El director del MAOC soltó un suspiro y archivó el nombre y la foto del
Esmeralda-G
. Si alguna vez volvían a verlo… Pero no lo verían. Ahora que estaban avisados, lo reconvertirían en un atunero y le pondrían otro nombre antes de navegar de nuevo por el Atlántico. E incluso así, ¿habría otro avión afortunado que perteneciera a una marina europea y pasase por azar cuando la lona ondease con la brisa? Las probabilidades eran de mil contra uno.
Este, pensó Manhire, era el principal problema. Escasos recursos y ningún castigo para los contrabandistas. Incluso si los capturaban.
Una semana más tarde, el presidente norteamericano estaba reunido a solas con el director de Seguridad Interior, la superagencia que englobaba y supervisaba a las trece agencias de inteligencia de Estados Unidos. Miró a su comandante en jefe con una expresión de asombro.
—¿Habla en serio, señor presidente?
—Sí, creo que sí. ¿Qué me aconseja?
—Verá, si quiere intentar destruir la industria de la cocaína tendrá que enfrentarse con algunos de los hombres más violentos y despiadados del mundo.
—En ese caso supongo que necesitaremos a alguien todavía mejor.
—Creo, señor, que se refiere a alguien peor.
—¿Tenemos a un hombre así?
—Hay un nombre, o mejor dicho una reputación, que me viene a la memoria. Durante años fue el jefe de Contrainteligencia de la CIA. Ayudó a atrapar y destruir a Aldrich Ames cuando por fin se lo permitieron. Después fue jefe de Operaciones Especiales de la Compañía. Casi atrapó y asesinó a Osama bin Laden, y eso fue antes del 11-S. Le liberaron hace dos años.
—¿Liberaron?
—Le cesaron.
—¿Por qué?
—Por ser excesivamente despiadado.
—¿Con sus colegas?
—No, señor. Creo que con nuestros enemigos.
—No existe tal cosa. Le quiero de vuelta. ¿Cómo se llama?
—No lo recuerdo, señor. Fuera de Langley solo le mencionaban por el apodo. Le llamaban Cobra.
El hombre que buscaba el presidente se llamaba Paul Devereaux y cuando por fin le encontraron estaba rezando. Consideraba que la oración era algo muy importante.
Devereaux era descendiente de una larga tradición de familias que casi se veían como aristócratas desde la creación de la Commonwealth de Massachusetts en 1776. Desde siempre había contado con medios propios, pero lo que le había hecho destacar en un principio había sido su intelecto.
Asistió al Boston College High School, el principal proveedor de alumnos para una de las mejores universidades jesuitas de Estados Unidos. Allí le tenían por alguien de altos vuelos. Era tan devoto como erudito y consideró muy a fondo entrar en el sacerdocio. En cambio, aceptó la invitación para unirse a otra comunidad exclusiva, la CIA.
Para ese joven de veinte años que había superado todos los exámenes que sus tutores le presentaban y que hablaba diversos idiomas como un nativo, se trataba de servir a su Dios y a su país luchando contra el comunismo y el ateísmo. Se decidió por la vía secular y no por la clerical.
Ascendió deprisa en la Compañía; era imparable, y aunque su actitud distante e intelectual no le hacía muy popular en Langley, parecía no importarle. Sirvió en las tres divisiones principales: Operaciones, Inteligencia (Análisis) y Contrainteligencia (Seguridad Interior). Vio el final de la guerra fría en 1991, tras el hundimiento de la Unión Soviética, una meta a la que había dedicado veinte años de esfuerzos, y permaneció en su cargo hasta 1998, cuando Al Qaeda voló por los aires dos embajadas norteamericanas, en Nairobi y Dar es Salaam.
Devereaux, que ya se había convertido en un arabista experto, sostenía que la División Soviética contaba con demasiado personal y era demasiado obvia. Puesto que dominaba varios de los distintos dialectos del árabe, la Compañía decidió que era el hombre indicado para encargarse de la unidad de Servicios Especiales que se ocuparía de la nueva amenaza: el fundamentalismo islámico y el terrorismo global que generaría.
Su retirada en 2008 planteó la vieja y eterna pregunta: ¿se había ido o le habían echado? Él, como es lógico, afirmaría lo primero. Un observador equitativo diría que fue de común acuerdo. Devereaux pertenecía a la vieja escuela. Era capaz de recitar el Corán mejor que la mayoría de los eruditos islámicos y había aprendido por lo menos un millar de los principales comentarios. Pero estaba rodeado de jóvenes brillantes cuyas orejas parecían estar soldadas a sus BlackBerry, un artefacto que detestaba.
Odiaba la corrección política y prefería los viejos modales distinguidos que practicaba con todos, salvo con aquellos que eran enemigos declarados del único Dios verdadero o de Estados Unidos. A estos les destruía sin reparos. Su marcha definitiva de Langley se produjo cuando el nuevo director de la Agencia Central de Inteligencia manifestó con absoluta firmeza que en el mundo moderno los reparos eran de obligado cumplimiento.
