Cobra (12 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
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Por último, Dexter alquiló una casa aislada enfrente del estadio deportivo construido hacía poco por los chinos que, con mucha discreción, estaban recolonizando grandes zonas de África. Él y sus dos ayudantes dejaron el Malaika y se instalaron en la casa.

En el trayecto desde el hotel a la casa tuvieron que esquivar un jeep Wrangler que se les cruzó en el camino en una intersección. En solo dos días, Dexter había aprendido que no había policía de tráfico y que los semáforos casi nunca funcionaban.

Mientras el todoterreno y el jeep pasaban a unos centímetros el uno del otro, el pasajero junto al conductor del Wrangler miró a Dexter desde detrás de unas gafas de sol. Al igual que el conductor, no era ni europeo ni africano. Moreno, de pelo negro con una coleta y cadenas de oro alrededor del cuello. Colombiano.

El jeep llevaba en el techo de la cabina un armazón cromado provisto de cuatro faros de gran potencia. Dexter sabía la explicación. Muchos de los barcos cargados con cocaína no entraban en el pequeño puerto de Bissau sino que descargaban los fardos en los arroyos entre las islas de manglares.

Otras cargas, las que llegaban por aire, eran lanzadas al mar cerca del pesquero que las esperaba o seguían vuelo tierra adentro. Los veinte años de guerra de guerrillas para independizarse de Portugal y los quince años de guerra civil habían dejado en Guinea-Bissau cincuenta aeródromos abiertos en la selva. Algunas veces los aviones con la coca aterrizaban allí antes de ir al aeropuerto, vacíos y «limpios», para repostar.

Un aterrizaje nocturno era más seguro, pero como ninguna de aquellas pistas en la selva tenía tendido eléctrico, no había luces. Sin embargo, cuatro o cinco camionetas podían utilizar los faros instalados en los techos para iluminar la pista durante los pocos minutos que se necesitaban para la maniobra. Esto fue lo que Dexter explicó a sus dos escoltas paracaidistas.

En el pestilente astillero Kapoor, al sur de Goa, el trabajo en los dos barcos iba a toda marcha. El hombre a cargo era un canadiense escocés llamado Duncan McGregor, que había pasado toda su vida en los astilleros de los trópicos, y que tenía la piel y los ojos amarillos como si fuese un enfermo terminal de ictericia. Llegaría el día en el que si no le mataba la fiebre de los pantanos lo haría el whisky.

Cobra solía contratar a expertos jubilados. Por lo general, poseían una experiencia de casi cuarenta años, no tenían ataduras familiares y necesitaban el dinero. McGregor sabía qué se le pedía, pero no la razón. Sin embargo, con el dinero que le pagaban, no tenía ninguna intención de planteárselo y mucho menos de preguntar.

Los soldadores y cortadores eran mano de obra local; todos los demás operarios eran de Singapur y los conocía bien. Para su alojamiento había alquilado caravanas; ninguno de ellos consentiría vivir en las covachas de los habitantes de Goa.

Le habían dado instrucciones de que el aspecto exterior de los dos barcos debía conservarse. Solo había que reconvertir las cinco enormes bodegas. La de proa sería una cárcel para los prisioneros, aunque él no lo sabía. Habría literas, letrinas, una cocina, duchas y una sala con aire acondicionado y televisión.

La bodega siguiente sería otra zona habitable, con los mismos servicios pero mejores. Algún día los comandos del SBS de la marina del Reino Unido o los SEAL de la marina norteamericana vivirían allí.

La tercera bodega debía ser más pequeña, para dejar más espacio a la contigua. Habían tenido que cortar y mover el mamparo de acero entre las bodegas tres y cuatro. En ella estaban instalando un taller. La penúltima bodega, junto al castillo de popa, se dejó vacía. Allí guardarían las veloces neumáticas propulsadas por motores de gran potencia. Esta bodega tendría encima la única grúa que había en cubierta.

