Sin embargo, cuando fracasaba lo hacía a lo grande. Dos años atrás la fragata británica
Iron Duke
, que patrullaba por el Caribe, había interceptado un carguero y había confiscado cinco toneladas y media de cocaína pura. Fueron valoradas en 400 millones de dólares, aunque no era el precio de la calle, porque aún no estaba adulterada en una proporción de seis a uno.
Suárez estaba nervioso. La cuestión por la que los habían convocado era para tratar de otra gran interceptación. El
Dallas
, una nave del Servicio de Guardacostas norteamericano, había decomisado dos toneladas a bordo de un pesquero que intentaba entrar en las ensenadas cerca de Corpus Christi, Texas. Tenía claro que debía defender su estrategia con todos los argumentos a su disposición.
Don Diego solo dirigió un frío y distante saludo a su séptimo huésped, el casi enano Paco Valdez. Aunque su apariencia era ridícula nadie se reía. Ni allí, ni en ninguna parte, ni en ningún momento. Valdez era el Ejecutor.
Apenas medía un metro sesenta de estatura, incluso con sus tacones cubanos. Pero su cabeza era inusualmente grande y, extrañamente, tenía las facciones de un bebé, con un mechón de pelo negro en la coronilla y una boca de pimpollo. Solo sus ojos negros e inexpresivos daban una pista del sádico psicópata que había dentro de aquel pequeño cuerpo.
El Don le saludó con una inclinación de cabeza formal y una débil sonrisa, pero no le tendió la mano. Sabía que el hombre que en los bajos fondos apodaban «el Animal», en una ocasión, había arrancado las entrañas a un hombre vivo y las había arrojado a un brasero con aquella misma mano. El Don no estaba seguro de que después se hubiese lavado las manos, y él era muy maniático. Pero solo con que murmurara el nombre de Suárez en una de aquellas pequeñas orejas, el Animal haría lo que fuera necesario.
La comida era exquisita, los vinos añejos y la discusión intensa. Alfredo Suárez salió airoso. Su estrategia de los grandes cargamentos hacía más fácil la comercialización y facilitaba el trabajo a los funcionarios corruptos en el extranjero y el blanqueo de dinero. Los tres votos fueron para él. Salió de la hacienda con vida. El Ejecutor se llevó una desilusión.
El primer ministro británico mantuvo una reunión con «mi gente» aquel fin de semana, de nuevo en Chequers. El Informe Berrigan había pasado de mano en mano y todos lo habían leído en silencio. Luego otro documento más corto preparado por Cobra, en el que definía sus exigencias. Por último, llegó el momento de las opiniones.
Sentados a la mesa en el elegante comedor, que también se utilizaba para las conferencias, estaban el secretario del Gabinete, responsable de la Administración Pública, y al que en cualquier caso no se podía mantener al margen de ninguna iniciativa importante. A su lado estaba el jefe del Servicio Secreto de Inteligencia, conocido erróneamente por los medios como MI6 y llamado «la Firma» por los íntimos y colegas.
Desde que se había retirado sir John Scarlett, un kremlinólogo, se utilizaba simplemente la palabra «jefe» (nunca director general) para referirse al nuevo mandamás, un arabista que dominaba el árabe y el pashtún y con años de experiencia en Oriente Próximo y Asia Central.
Había tres representantes de los militares. Eran el jefe del Estado Mayor de la Defensa que más tarde, si era necesario, informaría al jefe del Estado Mayor del ejército, al jefe del Estado Mayor de las fuerzas aéreas y al primer lord del Almirantazgo. Los otros dos eran el director de Operaciones Militares y el director de las Fuerzas Especiales. Todos sabían que los tres militares habían prestado servicio en las fuerzas especiales. El joven primer ministro, superior en rango pero de menos edad, sabía que si aquellos tres hombres, además del jefe del Servicio Secreto, no eran capaces de hacerle la vida desagradable a un extranjero indeseable, nadie podría.
En Chequers, del servicio doméstico siempre se encargaba el personal de la RAF, las Fuerzas Aéreas británicas. En cuanto el sargento acabó de servir el café y salió, dio comienzo la discusión. El secretario del Gabinete abordó las implicaciones jurídicas.
—Si este hombre, el tal Cobra, desea —hizo una pausa para buscar la palabra— reforzar la campaña contra el tráfico de cocaína, que ya tiene a su disposición numerosos poderes, corremos el riesgo de que nos solicite que infrinjamos las leyes internacionales.
—Creo que los norteamericanos van un paso por delante en ese aspecto —señaló el primer ministro—. Van a cambiar la clasificación de la cocaína: de una droga de clase A pasará a ser una amenaza nacional. Colocará al cártel y a todos los contrabandistas en la categoría de terroristas. En las aguas territoriales de Estados Unidos y Europa continuarán siendo delincuentes. Pero fuera de ellas, se convierten en terroristas. En ese caso, podemos actuar como venimos haciendo desde el 11-S.
