Ciudad abismo (86 page)

Read Ciudad abismo Online

Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Ciudad abismo
11.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero para entonces todo había terminado. Sky pudo haberse quedado allí; pudo haber seguido torturando a la larva hasta que le hubiera dicho todo lo que sabía. Podría haberla obligado a mostrarle cómo se movía la nave y averiguar si podía llevarlos a Final del Camino más rápido que el
Santiago
. Hasta podría haber considerado la idea de llevar hasta allí a parte de la tripulación del
Santiago
, a bordo de la madriguera hueca, para que vivieran en los túneles interminables y obligaran a las larvas a ajustar la mezcla de aire y temperatura hasta que se adaptaran a los gustos humanos. ¿A cuántos podría haber soportado la nave alienígena? ¿A docenas? ¿A cientos? ¿Quizá hasta a los
momios
si se les despertaba? Quizá tuvieran que echarles algunos a las larvas ayudantes para tenerlas contentas, pero podía vivir con eso.

Pero, en vez de ello, decidió destruir la nave.

Era mucho más simple; lo libraba de negociar con la larva; lo libraba del asco que había sentido al reconocer su soledad. También lo libraba de correr el riesgo de que la madriguera cayese alguna vez en manos de las otras naves de la Flotilla.

—Déjanos marchar —le dijo a El Que Viaja Sin Miedo—. Abre una ruta hasta la superficie, cerca de donde entramos.

Oyó unos sonoros ruidos metálicos al redirigirse los pasillos; al abrirse y cerrarse los compartimentos estancos. Una brisa acarició el agua roja.

—Ya podéis iros —le dijo la larva—. Siento que tuviéramos un desacuerdo. ¿Volverás pronto?

—Cuenta con ello —dijo Sky.

Más tarde, se alejaron en la lanzadera. Gómez todavía no tenía ni idea de lo ocurrido; ni idea de por qué las lanzaderas que se acercaban habían explotado.

—¿Qué encontrasteis ahí dentro? —preguntó—. ¿Tenía sentido algo de lo que dijo Oliveira o estaba loco?

—Creo que estaba loco —respondió Sky. Norquinco no hizo ningún comentario; casi no habían hablado desde el incidente del lago. Quizá Norquinco pensaba que se le olvidaría si no volvía a comentarlo… una comprensible falta de valor en una situación tensa. Pero Sky seguía reviviendo la caída en su cabeza; recordaba la marea roja acariciándole el visor; se preguntaba cuántas moléculas de aquello se habrían llegado a meter dentro.

—¿Qué pasa con los suministros médicos? ¿Encontrasteis alguno? ¿Tenéis idea de lo que le pasó a su casco?

—Encontramos unas cuantas cosas —dijo Sky—. Ahora, aléjanos de ella, ¿vale? Máxima potencia.

—Pero ¿qué pasa con la sección de propulsión? Necesito echarle un vistazo a la contención para ver si podemos coger esa antimateria…

—Hazlo, Gómez. —Después le ofreció una frase de consolación—. Volveremos a por la antimateria en otro momento. No va a irse a ningún sitio.

La madriguera hueca se alejó de ellos. Gómez dio la vuelta a la nave hasta llegar al lado intacto, después activó los propulsores de la lanzadera. Una vez a dos o trescientos metros de ella, resultaba imposible averiguar que no era lo que parecía. Por un leve instante, Sky pensó en ella de nuevo como en el
Caleuche
: la nave fantasma. Se habían equivocado; se habían equivocado por completo. Pero nadie podía culparlos por aquello… después de todo, la verdad era mucho más extraña.

Tendrían problemas, claro, al regresar a la Flotilla. Una de las otras naves había enviado allí a sus propias lanzaderas, lo que quería decir que Sky tendría que enfrentarse a las recriminaciones; quizá a algún tipo de tribunal. Pero ya lo había pensado y sabía que, con astucia, podía utilizar aquel momento en su provecho. El rastro de pruebas que había creado con la ayuda de Norquinco señalaría a Ramírez como culpable de organizar la expedición al
Caleuche
, con Constanza como parte de la conspiración. Sky se convertiría en un peón inconsciente en los planes megalómanos del capitán. Echarían a Ramírez del puesto; quizá hasta lo ejecutaran. Constanza sería castigada, sin duda. Holgaba decir que pocos dudarían al elegir al sucesor del capitán.