La bodega más grande era la que requería más trabajo. En el suelo estaban colocando una plataforma de acero, que alzarían verticalmente cuatro gatos hidráulicos, uno en cada esquina, hasta situarla a nivel con la cubierta. Lo que fuese que estuviese sujeto a la plataforma elevadora quedaría entonces al aire libre. Sería el helicóptero de ataque de la unidad.

Durante todo el invierno, bajo el todavía ardiente sol de Karnataka, los sopletes sisearon, los taladros perforaron, los metales resonaron y los martillos aplastaron hasta que dos inofensivos barcos de transporte de cereales se convirtieron en letales trampas flotantes. Muy lejos de allí, cuando la propiedad pasó a una compañía invisible gestionada por Thame de Singapur, les cambiaron los nombres. Poco antes de acabar el trabajo, pintarían el nuevo nombre en la popa y la proa de cada uno de ellos; luego volverían las tripulaciones para hacerse cargo de los barcos y zarparían para realizar cualquier cometido que les esperase al otro lado del mundo.

Cal Dexter dedicó una semana a aclimatarse antes de llevar la lancha al corazón de las Bijagós. Colocó en la carrocería del todoterreno diversos adhesivos de la Bird World International y la American Audubon Society. En el asiento trasero, suficientemente visibles para que los distinguiera cualquier observador curioso, había ejemplares de los últimos informes de la Ghana Wildlife Society y la imprescindible guía de campo
Pájaros de África Occidental
de Borrow y Demey.

Después del incidente con el Wrangler, enviaron a dos hombres morenos a la casa, para espiar. Cuando regresaron, comunicaron a sus amos que los observadores de pájaros eran unos idiotas inofensivos. En el corazón de un territorio enemigo ser «idiota» es la mejor tapadera.

La primera tarea de Dexter fue encontrar un lugar adecuado para su embarcación. Llevó a su equipo al oeste de la ciudad de Bissau, a las profundidades de la sabana hacia Quinhamel, la capital de la tribu papel. Pasada Quinhamel, encontró el río Mansoa que desembocaba en el mar, y en la ribera el hotel y restaurante Mar Azul. Allí botó la embarcación al río y alojó a Jerry en el hotel para que la vigilase. Antes de marcharse con Bill, los tres disfrutaron de una soberbia comida de langostas y vino portugués.

Los dos paracaidistas estuvieron de acuerdo en que aquello era mucho mejor que Colchester en invierno. Al día siguiente empezaron a vigilar las islas situadas frente a la costa.

Hay catorce islas principales, pero todo el archipiélago de las Bijagós está formado por ochenta y ocho pequeñas masas de tierra a una distancia de entre veinte y treinta millas de la costa de Guinea-Bissau. Las agencias que combaten el narcotráfico las han fotografiado desde el espacio, pero nunca nadie había entrado en ellas en una embarcación pequeña.

Dexter descubrió que todas eran pantanosas, llenas de manglares, con una temperatura muy alta e infestadas de mosquitos, pero cuatro o cinco de ellas, las más alejadas de la costa, albergaban unas lujosas casas, blancas como la nieve, junto a unas playas de ensueño, cada una con grandes antenas de satélite, tecnología punta y repetidores para captar las señales de MTN, la multinacional proveedora de servicio para teléfonos móviles. Cada casa disponía de un muelle y una planeadora. Eran las residencias de los colombianos en el exilio.

En el resto de las islas contó veintitrés aldeas de pescadores, con cerdos y cabras, que llevaban una vida de subsistencia. Pero también había caladeros donde los extranjeros saqueaban las reservas ictícolas del país. Había embarcaciones de veintitrés metros de eslora de Guinea-Conakry, Sierra Leona y Senegal con hielo, comida y combustible suficiente para estar en el mar durante quince días.