Por lo tanto se marchó tras un discreto y nada sincero cóctel de despedida —otra convención que no podía soportar— y se retiró a su preciosa casa en la histórica ciudad de Alexandria. Allí se sumergiría en su formidable biblioteca y su colección de obras de arte islámicas.
No era homosexual y tampoco estaba casado; las especulaciones sobre ello habían dado para muchas charlas alrededor de los dispensadores de agua en los pasillos del edificio viejo de Langley; él se había negado de plano a trasladarse al edificio nuevo. Por fin todos se vieron obligados a aceptar lo que era obvio: el intelectual formado en los jesuitas y ascético erudito de Boston no estaba interesado. Fue entonces cuando algunos de los jóvenes listillos comentaron que tenía el encanto de una cobra. El apodo cuajó.
El joven que habían enviado de la Casa Blanca fue primero a la residencia situada en la esquina de South Lee con South Fairfax. El ama de llaves, la sonriente Maisie, le dijo que su patrón estaba en la iglesia y le indicó cómo llegar. Cuando el joven volvió a su coche aparcado junto al bordillo, miró a su alrededor y tuvo la sensación de haber viajado doscientos años atrás.
No iba demasiado equivocado. Alexandria fue fundada por los comerciantes ingleses en 1749. Era «anterior a la guerra», pero no solo de la guerra de Secesión sino de la guerra de Independencia. En otro tiempo fue un puerto fluvial en el Potomac, y había prosperado con el azúcar y los esclavos. Los barcos azucareros, que navegaban río arriba desde la bahía de Chesapeake y el indomable Atlántico, utilizaban como lastre ladrillos ingleses viejos, y fue con esos ladrillos que los comerciantes construyeron sus magníficas casas. Su aspecto seguía siendo más de la Vieja Europa que del Nuevo Mundo.
El hombre de la Casa Blanca se sentó junto al conductor y le dio instrucciones de cómo llegar a South Royal Street, donde estaba la iglesia de Santa María. Abrió la puerta de entrada y cambió el rumor de la calle por la silenciosa calma de la nave. Miró a un lado y a otro y vio una solitaria figura arrodillada delante del altar.
Sus pies no hicieron ningún ruido mientras caminaba a lo largo de la nave alumbrada por la luz que se filtraba por los ochos vitrales de colores. El joven, que era baptista, percibió el débil olor del incienso y la cera de las velas votivas a medida que se aproximaba al hombre canoso que oraba arrodillado delante del altar cubierto con una tela blanca y coronado con una sencilla cruz de oro.
Aunque creía que se movía en silencio, la figura alzó una mano para advertirle que no hiciese ningún ruido. Cuando el hombre acabó sus oraciones se levantó, inclinó la cabeza, se persignó y se volvió. El enviado de la avenida Pensilvania intentó hablar pero vio que se alzaba otra mano, así que juntos caminaron lentamente por la nave hasta el vestíbulo. Solo entonces el hombre mayor se volvió y le sonrió. Abrió la puerta principal y vio la limusina al otro lado de la calle.
—Vengo de la Casa Blanca, señor —explicó el enviado.
—Muchas cosas han cambiado, mi joven amigo, pero desde luego no lo han hecho los cortes de pelo ni los coches —manifestó Devereaux. Si el joven creía que las palabras «Casa Blanca», que le encantaba emplear, tendrían el efecto habitual, estaba muy equivocado—. ¿Qué desea la Casa Blanca de un viejo retirado?
El enviado se quedó perplejo. En una sociedad obsesionada con la juventud nadie se llamaba a sí mismo viejo, aunque tuviese setenta años. Pero él no sabía que en el mundo árabe se reverencia la edad.
—Señor, el presidente de Estados Unidos desea verle.
Devereaux permaneció en silencio, como si se lo estuviese pensando.
—Ahora mismo, señor.
—Entonces creo que lo más adecuado será un traje oscuro y una corbata, si es que podemos pasar por mi casa. No conduzco, así que no tengo coche. ¿Puedo confiar en que usted me lleve y me traiga de vuelta?
—Sí, señor. Por supuesto.
—En ese caso, vamos. Su chófer ya sabe dónde vivo. Habrán tenido que ir allí para ver a Maisie.
En el Ala Oeste el encuentro fue breve y tuvo lugar en la oficina del jefe de Gabinete, un rudo congresista por Illinois que llevaba años con el primer mandatario.
El presidente le estrechó la mano y le presentó a su mejor aliado en Washington.
—Quiero hacerle una proposición, señor Devereaux —dijo el jefe del Ejecutivo—. En cierto modo es una petición. No, en realidad, en todos los sentidos es una petición. Ahora mismo tengo una reunión que me es imposible evitar. Pero no importa, Jonathan Silver se lo explicará todo. Le estaré muy agradecido por su respuesta cuando crea que pueda dármela.
