Cobra (21 page)

Read Cobra Online

Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
5.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hubo una primera vista en el juzgado solo para decidir si se prolongaba la detención. Al saber que la acusada no tenía un representante legal, el juez ordenó que se le buscase un abogado de oficio. Encontraron a un joven que prácticamente acababa de licenciarse y dispusieron de unos momentos a solas en la celda de detención antes de volver a la sala.

El defensor hizo una súplica inútil para que se autorizase la libertad bajo fianza. Era inútil porque la acusada era extranjera, sin fondos ni familia, el supuesto delito era muy grave y el fiscal dejó claro que estaban en marcha nuevas investigaciones ante la sospecha de que una organización de contrabandistas mucho más grande estuviera relacionada con la acusada.

El defensor intentó alegar que el prometido de la joven era un diplomático en Naciones Unidas. Uno de los agentes federales le pasó una nota al fiscal y este se levantó de nuevo; reveló que no había ningún Domingo de Vega en la misión de Puerto Rico en las Naciones Unidas y que nunca lo había habido.

—Guárdeselo para sus memorias, señor Jenkins —manifestó el juez—. La acusada permanecerá en prisión preventiva. Siguiente.

Golpeó con el mazo. Se llevaron a Letizia Arenal convertida en un mar de lágrimas. Su supuesto prometido, el hombre al que amaba, la había traicionado con todo cinismo.

Antes de que la trasladasen de nuevo al correccional, mantuvo una última entrevista con su abogado, el señor Jenkins. Él le dio su tarjeta.

—Puede llamarme a cualquier hora, señorita. Tiene derecho a ello. No deberá pagar nada. El defensor de oficio es gratuito para aquellos que no tienen dinero.

—Usted no lo comprende, señor Jenkins. Muy pronto llegará el señor Luz desde Bogotá. Él me rescatará.

En su viaje de regreso en transporte público a su triste despacho en el edificio del Departamento de Abogados de Oficio, Jenkins pensó que cada minuto nacía un incauto. No había ningún Domingo de Vega y era poco probable que existiese ese tal Julio Luz.

Se equivocaba en lo segundo. Aquella mañana, el señor Luz había recibido una llamada del Ministerio de Asuntos Exteriores colombiano que casi le había provocado una apoplejía.

C
APÍTULO
8

Julio Luz, el abogado de la ciudad de Bogotá, voló a Nueva York aparentemente tranquilo, pero muy asustado por dentro. Desde la detención de Letizia Arenal en el aeropuerto Kennedy tres días atrás había mantenido dos largas y aterradoras entrevistas con uno de los hombres más violentos que había conocido.

Si bien había compartido mesa con Roberto Cárdenas en las reuniones del cártel, siempre había sido bajo la presidencia de don Diego, cuya palabra era ley y exigía un grado de dignidad acorde con el suyo.

Pero en la habitación de una granja a muchos kilómetros de cualquier camino, Cárdenas no había tenido tantas contemplaciones. Había gritado y amenazado. Al igual que Luz, no tenía ninguna duda de que habían manipulado el equipaje de su hija y se había convencido a sí mismo de que algún oportunista malhechor de baja estofa había introducido la cocaína en la sala de equipajes del aeropuerto de Barajas en Madrid.

Cuando describió lo que le haría al mozo de las maletas cuando lo encontrase, a Julio Luz le entraron náuseas. Por fin se inventaron la historia que presentarían a las autoridades de Nueva York. Por otra parte, ninguno de los dos había oído hablar nunca de ningún Domingo de Vega y no acababan de entender por qué la joven había ido allí.

Normalmente, se censura la correspondencia que sale de los correccionales norteamericanos; además, Letizia no había escrito ninguna carta. Julio Luz solo sabía aquello que le habían explicado en el ministerio.