Suministraban a los barcos nodriza sudcoreanos y chinos, cuyas cámaras podían mantener congeladas las capturas durante todo el viaje de regreso a Oriente. Vio hasta cuarenta embarcaciones que atendían a un único barco nodriza. Pero la carga que él quería ver llegó la sexta noche.

Había fondeado en un pequeño río y después había cruzado la isla a pie para esconderse entre los manglares junto a la playa. Mientras el sol se ponía delante de ellos en el oeste, el norteamericano y los dos paracaidistas británicos se echaron a tierra y se cubrieron con telas de camuflaje, provistos con prismáticos muy potentes. Entre los últimos rayos rojos surgió un carguero que sin ninguna duda no era un barco nodriza. Se deslizó entre dos islas y se oyó el ruido de la cadena cuando echó el ancla. Entonces aparecieron las lanchas.

Eran locales, no extranjeras, y ninguna llevaba aparejos para pescar. Contaron cinco; cada una con una tripulación de cuatro nativos y un hispano en la popa de dos de ellas.

En la cubierta del carguero asomaron unos hombres que llevaban unos fardos atados con una cuerda muy gruesa. Pesaban tanto que fueron necesarios cuatro hombres para levantar uno de los paquetes por encima de la borda y bajarlo a las lanchas, que se balancearon y se sumergieron un poco al recibir la carga.

No había ninguna razón para ser discretos. La tripulación reía y gritaba con los tonos agudos de las voces orientales. Uno de los hispanos subió a bordo para hablar con el capitán. Una maleta con dinero cambió de manos, el pago por la travesía atlántica, pero solo una pequeña fracción del beneficio se quedaría en Europa.

Cal Dexter calculó a ojo el peso de un fardo, lo multiplicó por el número de paquetes y llegó a la conclusión de que acababa de ver a través de los prismáticos cómo descargaban dos toneladas de cocaína pura colombiana. Empezó a oscurecer. En el carguero se encendieron algunas luces. Aparecieron varias linternas en las lanchas. Acabada la transacción, las embarcaciones pusieron en marcha los motores fuera borda y se marcharon. El carguero levó anclas y se balanceó en la marea antes de poner rumbo a mar abierto.

Dexter vio la bandera roja y azul de Corea del Sur y el nombre:
Hae Shin
. Esperó una hora hasta tener el campo despejado y después navegó río arriba hasta el Mar Azul.

—Tíos, ¿alguna vez habíais visto cien millones de libras?

—No, jefe —respondió Bill, que utilizó la forma de hablar de los paracaidistas cuando un cabo habla con un oficial.

—Pues hoy los habéis visto. Es el valor de dos toneladas de coca.

De repente parecían tristes.

—Cenemos langosta. Es nuestra última noche.

Se alegraron en el acto. Veinticuatro horas más tarde habían devuelto la casa, la embarcación y el todoterreno y partían, vía Lisboa, con destino a Londres. La noche que se marcharon, unos hombres con pasamontañas negros entraron en la casa, la saquearon y después le prendieron fuego. Uno de los nativos bijagós había visto a un hombre blanco entre los manglares.

El informe del inspector Ortega era breve y se ceñía a los hechos. Por lo tanto, era excelente. Siempre se refería al abogado colombiano Julio Luz como «el objetivo».

El objetivo llegó en el vuelo diario de Iberia que aterrizó a las diez. Se le identificó en la pasarela que va de la puerta de la cabina de primera clase al metro que conduce desde el edificio satélite de la Terminal 4 hasta el vestíbulo central. Uno de mis hombres, vestido con el uniforme del personal de cabina de Iberia, le siguió durante todo el recorrido. El objetivo no advirtió su presencia ni tomó ninguna precaución ante la posibilidad de que le siguiesen. Llevaba un maletín y una maleta de mano. No había facturado equipaje.

Pasó el control de pasaportes y la aduana sin nada que declarar. No fue detenido. Lo recogió una limusina; el conductor lo esperaba en la salida con un cartel que decía «Villa Real». Es uno de los mejores hoteles de Madrid. Envía limusinas al aeropuerto para los huéspedes importantes.