Dicho esto, se despidió con una sonrisa y otro apretón de manos. El señor Silver no sonrió. No era habitual en él, salvo en contadas ocasiones cuando se enteraba de que algún rival del presidente tenía problemas graves. Cogió una carpeta de encima de la mesa y se la ofreció.
—El presidente le estaría agradecido si lee esto. Aquí. Ahora. —Señaló una de las butacas de cuero al fondo de la habitación.
Paul Devereaux cogió la carpeta, tomó asiento, cruzó las piernas, se arregló la raya del pantalón y leyó el Informe Berrigan. Cuando acabó la lectura, al cabo de diez minutos, alzó la mirada.
Jonathan Silver estaba trabajando con unos documentos. Captó la mirada del viejo agente y dejó la estilográfica.
—¿Qué opina?
—Interesante, aunque no es ninguna novedad. ¿Qué quieren de mí?
—El presidente desea saber si sería posible, con nuestra tecnología y las fuerzas especiales, destruir la industria de la cocaína.
Devereaux miró al techo.
—Una respuesta de cinco segundos no tendría ningún valor. Ambos lo sabemos. Necesitaré tiempo para realizar lo que los franceses llaman un
projet d’étude
.
—Me importa una mierda cómo lo llamen los franceses —fue la respuesta. Jonathan Silver casi nunca salía de Estados Unidos excepto para ir a su amado Israel, y cuando estaba ausente detestaba cada minuto del viaje, sobre todo en Europa y particularmente en Francia—. Necesita tiempo para estudiarlo, ¿correcto? ¿Cuánto?
—Dos semanas como mínimo. También necesitaré una carta de cumplimiento que obligue a todas las autoridades del estado a responder a mis preguntas con la verdad y sin rodeos. De lo contrario, la respuesta continuará siendo inútil. Supongo que ni el presidente ni usted desean desperdiciar tiempo y dinero en un proyecto destinado al fracaso, ¿verdad?
El jefe de Gabinete lo miró durante unos segundos; después se levantó y salió de la habitación. Volvió al cabo de cinco minutos con una carta. Devereaux le echó una ojeada. Asintió con calma. La carta que llevaba en la mano sería suficiente para superar cualquier barrera burocrática en el país. Silver también le entregó una tarjeta.
—Mis números privados: mi casa, el despacho y el móvil. Todos cifrados. Absolutamente seguros. Llame a cualquier hora pero solo por un motivo serio. A partir de ahora el presidente está fuera de esto. ¿Necesita quedarse con el Informe Berrigan?
—No —respondió Devereaux, en tono suave—. Lo he memorizado. Y también sus tres números.
Devolvió la tarjeta. Se burló para sus adentros de la afirmación «absolutamente seguros». Unos pocos años atrás un colgado de la informática con un autismo leve había superado todos los cortafuegos de las bases de datos de la NASA y el Pentágono como un cuchillo caliente que corta la mantequilla. Y lo hizo con un ordenador barato desde su dormitorio en el norte de Londres. Cobra sabía qué era realmente un secreto: solo podías mantener un secreto entre tres hombres si dos de ellos estaban muertos; y el único truco es entrar y salir antes de que despierten los malos.
Una semana después de la reunión entre Devereaux y Silver, el presidente se encontraba en Londres. No se trataba de una visita de Estado sino a un escalafón más abajo, pero una visita oficial. De todos modos, él y la primera dama fueron recibidos por la reina en el castillo de Windsor y se fortaleció una anterior y sincera amistad.
Aparte de esta, se celebraron varias reuniones de trabajo centradas en los actuales problemas en Afganistán, las dos economías, la Unión Europea, el calentamiento global, el cambio climático y el comercio. Para el fin de semana, el presidente y su esposa habían aceptado disfrutar de dos días de descanso con el nuevo primer ministro británico en la residencia campestre oficial, una magnífica mansión Tudor llamada Chequers. El sábado, acabada la cena, las dos parejas se sentaron a tomar el café en la Long Gallery. Como el aire era fresco, un buen fuego proyectaba la luz de sus llamas sobre las paredes de libros antiguos encuadernados en tafilete.
Saber si dos jefes de Gobierno se llevarán bien o establecerán las bases de una verdadera amistad es completamente imposible. Algunos lo hacen, otros no. La historia nos ha descubierto que Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill, aunque tenían sus diferencias, se caían bien. Ronald Reagan y Margaret Thatcher eran buenos amigos, a pesar del abismo que existía entre las firmes convicciones de la inglesa y el humor campechano del californiano.
Entre los mandatarios británicos y los europeos casi nunca, por no decir jamás, se ha ido más allá de la cortesía formal, y a menudo ni siquiera se ha llegado a tanto. En una ocasión el canciller alemán Helmut Schmidt se presentó acompañado por su esposa, una mujer tan formidable que Harold Wilson, mientras se dirigía hacia la cena, dio salida a una de sus escasas muestras de humor al comentar a sus ayudantes: «Descartado el intercambio de esposas».