Sky esperó otro minuto, no se atrevió a esperar más por si El Que Viaja Sin Miedo sospechaba lo que iba a suceder e intentaba evitarlo de algún modo. Después lanzó el creapuertos. El relámpago nuclear fue limpio, brillante y sagrado y, cuando la esfera de plasma se desvaneció como una flor cuyos pétalos pasaran del blanco azulado al negro interestelar, no quedó nada.

—¿Qué acabas de hacer? —dijo Gómez.

Sky sonrió.

—He librado a algo de su miseria.

—Tendría que haberlo matado —dijo Zebra cuando el robot de inspección se acercaba a la superficie.

—Sé lo que se siente —dije—. Pero probablemente no habríamos salido nunca de allí si lo hubieras hecho.

Ella había apuntado al cuerpo, pero nunca había quedado muy claro dónde terminaba Ferris y empezaba la silla de ruedas. El disparo solo había dañado la maquinaria de soporte. El hombre había gemido y, al intentar formar una frase, los mecanismos internos de la silla habían chascado y carraspeado antes de emitir una secuencia confusa de sonidos sibilantes. Supuse que haría falta mucho más que un tiro imprudente para matar a un hombre de cuatrocientos años cuya sangre debía estar sobresaturada de Combustible de Sueños.

—Entonces, ¿de qué ha servido nuestra pequeña excursión? —preguntó Zebra.

—Yo me he estado haciendo la misma pregunta —dijo Quirrenbach—. Solo sabemos un poco más sobre los medios de producción. Gideon sigue ahí abajo y también Ferris. Nada ha cambiado.

—Lo hará —dije.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Solo ha sido una misión de exploración. Cuando todo acabe, volveré.

—La próxima vez nos estará esperando —dijo Zebra—. No podremos introducirnos con tanta facilidad.

—¿Podremos? —preguntó Quirrenbach—. Entonces, ¿ya te has apuntado al viaje de regreso, Taryn?

—Sí. Y hazme un favor. Llámame Zebra a partir de ahora, ¿vale?

—Yo le haría caso, Quirrenbach. —Sentí que el robot comenzaba a ponerse en posición horizontal al llegar a la cámara donde esperaba que siguiera Chanterelle—. Y sí, volveremos, y no, no será tan fácil la segunda vez.

—¿Qué esperas conseguir?

—Como alguien a quien conocía bien me dijo en una ocasión, ahí abajo hay algo que necesita que lo libren de su miseria.

—Vas a matar a Gideon, ¿es eso?

—Mejor que vivir con la idea de su sufrimiento, sí.

—Pero el Combustible de Sueños…

—La ciudad tendrá que aprender a vivir sin él. Y con el resto de servicios que le deba a Gideon. Ya has oído lo que ha dicho Ferris. Los restos de la nave de Gideon siguen ahí abajo, todavía alteran la química de los gases del abismo.

—Pero Gideon no está ahora en la nave —dijo Zebra—. No creerás que sigue influyendo en él, ¿no?

—Espero que no —dijo Quirrenbach—. Si lo matas y el abismo deja de suministrar a la ciudad los recursos que necesita… ¿puedes de verdad imaginarte lo que ocurriría?

—Sí —respondí—. Y probablemente haría que la plaga pareciera una pequeña molestia. Pero lo haría de todos modos.

Chanterelle nos esperaba cuando llegamos. Abrió la compuerta de salida, nerviosa, y nos estudió una fracción de segundo antes de decidir que éramos los mismos que habíamos bajado. Dejó a un lado su arma y nos ayudó a salir; todos gruñimos aliviados al salir de la tubería. El aire en la cámara no era precisamente fresco, pero me lo tragué a sorbos eufóricos.

