Cobra (14 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Cobra
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No bajó al comedor, pero apostó a dos de los suyos en una mesa suficientemente alejada de la de Luz. Informaron que la muchacha llegó puntual, cenó, cogió la carta, dio las gracias al mensajero y se marchó.

A la mañana siguiente, Cal Dexter se encargó del turno del desayuno. Vio que Luz ocupaba una mesa para dos junto a la pared. La muchacha se reunió con él y le entregó una carta que Luz guardó en el bolsillo interior de su chaqueta. La joven tomó un café, le dio las gracias con una sonrisa y se fue.

Dexter esperó hasta que el colombiano se hubo marchado, y antes de que el camarero llegase a la mesa desocupada, él mismo pasó junto a ella y fingió que tropezaba. La cafetera casi vacía del colombiano cayó sobre la moqueta. Maldijo en voz alta su torpeza y cogió una servilleta para limpiar la mancha. Un camarero se apresuró a insistir en que era su tarea. Mientras el joven agachaba la cabeza, Dexter deslizó una servilleta sobre la taza que había usado la muchacha, la envolvió y se la guardó en el bolsillo del pantalón.

Tras más disculpas y muchos «de nada, señor», se marchó del comedor.

—Desearía —dijo Paco Ortega mientras veían cómo Julio Luz desaparecía en el interior del Banco Guzmán— que nos permitiese detenerlos a todos.

—Ya llegará el momento, Paco —respondió el norteamericano—. Tendrá su detención. Pero todavía no. Esta operación de blanqueo de dinero es importante. Muy importante. Hay otros bancos en otros países. Los queremos a todos. Nos coordinaremos y los pillaremos a todos.

Ortega asintió de mala gana. Como cualquier inspector había realizado operaciones de vigilancia que habían durado meses antes de poder dar el golpe definitivo. Tener paciencia era esencial pero no por ello menos frustrante.

Dexter mentía. No tenía conocimiento de ninguna otra operación de blanqueo como la de Luz con el Banco Guzmán. Pero no podía divulgar la tormenta que desataría el Proyecto Cobra cuando el hombre de ojos fríos que estaba en Washington estuviese preparado.

Ahora deseaba volver a casa. Había leído la carta en su habitación. Era larga, tierna, mostraba preocupación por la seguridad y el bienestar de la muchacha y la firma solo decía «Papá».

Dudaba que Julio Luz se separase de la carta de respuesta en ningún momento del día o la noche. Quizá cuando volase en primera clase hacia Bogotá se quedaría dormido, pero «levantarle» el maletín justo encima de su cabeza con el personal de cabina mirando quedaba descartado.

Dexter únicamente quería descubrir una cosa antes de que se hiciese cualquier detención: ¿quién era Letizia Arenal y quién era «papá»?

El invierno comenzaba a aflojar en Washington cuando Cal Dexter regresó a principios de marzo. Los bosques que cubrían esta parte de Virginia y Maryland junto a la capital estaban a punto de cubrirse con un manto verde.

Desde el astillero Kapoor, al sur de Goa, había llegado un mensaje de McGregor, que continuaba sudando entre el hedor de los productos tóxicos y la malaria. La transformación de los dos barcos estaba prácticamente terminada. Dijo que estarían listos para su nueva función en mayo.

Creía que la nueva función era la que le habían dicho. Un multimillonario consorcio norteamericano quería entrar en el negocio de la búsqueda de tesoros con dos barcos equipados para bucear a grandes profundidades y recuperar pecios. Los sollados serían para los buceadores y las tripulaciones de cubierta. Los talleres se dedicarían al mantenimiento de los equipos y la gran bodega acogería un pequeño helicóptero de rastreo. Todo muy creíble; aunque no era la verdad.

El último paso para transformar unos barcos de transporte de cereales en buques Q
[2]
tendría lugar en alta mar. Sería cuando los comandos de la marina, bien armados, ocuparían las literas y los talleres; entonces, los arsenales contendrían algunos equipos muy peligrosos. Le agradeció a McGregor su magnífico trabajo y le informó que las dos tripulaciones de marinos mercantes llegarían por vía aérea para hacerse cargo.

La documentación estaba preparada desde hacía tiempo, por si a alguien se le ocurría preguntar. Los barcos anteriores habían desaparecido y los que estaban a punto de zarpar eran los recientemente acondicionados MV
Chesapeake
y el MV
Balmoral
. Eran propiedad de una compañía con sede en un despacho de abogados en Aruba, navegarían con la bandera de conveniencia de la diminuta isla y se los contrataba para transportar cereales desde el norte rico en trigo al hambriento sur. Sus verdaderos propietarios y propósitos eran desconocidos.

Los laboratorios del FBI habían elaborado el perfil de ADN perfecto de la muchacha de Madrid que había bebido una taza de café en el Villa Real. Cal Dexter no tenía la menor duda de que era colombiana. Y el inspector Ortega se lo había confirmado. Pero había centenares de jóvenes colombianas estudiando en Madrid. Dexter deseaba encontrar a la que se correspondía con dicho ADN.

