes desavenencias y se habían enfrentado en los noventa, pero hacía poco habían superado sus diferencias y se habían aliado de nuevo. Fue un delegado de cada banda quienes volaron a Colombia para protestar a don Diego. Él había aceptado recibirlos debido a los largos y fuertes vínculos entre Latinoamérica y Galicia, una herencia de los muchos marineros gallegos que se habían asentado en el Nuevo Mundo desde hacía siglos, y al volumen de los pedidos de cocaína de los gallegos.

Los visitantes no estaban nada contentos. Los dos hombres que el inspector jefe Paco Ortega había capturado, junto con dos maletas que contenían diez millones de euros blanqueados en billetes de quinientos, eran de los suyos. Este desastre, mantenían los gallegos, se debía a un fallo de seguridad cometido por el abogado Julio Luz, que en esos momentos se enfrentaba a una condena de veinte años en una cárcel española y que, al parecer, estaba cantando como un canario para llegar a un acuerdo con la fiscalía.

Don Diego escuchaba en un silencio helado. Lo que más detestaba en este mundo era que lo humillaran, y sin embargo tenía que quedarse ahí sentado y ver cómo lo reprendían esos dos mequetrefes de La Coruña. Para colmo, tenían razón. La culpa era de Luz. Si ese idiota hubiese tenido una familia, al menos habría pagado ella por el traidor ausente. Pero los gallegos tenían aún más quejas.

Sus principales clientes eran las bandas británicas que importaban cocaína al Reino Unido. El cuarenta por ciento de la cocaína británica llegaba a través de Galicia, y estos suministros procedían de África Occidental y siempre por mar. Pero el tráfico desde África Occidental, que llegaba por tierra a la costa entre Marruecos y Libia, antes de cruzar al sur de Europa iba a otros países. Los gallegos dependían del tráfico marino y este se había secado.

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