La historia del abogado sería que la joven era huérfana y que él era su tutor. Se redactaron los documentos necesarios. Era imposible utilizar un dinero que pudiese llevar hasta Cárdenas, así que Luz emplearía su propio dinero y él se lo reembolsaría más tarde. Luz llegaría a Nueva York en toda regla, con derecho a visitar a su pupila en la cárcel e intentar conseguir el mejor abogado criminalista que el dinero pudiese contratar.

Lo hizo todo, en ese orden. Cuando se reunió con su compatriota, acompañados por una agente de la DEA que hablaba español y que se quedó en un rincón de la habitación, Letizia Arenal relató toda la historia a aquel hombre con quien solo se había encontrado para cenar y desayunar en el hotel Villa Real.

Luz estaba aterrado, no solo por la historia del guapo y farsante diplomático de Puerto Rico, ni por la estúpida decisión de desobedecer a su padre al volar al otro lado del Atlántico, sino ante la perspectiva de la terrible cólera del padre cuando lo supiese.

El abogado no tuvo más que sumar dos y dos para obtener un cuatro. El tal De Vega, el falso aficionado al arte, era a todas luces miembro de una banda de contrabandistas con base en Madrid que empleaba su talento de seductor para reclutar a jóvenes inocentes que hiciesen de «mulas» e introdujeran la cocaína en Estados Unidos. No dudaba ni por un momento que en cuanto regresara a Colombia, todo un ejército de matones colombianos y españoles irían a Nueva York y a Madrid dispuestos a encontrar al desaparecido «De Vega».

Aquel idiota sería secuestrado, llevado a Colombia, entregado a Cárdenas y después que Dios se apiadase de él. Letizia le dijo que tenía una foto de su prometido en el bolso y otra más grande en su apartamento en Moncloa. Luz se dijo que no debía olvidar reclamar la primera y mandar que recuperasen la del apartamento de Madrid. Serían útiles para buscar al pícaro que había detrás de aquel desastre. Supuso que el joven contrabandista no se habría escondido demasiado, ya que no sabía lo que se le venía encima; solo había perdido una de sus cargas.

Confesaría, bajo tortura, el nombre del mozo de equipajes que había introducido la bolsa de cocaína en Madrid. Con una confesión del responsable, Nueva York tendría que retirar la acusación. Ese fue su razonamiento.

Más tarde le aseguraron que no había ninguna foto de un joven en el bolso confiscado en el aeropuerto Kennedy, y la de Madrid ya había desaparecido. Paco Ortega se había ocupado de llevársela. Pero lo primero era lo primero. Contrató los servicios del señor Boseman Barrow del bufete Manson Barrow, considerado el mejor abogado criminalista de Manhattan. La suma que le ofrecían era tan impresionante que el señor Barrow lo dejó todo y cruzó el río para ir a Brooklyn.

Sin embargo, al día siguiente, cuando los dos hombres salieron del Correccional Federal para volver a Manhattan, el rostro del neoyorquino mostraba una expresión grave. Sin embargo, por dentro no lo era tanto. Veía ante él meses y meses de trabajo con unas minutas astronómicas.

—Señor Luz, debo ser absolutamente sincero. Las cosas no pintan bien. No dudo que su pupila se vio arrastrada a esta desastrosa situación debido a un contrabandista de cocaína que se hace llamar Domingo de Vega y que ella no sabía qué estaba haciendo. La engañaron. Sucede con mucha frecuencia.

—Por lo tanto, eso es bueno —interrumpió el colombiano.

—Es bueno que yo lo crea. Aunque si voy a representarla, debo hacerlo. El problema reside en que yo no soy el juez ni el jurado, y desde luego no soy la DEA, el FBI o el fiscal del distrito. Otro problema mucho más grave es que ese tal De Vega no solo ha desaparecido, sino que no hay ni la menor prueba de que exista.

La limusina del bufete de abogados cruzó el East River y Luz miró con expresión lúgubre las aguas grises.