—¿Nosotros también podemos cambiarlo? —preguntó el jefe del Estado Mayor de la Defensa.
—Deberíamos hacerlo —respondió el secretario del Gabinete—, y la respuesta es sí. Sería una disposición legislativa, no una ley nueva. Con mucha discreción, por supuesto. A menos que se enteren los medios. O los ecologistas.
—Por ello, el grupo de personas enteradas será muy reducido —precisó el jefe—. Incluso en ese caso cualquier operación necesitará de una tapadera excelente.
—Montamos centenares de operaciones encubiertas contra el IRA —comentó el director de las Fuerzas Especiales—, y desde hace un tiempo también contra Al Qaeda. Solo llegó a trascender la punta del iceberg.
—Primer ministro, ¿qué quieren de nosotros nuestros primos? —preguntó el jefe del Estado Mayor de la Defensa.
—Por el momento según me dijo el presidente, inteligencia, información y experiencia en acciones encubiertas —contestó el aludido.
La discusión continuó con muchas preguntas pero pocas respuestas.
—¿Qué quiere usted de nosotros, primer ministro? —Esta pregunta también la formuló el jefe del Estado Mayor de la Defensa.
—Sus consejos, caballeros. ¿Se puede hacer y debemos tomar parte?
Los tres militares fueron los primeros en asentir. Luego el Servicio de Inteligencia. Por último el secretario del Gabinete. Detestaba este tipo de situaciones. Si alguna vez se destapaba…
Aquel mismo día, después de informar a Washington y de que el primer ministro agasajase a sus invitados con un excelente rosbif, llegó la respuesta de la Casa Blanca. Decía: «Bienvenidos a bordo». Enviarían un emisario a Londres y solicitaban que se le recibiese y se le ofreciese consejo, solo en esta primera etapa. Con la transmisión llegó una foto. La imagen pasó de mano en mano, junto con la botella de oporto.
En ella se veía al ex rata de túnel llamado Cal Dexter.
Mientras los hombres conversaban en la selva de Colombia y en los campos de Buckinghamshire, el hombre cuyo nombre en clave era Cobra había estado muy atareado en Washington. Como el jefe del SAS al otro lado del Atlántico, le preocupaba sobre todo inventarse una tapadera creíble.
Primero creó una organización de ayuda a los refugiados del Tercer Mundo y en su nombre alquiló un viejo y apartado almacén en Anacostia, a unas pocas manzanas de Fort McNair. La nave albergaría las oficinas en el último piso y en las plantas inferiores las ropas usadas, lonas, mantas, tiendas de campaña y otros enseres.
En realidad, habría muy poco trabajo de oficina en el sentido tradicional. Paul Devereaux había pasado años luchando para evitar que la CIA se transformara de una agencia de espionaje en un laberinto de burocracia. Detestaba la burocracia, pero quería, y estaba decidido a conseguir, un formidable centro de comunicaciones.
Después de Cal Dexter, el siguiente reclutado fue Jeremy Bishop, también retirado, pero uno de los más brillantes expertos en comunicaciones e informática que hubiese servido jamás en Fort Meade, Maryland, el cuartel general de la Agencia de Seguridad Nacional, un vasto complejo dotado de la tecnología más avanzada en escuchas, también conocido como Puzzle Palace.
Bishop comenzó a diseñar un centro de comunicaciones donde toda la información obtenida sobre Colombia y la cocaína por las trece agencias de inteligencia se recogería de acuerdo con la orden presidencial. Para ello necesitaba una segunda tapadera. A las agencias se les dijo que desde el Despacho Oval se había ordenado la preparación de un informe que reuniría todos los informes sobre el tráfico de cocaína y que su cooperación era obligatoria. Las agencias protestaron pero obedecieron. Otro grupo de genios. Otro informe de veinte tomos que nadie leería nunca. Todo seguía igual.
A continuación, el dinero. En sus tiempos en la división de la Unión Soviética y Europa Oriental de la CIA, Devereaux había conocido a Benedict Forbes, un antiguo banquero de Wall Street al que había recurrido la Compañía para una única operación. El trabajo le había parecido mucho más apasionante que intentar prevenir a los incautos contra las acciones de Bernie Madoff, y se había quedado. Aquello había ocurrido durante la guerra fría. Ahora estaba retirado pero no había olvidado absolutamente nada.
Su especialidad habían sido las cuentas bancarias encubiertas. Financiar a los agentes secretos no es barato. Hay gastos, salarios, recompensas, compras, sobornos. Para todo esto, el dinero debe depositarse en cuentas de donde puedan sacarlo los mismos agentes y los «activos» extranjeros. Estas cuentas requieren códigos de identificación encubiertos. Y ahí era donde brillaba el genio de Forbes. Nadie había logrado rastrear sus cuentas, y el KGB lo había intentado de todas las maneras. El rastro del dinero casi siempre lleva hasta el traidor.