Uno de mis colegas de paisano estuvo cerca de él durante todo el tiempo y siguió a la limusina con su coche. No se reunió con nadie y no habló con nadie hasta su llegada al Villa Real, en plaza de las Cortes, 10.

En la recepción lo recibieron con amable familiaridad y cuando preguntó por su «habitación de siempre» le respondieron que ya estaba preparada. Subió a su habitación; a mediodía pidió una comida ligera al servicio de habitaciones y al parecer durmió para reponerse del cansancio del vuelo nocturno. Tomó el té en la cafetería East 47 del mismo establecimiento y el director del hotel, el señor Félix García, le saludó.

Antes de retirarse de nuevo a su habitación reservó una mesa para cenar en el restaurante del primer piso. Uno de mis hombres, que escuchaba detrás de la puerta, oyó la transmisión de un partido de fútbol por televisión. Como se nos indicó que no debíamos alertarlo bajo ninguna circunstancia, no pudimos averiguar si recibió o hizo alguna llamada. (Por supuesto podemos conseguir la información, pero despertaría sospechas entre el personal del hotel.)

A las nueve bajó a cenar. Le acompañó una joven, de unos veintitantos años, con aspecto de estudiante. Aunque se sospechó que fuese una chica de alterne, no hubo ninguna indicación que lo corroborase. Él sacó una carta del bolsillo interior de la chaqueta. Era de papel color crema de primera calidad. Ella le dio las gracias, la guardó en el bolso y se marchó. Él volvió a su habitación y pasó la noche solo.

Desayunó en el patio interior, también en el primer piso, a las ocho y de nuevo apareció la misma joven (véase abajo). Esta vez ella no se quedó; solo le devolvió la carta, tomó un café y se marchó.

Ordené a uno de mis hombres que la siguiera. Se llama Letizia Arenal, de veintitrés años, y estudia Bellas Artes en la Universidad Complutense. Vive sola en un estudio modesto en Moncloa, cerca de la facultad, con una pequeña asignación y al parecer es totalmente decente.

El objetivo salió del hotel a las diez de la mañana y cogió un taxi que lo llevó al Banco Guzmán en la calle Serrano. Es un banco pequeño que atiende a clientes muy selectos del que nada malo se sabe (o sabía). El objetivo pasó la mañana en el interior y al parecer almorzó con los directores. Salió a las tres, pero el personal del banco tuvo que ayudarle con dos grandes maletas rígidas Samsonite. No podía llevarlas, pero tampoco lo necesitaba.

Como si lo hubiesen llamado, apareció un Mercedes negro del cual se bajaron dos hombres. Metieron las dos pesadas Samsonite en el maletero y se marcharon. El objetivo no les acompañó, sino que cogió un taxi. Mi agente consiguió fotografiar a los dos hombres con el teléfono móvil. Han sido identificados. Ambos son delincuentes muy conocidos. No pudimos seguir al Mercedes porque no lo esperábamos y mi hombre iba a pie. Su coche esperaba a la vuelta de la esquina. Por lo tanto, permaneció con el objetivo.

El objetivo regresó al hotel, tomó el té, volvió a mirar la televisión, cenó (esta vez sin compañía, atendido por el jefe de comedor Francisco Patón). Durmió solo y salió hacia el aeropuerto en la limusina del hotel a las nueve. Compró una botella de brandy de la mejor marca en el duty-free, esperó en la sala de primera clase y subió a su avión, que despegó con destino a Bogotá a las doce y veinte.

Tras haber identificado a dos miembros de la banda de Galicia, ahora nos tomaremos un gran interés por el objetivo cuando aparezca de nuevo. Es obvio que las maletas podrían contener la suficiente cantidad de billetes de 500 euros para saldar cuentas entre Colombia y nuestros mayores importadores. Por favor, agradeceríamos algún consejo.

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