—¿Y bien? —preguntó Chanterelle—. ¿Mereció la pena? ¿Os acercasteis a Gideon?

—Lo bastante —respondí.

Justo entonces comenzó a pitar algo oculto en la ropa de Zebra, como una campana amortiguada. Me pasó su pistola y después sacó uno de los torpes teléfonos de aspecto antiguo que suponían lo más de la modernidad en Ciudad Abismo.

—Debe de haberme intentado localizar desde que empezamos a subir por el tubo —dijo ella tras abrir la pantalla.

—¿Quién es? —le pregunté.

—Pransky —respondió Zebra tras ponerse el aparato al oído, mientras yo le contaba a Chanterelle que el hombre era un detective privado que estaba relacionado de forma marginal con todo lo ocurrido desde mi llegada. Zebra habló con él en voz baja, con una mano sobre el auricular para ahogar la conversación. No podía oír nada de lo que decía Pransky y solo la mitad de lo que decía Zebra… pero fue más que suficiente para pillar el hilo de la conversación.

Alguien, al parecer uno de los contactos de Pransky, había sido asesinado. Pransky estaba en la escena del crimen y, por la forma en la que Zebra hablaba con él, parecía nervioso; como si fuera el último lugar del mundo en el que desearía estar.

—¿Has…? —Probablemente estaba a punto de preguntarle si había avisado a las autoridades, antes de darse cuenta de que, donde estaba Pransky, no había tal cosa; menos aún que en la Canopia.

—No, espera. Nadie tiene que saberlo hasta que lleguemos allí. No te muevas.

Tras decir aquello, Zebra cerró el teléfono y se lo volvió a meter en el bolsillo.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Alguien la ha matado.

Chanterelle la miró.

—¿Matado a quién?

—A la mujer gorda. Dominika. Es historia.

37

—¿Puede haber sido Voronoff? —le pregunté mientras nos dirigíamos hacia la Estación Central. Lo habíamos dejado allí antes de bajar a ver a Gideon, pero matar a Dominika no parecía encajar con lo que sabíamos sobre aquel hombre. Quizá pudiera suicidarse de una forma interesante para matar el aburrimiento, pero no se le ocurriría eliminar a una figura conocida como Dominika—. No me parece su estilo.

—El no, ni tampoco Reivich —dijo Quirrenbach—. Aunque solo tú puedes saberlo con certeza.

—Reivich no es un asesino indiscriminado —comenté.

—No olvides que Dominika hace enemigos fácilmente —dijo Zebra—. No se le daba demasiado bien mantener la boca cerrada. Reivich podría haberla matado por hablar de él.

—Pero ya sabemos que no está en la ciudad —dije—. Reivich está en un hábitat orbital llamado Refugio. Eso era cierto, ¿no?

—Por lo que yo sé, Tanner, sí —respondió Quirrenbach.

No había ni rastro de Voronoff, pero tampoco lo esperábamos: cuando lo habíamos dejado marchar no esperaba que se quedara allí. Ni tampoco importaba. El papel de Voronoff en aquel asunto era, como mucho, anecdótico. Y si necesitaba volver a hablar con él su fama haría que me resultara fácil encontrarlo.

La tienda de Dominika estaba justo como la recordaba, agachada en medio del bazar. Los faldones estaban echados y no había clientes en las vecindades, pero nada hacía pensar que se hubiera cometido un asesinato. No había ni rastro de su ayudante intentando arrastrar a nadie hacia la tienda, pero ni siquiera la ausencia resultaba destacable, ya que el mismo bazar estaba bastante dormido aquel día. No debía haber llegado ningún vuelo; no había ninguna inyección de clientes deseosos de escisiones neurales.

Pransky esperaba justo detrás de la puerta, asomado por un diminuto agujero en la tela.