Forbes comenzó a sacar los dólares que asignaba un Departamento del Tesoro desconcertado y los depositó donde se pudiesen utilizar cuando fuese necesario. En la era de la informática podía ser en cualquier parte. El papel era para los tontos. Pulsar unas cuantas teclas en un ordenador podía darle a un hombre lo suficiente para retirarse, siempre y cuando fuesen las teclas correctas.
Mientras montaban su cuartel general, Devereaux envió a Cal Dexter a su primer cometido en ultramar.
—Quiero que vaya a Londres y compre dos barcos —dijo—. Al parecer los británicos nos acompañarán. Les utilizaremos. Son bastante buenos en estas cosas. Crearemos una empresa fantasma. Tendrá fondos. Será la propietaria titular de los barcos. Después desaparecerá.
—¿Qué tipo de barcos? —preguntó Dexter.
Cobra le entregó una página que había mecanografiado él mismo.
—Memorícela y quémela. Luego deje que los británicos le aconsejen. Ahí tiene el nombre y el número privado del hombre con el que debe ponerse en contacto. No escriba ni una línea en ningún papel, y desde luego tampoco en un ordenador o un teléfono móvil. Guárdelo todo en su cabeza. Es el único lugar privado que nos queda.
Aunque Dexter no podía saberlo, el número que debía marcar sonaría en un gran edificio de piedra arenisca verde a un lado del Támesis, en un lugar llamado Vauxhall Cross. Sus ocupantes nunca lo llamaban así; solo «la oficina». Es el cuartel general del Servicio Secreto de Inteligencia británico.
El nombre que aparecía en la página que debía quemar era Medlicott. El hombre que respondería sería el jefe adjunto y su nombre no era Medlicott. Pero al preguntar por «Medlicott», este sabría quién llamaba: el visitante yanqui que en realidad se llamaba Dexter.
Medlicott invitaría a Dexter a que fuese a un club de caballeros en St. James’s Street para reunirse con un colega llamado Cranford, aunque su nombre verdadero no era Cranford. Serían tres a comer y era ese tercer hombre quien lo sabía todo de los barcos.
Esta maniobra había surgido en la reunión matinal celebrada en «la oficina» dos días atrás. Al final de la misma, el jefe había comentado:
—Por cierto, un norteamericano llegará dentro de un par de días. El primer ministro me ha pedido que le ayude. Quiere comprar barcos. De forma encubierta. ¿Alguien sabe algo de barcos?
Hubo una pausa mientras hacían memoria.
—Conozco a un tipo que es el presidente de una de las mayores agencias navieras de Lloyd’s —contestó el responsable del hemisferio occidental.
—¿Hasta qué punto le conoce?
—Una vez le rompí la nariz.
—Eso es bastante íntimo. ¿Él le había provocado?
—No. Estábamos jugando al
wall game
[1]
.
Hubo un leve murmullo. Aquello significaba que los dos hombres habían ido al ultraexclusivo Eton College, el único lugar donde se practicaba este estrambótico juego sin ninguna regla aparente.
—En ese caso, llévele a comer con su amigo naviero y averigüe si puede ayudarle a comprar esos barcos con toda discreción. Podría suponerle una comisión considerable. Ello le compensaría por la nariz rota.
Finalizó la reunión. Dexter realizó la llamada tal como se había acordado, desde su habitación en el discreto hotel Montcalm. Medlicott pasó la llamada a su colega Cranford, que anotó el número y dijo que le llamaría. Lo hizo una hora más tarde, para concertar una comida al día siguiente con sir Abhay Varma en el Brooks’s Club.
—Me temo que es obligatorio llevar traje y corbata —comentó Cranford.
—No se preocupe —respondió Dexter—. Creo que sé anudar una corbata.
Brooks’s es un club muy pequeño en el lado oeste de St. James’s Street. Como en todos los demás no hay ninguna placa que lo identifique. Se da por supuesto que un miembro o un invitado sabe dónde está, aunque tampoco importa, porque por lo general se identifica por tiestos con arbustos colocados a ambos lados de la puerta. Como todos los clubes de St. James’s, tiene su carácter y sus socios; al de Brooks’s suelen acudir los altos funcionarios civiles y algún que otro espía.
Sir Abhay Varma resultó ser el presidente de Staplehurst y Compañía, una agencia especializada en embarcaciones situada en un callejón medieval cerca de Aldgate. Al igual que «Cranford», tenía cincuenta y cinco años, y era rollizo y jovial. Antes de engordar, debido a las numerosas cenas de su gremio, era un jugador de squash de primer nivel.
Como de costumbre, durante la comida la charla fue intrascendente —el tiempo, las cosechas, el vuelo—; luego pasaron a la biblioteca para tomar el café y el oporto. Seguros de que no les escucharía nadie, se relajaron, bajo la mirada del
Retrato de un diletante
que colgaba encima de ellos, y entraron en materia.