En teoría, el cincuenta por ciento del ADN procede del padre y Cal estaba convencido de que «Papá» estaba en Colombia. ¿Quién podía pedirle a un destacado personaje del mundo de la cocaína, aunque fuese un «técnico», que hiciese de cartero para él? ¿Por qué no podía utilizar los correos normales? Era un disparo a ciegas pero le formuló una petición al coronel Dos Santos, jefe de Inteligencia de la Policía Antidroga de Colombia. Mientras esperaba la respuesta hizo dos viajes rápidos.

Frente a la costa nordeste de Brasil hay un poco conocido archipiélago de veintiuna islas de las cuales la principal da nombre al grupo: Fernando de Noronha. Tiene una longitud de diez kilómetros y la parte más ancha mide tres kilómetros y medio. La superficie total es de veintiséis kilómetros cuadrados. La única ciudad es Vila dos Remedios.

En otro tiempo había sido una isla cárcel, como la isla del Diablo francesa, y habían talado sus espesos bosques para evitar que los presos pudiesen construir balsas para fugarse. Los matorrales habían reemplazado a los árboles. Algunos brasileños ricos que querían alejarse de todo habían construido allí sus residencias de vacaciones, pero lo que a Dexter le interesaba era el campo de aviación que el Mando de Transporte de las Fuerzas Aéreas norteamericanas había construido allí en 1942. Sería el lugar perfecto para establecer la unidad de la fuerza aérea que utilizaba los aviones de reconocimiento no tripulados Predator o Global Hawk, con su extraordinaria capacidad para permanecer en el aire durante horas equipados con cámaras, radares y sensores de calor. Cal voló con la identidad de un promotor canadiense interesado en construir hoteles turísticos, echó una ojeada, confirmó sus sospechas y emprendió la vuelta. Su segundo viaje fue a Colombia.

A finales de 2009, el presidente Uribe había acabado con el movimiento terrorista de las FARC, que en realidad se dedicaba a los secuestros y a exigir el pago de rescates. Pero sus esfuerzos para terminar con el narcotráfico habían fracasado a causa de don Diego Esteban y el extraordinariamente eficaz cártel que había creado.

Aquel año, Uribe había ofendido a sus vecinos izquierdistas de Venezuela y Bolivia al invitar a tropas norteamericanas a Colombia para que le ayudasen con su tecnología. Les ofrecieron acomodo en siete bases militares colombianas. Una de ellas estaba en Malambo, en la costa norte de Barranquilla. Con la aprobación del Pentágono, Dexter fue allí como un escritor experto en temas de defensa.

Ya que estaba en el país, aprovechó la oportunidad para viajar a Bogotá y conocer al formidable coronel Dos Santos. El ejército norteamericano le llevó hasta el aeropuerto de Barranquilla, donde tomó un vuelo hacia la capital. La diferencia de temperatura entre la cálida costa tropical y la fresca ciudad en las montañas era de veinte grados.

Ni el jefe de la delegación de la DEA norteamericana ni el jefe del equipo de la SOCA británica en Bogotá sabían quién era él o qué estaba preparando Cobra, pero a ambos les habían advertido, desde sus respectivos cuarteles generales en Army Navy Drive y el Albert Embankment, que debían cooperar. Todos ellos hablaban un español muy correcto y Dos Santos se expresaba en un inglés impecable. Se sorprendió cuando Dexter mencionó una muestra de ADN que le habían enviado hacía unos quince días.

—Es curioso que haya llegado usted en este preciso momento —comentó el joven y dinámico policía colombiano—. Esta mañana he encontrado una coincidencia.

Su explicación fue más curiosa que la llegada de Dexter, que no era más que pura casualidad. La tecnología del ADN había tardado en llegar a Colombia, debido a la parsimonia de los gobiernos anteriores al presidido por Álvaro Uribe, pero este había aumentado las partidas presupuestarias.

Dos Santos era un entusiasta lector de todas las publicaciones relacionadas con las nuevas técnicas forenses. Había comprendido, mucho antes que sus colegas, que algún día el ADN sería una herramienta imprescindible para identificar cuerpos, vivos o muertos (y había muchos de estos últimos). Incluso antes de que en los laboratorios de su departamento pudiesen hacerse los análisis, él había comenzado a recoger muestras donde y cuando podía.

Cinco años atrás, un hombre que la división contra el narcotráfico consideraba sospechoso había tenido un accidente de coche. Nunca le habían acusado, nunca le habían condenado y nunca había ido a la cárcel. Cualquier abogado de derechos civiles de Nueva York hubiese conseguido que a Dos Santos le quitasen la placa por lo que hizo.

Él y sus colegas, mucho antes de que el Don crease el cártel, estaban convencidos de que este era un gángster importante. No se le había visto en años, y desde luego, no se había sabido nada de él en los dos últimos. Si era tan importante como sospechaban, debía de vivir en constante movimiento, cambiar a menudo de disfraz y pasar de una casa franca a otra. Debía de comunicarse únicamente con móviles de usar y tirar y debía de cambiarlos continuamente.