—Pero De Vega no era el mozo de equipajes —protestó—. Tiene que haber otro hombre, el que en Madrid abrió la maleta y metió el paquete.

—Eso no lo sabemos —manifestó el abogado de Manhattan con un suspiro—. Quizá él también era el mozo, o tenía acceso a la sección de equipajes. Pudo hacerse pasar por un empleado de Iberia o un agente de Aduanas con permiso de acceso. Incluso puede haber sido cualquiera de las dos cosas. ¿Hasta qué punto las autoridades en Madrid estarán dispuestas a destinar parte de sus preciosos recursos a demostrar la inocencia de una persona a la que ven como una contrabandista de droga, y que para colmo no es española?

Entraron en East River Drive para dirigirse a los dominios de Barrow, el centro de Manhattan.

—Dispongo de fondos —afirmó Julio Luz—. Puedo contratar investigadores privados a ambos lados del Atlántico. Como dicen ustedes, el cielo es el límite.

El señor Barrow miró complacido a su acompañante. Casi podía ver la nueva ala de su mansión en los Hamptons. Este caso le llevaría muchos meses.

—Contamos con un poderoso argumento, señor Luz. Está claro que todo el aparato de seguridad en el aeropuerto de Madrid la pifió de mala manera.

—¿Pifió?

—Fracasó. En esta época de paranoia todo el equipaje aéreo con destino a Estados Unidos debe pasar por la máquina de rayos X en el aeropuerto de partida. Sobre todo en Europa. Hay acuerdos bilaterales. En Madrid deberían haber visto el contorno de la bolsa. Tienen perros amaestrados. ¿Por qué no hubo perros? Todo indica que se introdujo el paquete después de los controles habituales…

—Entonces, ¿podemos pedir que retiren los cargos?

—O denunciar un error administrativo. Me temo que retirar los cargos no será posible. A no ser que aparezcan nuevas pruebas en su favor, nuestras opciones en el juicio son escasas. Un jurado de Nueva York no creerá que cometieran un error de ese calibre en el aeropuerto de Madrid. Se atendrán a las pruebas conocidas, no a las protestas de la acusada. Una pasajera, precisamente, de Colombia; que pretende salir sin nada que declarar; un kilo de cocaína colombiana pura; un mar de lágrimas. Confieso que es algo muy, muy común. Y la ciudad de Nueva York comienza a estar harta de escuchar esas historias.

El señor Barrow omitió decir que su propia participación no sería bien vista. Los neoyorquinos de rentas bajas, aquellos que acababan integrando los jurados, asociaban las cuantiosas cantidades de dinero con el narcotráfico. A una mula que de verdad fuese inocente la abandonarían en manos de los abogados de oficio. Pero no había ninguna razón para que él se apartara del caso.

—¿Qué pasará ahora? —preguntó Luz. Sus entrañas comenzaban a convertirse de nuevo en gelatina ante la idea de enfrentarse con el temperamento volcánico de Roberto Cárdenas.

—Verá, pronto se presentará ante el juzgado federal de Brooklyn. El juez no le otorgará la libertad bajo fianza. Eso está claro. La trasladarán a una prisión federal en el norte del estado, donde permanecerá a la espera del juicio. No son lugares agradables. Y ella no es una muchacha de la calle, sino como usted dijo, una joven educada en un colegio de religiosas. Horrible. En esos lugares hay lesbianas muy agresivas. Lamento mucho decirlo. Aunque supongo que no es muy distinto en Colombia.

Luz se llevó las manos a la cara.

—Dios mío —murmuró—. ¿Cuánto tiempo estará allí?

—Me temo que no menos de seis meses. Es el tiempo que necesitará la fiscalía para preparar el caso, dado que están sobrecargados de trabajo. Y también nosotros, por supuesto. Para que sus investigadores privados vean qué pueden encontrar.