—Te has tomado tu tiempo para llegar. —Entonces su fúnebre mirada asimiló a Chanterelle, a mí mismo y a Quirrenbach, y sus ojos se abrieron de par en par durante un momento—. Bueno, bueno. Toda una partida de caza.

—Déjanos entrar —dijo Zebra.

Pransky sostuvo la puerta abierta y nos dejó entrar en la cámara de recepción en la que yo había esperado mientras Quirrenbach estaba en la camilla.

—Debo avisaros —dijo en voz baja—. Todo está exactamente como lo encontré. No os va a gustar el espectáculo.

—¿Dónde está su chico? —pregunté.

—¿Su chico? —repitió él, como si se tratara de alguna oscura palabra del argot callejero.

—Tom. Su ayudante. No puede andar lejos. Puede que haya visto algo. Quizá esté también en peligro.

Pransky chasqueó la lengua.

—No he visto a ningún «chico». Ya tenía bastante con lo que entretenerme. Quien lo hiciera está… —dejó la frase en el aire, pero me imaginaba lo que estaba pensando.

—No puede ser un talento local —dijo Zebra para romper el silencio—. Nadie de aquí malgastaría un recurso como Dominika.

—Dijiste que la gente que me buscaba no era de aquí.

—¿Qué gente? —preguntó Chanterelle.

—Un hombre y una mujer —la informó Zebra—. Visitaron a Dominika para intentar localizar a Tanner. Seguro que no eran de aquí. Una pareja extraña, es todo lo que sé.

—¿Crees que volvieron para matar a Dominika? —le pregunté.

—Yo diría que son los sospechosos con más puntos, Tanner. ¿Y sigues sin saber quiénes pueden ser?

Me encogí de hombros.

—Está claro que soy un hombre popular.

Pransky tosió.

—Quizá deberíamos… —con un gesto de su mano gris señaló hacia la cámara interna de la tienda.

Entramos a la parte en la que Dominika llevaba a cabo sus operaciones.

Dominika flotaba sobre la espalda a medio metro de su camilla quirúrgica, colgada en aquella postura gracias al arnés de vapor articulado que la sujetaba de cintura para bajo. El mecanismo neumático del arnés todavía siseaba y unos débiles dedos de vapor se elevaban hacia el techo. Como pesaba más por arriba, se había inclinado en un ángulo en el que sus caderas flotaban por encima de sus hombros. La cabeza de alguien más delgado que Dominika habría rodado a un lado, pero los rollos de grasa que le rodeaban el cuello hacían que la cara siguiera apuntando al techo; tenía los ojos abiertos de par en par, blancos y vidriosos, y la mandíbula colgaba abierta.

Tenía el cuerpo cubierto de serpientes.

Las más grandes de ellas estaban muertas, enrolladas a su alrededor como bufandas de colores; los cuerpos muertos llegaban hasta la cama. No cabía duda de que estaban muertas; les habían rajado el vientre con un cuchillo y la sangre dibujaba lazos en la camilla. Las serpientes más pequeñas seguían vivas, enroscadas sobre la barriga de Dominika o en la camilla, aunque no se movieron ni siquiera cuando me acerqué a ellas, con suma precaución.

Pensé en los vendedores de serpientes que había visto en el Mantillo. De allí venían aquellos animales, comprados solamente para añadir colorido al cuadro.

—Os dije que no os gustaría —dijo Pransky; su voz cortó el asombrado silencio de nuestro grupo—. He visto cosas enfermizas en mi vida, creedme, pero esto…

—Tiene un método —dije suavemente—. No es tan enfermizo como parece.

—Debes estar loco —lo había dicho Pransky, pero no dudaba de que los demás sentían lo mismo. Era difícil culparlos por ello, pero sabía que llevaba razón.

Other books

Fated by S. G. Browne
The Sea for Breakfast by Lillian Beckwith
The Bloody Wood by Michael Innes
Next Summer by Hailey Abbott
Still William by Richmal Crompton
Reba: My Story by Reba McEntire, Tom Carter
Double Exposure by Franklin W. Dixon
The Audubon Reader by John James Audubon