Lo que hizo Dos Santos fue ir al hospital y robar las vendas que habían utilizado para limpiar la nariz rota del accidentado. Cuando dispusieron de la tecnología, pudieron identificar y archivar la muestra de ADN. El cincuenta por ciento coincidía con la muestra enviada desde Washington con una petición de ayuda. Buscó en el expediente y dejó una foto sobre la mesa.

El rostro era brutal, lleno de cicatrices, cruel. La nariz rota, los ojos como canicas, el pelo canoso muy corto. Había sido tomada diez años atrás pero la habían «envejecido» para mostrar cómo sería en el presente.

—Estamos convencidos de que forma parte del círculo íntimo del Don, y que está al mando de los agentes que pagan a los oficiales corruptos en el extranjero, los que se encargan de facilitar el paso de los envíos del cártel en los puertos y aeropuertos de Estados Unidos y Europa. Son esos a los que ustedes llaman las ratas.

—¿Podemos encontrarle? —preguntó el hombre de la SOCA.

—No. De lo contrario yo ya lo hubiese hecho. Es de Cartagena y ahora es un perro viejo. Y como a todos los perros viejos no le gusta moverse de donde está cómodo. Pero vive muy oculto, invisible.

Se volvió hacia Dexter, la fuente que le había facilitado la misteriosa muestra de ADN de un familiar muy cercano.

—Nunca le encontrará, señor. Y si lo hace, lo más probable es que le mate. Incluso si lo atrapa, nunca se rendirá. Es duro como el pedernal, y muy listo. Nunca viaja; envía a sus agentes para que hagan el trabajo. Tenemos entendido que goza de la máxima confianza del Don. Mucho me temo que, aunque su muestra es interesante, no nos conduce a ninguna parte.

Cal Dexter miró el rostro impenetrable de Roberto Cárdenas, el hombre que controlaba la lista de los ratas. El amante papá de la muchacha de Madrid.

El extremo nordeste de Brasil es un inmenso territorio de colinas, valles, unas pocas montañas altas y mucha selva. Pero también hay enormes fincas, algunas de hasta un millón de hectáreas, y pastos bien regados por una infinidad de arroyos que bajan de las sierras. Debido a su tamaño y a que están alejadas de todo, la única manera de llegar a las casas es por aire. En consecuencia, todas cuentan con una pista de aviación, o incluso varias.

A la misma hora en la que Cal Dexter tomaba un vuelo comercial de vuelta a Miami y Washington, un avión repostaba en una de dichas pistas. Era un Beech King Air, que llevaba a dos pilotos, dos hombres para accionar las bombas y una tonelada métrica de cocaína.

Mientras acababan de llenar al máximo el depósito principal y los auxiliares, la tripulación dormitaba a la sombra de unas hojas de palmera. Tenían una larga noche por delante. El maletín lleno de fajos de billetes de cien dólares ya había cambiado de manos para cubrir el coste del combustible y el precio de la estancia.

Aunque las autoridades brasileñas sospecharan de las actividades en el rancho Boavista, a trescientos veinte kilómetros tierra adentro de la ciudad portuaria de Fortaleza, muy poco podían hacer al respecto. En una finca tan aislada cualquier indicio de la presencia de un extraño se advertiría de inmediato. Vigilar los edificios principales hubiese sido inútil; gracias al sistema GPS, un avión de la droga podía encontrarse con el camión cisterna a kilómetros de distancia sin ser visto.

Para los propietarios, las sumas que recibían por las paradas de repostaje superaban con creces los beneficios de la explotación ganadera. Para el cártel las paradas eran vitales en la ruta hacia África.

El Beech C12, conocido generalmente como King Air, había sido diseñado y construido por Beechcraft como un avión con dos motores turbo-hélice con capacidad para diecinueve pasajeros y muy versátil. Se vendía en todo el mundo. En las versiones posteriores se habían quitado los asientos para que pudiera transportar carga. Pero la versión que esperaba aquella tarde en Boavista era todavía más especial.

Sus diseñadores nunca se habían planteado que realizara vuelos transatlánticos. Con los depósitos de 2.500 litros llenos, los dos motores Pratt and Whitney Canadá podían recorrer 1.300 kilómetros. Esto con el aire en calma, con toda la carga y teniendo en cuenta la velocidad de crucero, el arranque, el ascenso y el descenso. Pretender dejar la costa de Brasil para ir a África en esas condiciones era condenarse a morir en medio del Atlántico.

En los talleres secretos del cártel, ocultos junto a las pistas abiertas en la selva de Colombia, habían modificado los aviones de la coca. Unos mecánicos expertos habían instalado depósitos de combustible adicionales, pero no debajo de las alas sino en el interior del fuselaje. Por lo general había dos, uno a cada lado de la bodega, con un angosto pasillo que daba acceso a la cubierta de vuelo a proa.

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