Julio Luz también optó por no ser sincero. No tenía ninguna duda de que esos investigadores privados no serían más que unos aprendices comparados con el ejército de hombres duros que Roberto Cárdenas enviaría para encontrar a quien había engañado a su hija. Pero se equivocaba. Roberto Cárdenas no lo haría, porque llegaría a oídos de don Diego. El Don no sabía nada de esa hija secreta y el Don insistía en saberlo todo. El propio Julio Luz había creído siempre que ella era la novia de Cárdenas y que los sobres que le llevaba eran su pensión. Tenía una última tímida pregunta. La limusina se detuvo delante del lujoso edificio de oficinas cuyo ático albergaba el pequeño pero muy reputado bufete de Mason Barrow.

—Si la declaran culpable, señor Barrow, ¿cuál sería la sentencia?

—Es difícil decirlo, por supuesto. Depende de las circunstancias atenuantes, si es que las hay; de mi capacidad como abogado; del juez que nos toque. Pero me temo que tal como está la opinión pública no debemos descartar una sentencia ejemplar. Algo disuasorio. Tal vez veinte años en una prisión federal. Demos gracias a Dios que sus padres no estén aquí para verlo.

Julio Luz gimió. Barrow se apiadó.

—Pero, por supuesto, todo podría cambiar si acepta convertirse en una informante. Lo llamamos negociar un acuerdo. La DEA negocia acuerdos para obtener información que le permita pillar a los peces gordos. Ahora bien, si…

—No puede —se lamentó Luz—. No sabe nada. Es completamente inocente.

—Oh, vaya, entonces es una pena.

Luz no mentía en absoluto. Él era el único que sabía lo que hacía el padre de la joven encarcelada, y desde luego no se atrevía a decírselo.

Mayo dio paso a junio y el Global Hawk
Michelle
continuó con sus silenciosos vuelos por el este y el sur del mar Caribe, como un halcón de verdad que cabalgaba las térmicas en su incesante búsqueda de presas. Esta no era la primera vez.

En la primavera de 2006, un programa conjunto de la fuerza aérea y la DEA había enviado un Global Hawk sobre el Caribe desde una base en Florida. Era un programa de demostración marítima a corto plazo. En el breve tiempo que había pasado en el aire, el Hawk había conseguido vigilar centenares de objetivos marítimos y aéreos. Fue suficiente para convencer a la marina de que el BAMS, el vehículo aéreo no tripulado, era el futuro y firmó una gran compra.

La marina pensaba en la flota rusa, las cañoneras iraníes, los barcos espía norcoreanos. La DEA pensaba en los contrabandistas de cocaína. El problema radicaba en que, en 2006, el Hawk podía mostrar lo que veía, pero nadie sabía cómo distinguir entre inocentes y culpables. Sin embargo, gracias a Juan Cortez, el mago del soplete, las autoridades tenían ahora una lista de cargueros registrados en Lloyd’s con el nombre y el tonelaje. Casi cuarenta.

En la base aérea de Creech, Nevada, los hombres y mujeres se turnaban para mirar la pantalla de
Michelle
y cada dos o tres días los diminutos ordenadores de a bordo registraban una coincidencia; entonces comparaban el «identikit» de la disposición de la cubierta facilitada por Jeremy Bishop con la cubierta de lo que se movía allá abajo.

Cuando
Michelle
tuviera una coincidencia, Creech llamaría al viejo depósito en Anascostia para decir: «Equipo Cobra. Tenemos al MV
Mariposa
. Sale del canal de Panamá para entrar en el Caribe».

Other books

One More Time by Deborah Cooke
Broken Angels by Anne Hope
Greenmantle by Charles de Lint
The Distance to Home by Jenn Bishop
Dark Destroyer by Kathryn Le Veque
the Plan (1995) by Cannell, Stephen
The Rift Uprising by Amy S. Foster
The Drowning House by Elizabeth Black
Inside the CIA by Kessler, Ronald