Reivich frunció los labios con asco.
—Las armas de Cahuella asesinaron a mi familia —dijo—. Vendió armas que asesinaron a los que amaba. Podría haberlo torturado con ganas por aquello.
—Si hubieras matado a Gitta habría sido una tortura peor de la que pudieras haberle infligido con cuchillos y electrodos.
—¿Sí? ¿De verdad la amaba tanto?
Examiné mis recuerdos, con la esperanza de poder responderle.
—No lo sé —fue lo único que pude ofrecerle—. Era un hombre capaz de muchas cosas. Solo sé que Tanner la amaba al menos tanto como Cahuella.
—Pero Gitta murió. ¿Qué le hizo eso a Cahuella?
—Lo llenó de odio —respondí mientras pensaba en aquella habitación blanca que todavía no conseguía asir a mi memoria, como una pesadilla que no consiguiera recordar del todo al despertarme—. Pero él volcó aquel odio en Tanner.
—Pero Tanner sobrevivió, ¿no?
—Parte de él —dije—. No necesariamente una parte que pueda llamarse humana.
Reivich se quedó en silencio un minuto, sin duda la dificultad de nuestro encuentro le pesaba. Finalmente dijo:
—Gitta. Era la única inocente, ¿verdad? La única que no se lo merecía.
Aquello era innegable.
El interior hueco de Refugio estaba sumergido en una penumbra perpetua, como una ciudad en un apagón. Al contrario que la penumbra de Ciudad Abismo, la de Refugio era deliberada; un estado de cosas creado por expreso deseo de los grupos que se declaraban arrendatarios del lugar. No había nada parecido a una ecología nativa. El interior no estaba presurizado, aparte de ciertos gases residuales, y cada centímetro cuadrado de las paredes estaba ocupado por estructuras selladas sin ventanas, unidas entre sí por un enredo intestinal de tubos de tránsito. Los tubos emitían un tenue resplandor y eran la única fuente de iluminación, lo que no era decir mucho… y, si no hubiera sido por la mejorada biología de mis ojos, seguramente no podría haber visto nada en absoluto.
Pero aquel sitio vibraba con una sensación de energía casi incontenible; un zumbido casi subliminal que calaba hasta los huesos. El balcón en el que nos encontrábamos estaba cubierto por láminas de cristal hermético, pero aun así tenía la impresión de encontrarme en la esquina de una enorme sala de turbinas sombría, en la que todos los generadores giraran a toda máquina.
Reivich había dado su autorización para que la seguridad de Refugio me dejara entrar, siempre que nos escoltaran hasta él. Aquello me causaba cierta inquietud (estaba demasiado fuera de mi control), pero no teníamos más alternativa que cumplir los deseos de Reivich. Allí acababa la persecución, en su territorio. Y, por una jugada del destino, ya no era Reivich el perseguido.
Podría haber sido Tanner.
Quizá fuera yo.
Refugio era lo bastante pequeño como para que no supusiera un inconveniente ir andando de un punto a otro de su interior; un hecho al que ayudaba la gravedad artificial relativamente baja que proporcionaba el perezoso giro del hábitat. Nos condujeron a uno de los túneles de conexión: un tubo de tres metros de ancho fabricado con un grueso cristal ahumado y salpicado de iris de cristal a todo lo largo. Los iris se dilataban para abrirse y cerrarse a nuestro paso y dejaban muy claro que nos estaban guiando, como si fuéramos comida empujada por la garganta. El paseo nos llevó más allá a lo largo del eje principal del huso, y la gravedad fue aumentando mientras descendíamos del extremo, pero nunca llegó a acercarse a un G. Las estructuras sin iluminación de Refugio se erguían sobre nosotros como paredes de un cañón por la noche, y no tenía ningún sentido que aquel sitio tuviera más habitantes. Lo cierto era que el tipo de clientela a la que servía Refugio era el tipo de gente que exigía una discreción absoluta, incluso entre ellos mismos.
—¿Han escaneado ya a Reivich? —pregunté tras darme cuenta de que era una pregunta obvia que no se me había ocurrido hasta el momento—. Después de todo, por eso está aquí.
—Todavía no —respondió Quirrenbach—. Primero tienen que hacerle todo tipo de pruebas fisiológicas para asegurarse de que la exploración esté optimizada… química de las membranas celulares, propiedades de los neurotransmisores, estructura celular glial, volumen sanguíneo cerebral, ese tipo de cosas. Solo tienes una oportunidad, ya sabes.
—¿Reivich va a probar la exploración total destructiva?
—Algo muy parecido. Dicen que sigue siendo la única forma de obtener la mejor resolución.
—Una vez escaneado no tendrá que preocuparse por un fastidio como Tanner.
—No, a no ser que Tanner lo siga.
Me reí… antes de darme cuenta de que Quirrenbach no bromeaba.
—¿Dónde crees que está Tanner ahora? —dijo Zebra, que caminaba a mi izquierda, mientras sus tacones golpeaban el suelo y su reflejo alargado se asemejaba a unas tijeras bailarinas en la pared.
—En algún lugar donde Reivich pueda verlo —le respondí—. Junto con Amelia, espero.
—¿De verdad es de confianza esa mujer?
—Puede que sea la única persona que no ha traicionado a ninguno de nosotros —dije—. Al menos, no a propósito. Pero estoy seguro de algo. Tanner la llevará consigo hasta que deje de serle útil. Una vez que eso ocurra (y puede que no falte mucho), correrá un grave peligro.
Chanterelle dijo:
—¿Has venido hasta aquí para salvarla?
Durante un momento quise responder que sí; rescatar una pequeña migaja de dignidad y fingir que era un ser humano capaz de algo que no fuera malvado. Y quizá no hubiera sido del todo falso… quizá Amelia era una de las razones por las que había ido, aunque sabía que eso era lo que quería Tanner. Pero no era la más importante, y lo que menos me apetecía en aquellos momentos era seguir mintiendo, y menos todavía a mí mismo.
—Vine hasta aquí para terminar lo que empezó Cahuella —dije—. Tan sencillo como eso.
El túnel de cristal ahumado volvió a subir hacia el otro extremo de Refugio, y después penetró en el lateral a oscuras de una de las estructuras herméticas superiores. Al final de aquella sección concreta de túnel había otro iris, en aquellos momentos cerrado. Pero aquel era negro brillante y resultaba imposible ver lo que esperaba al otro lado.
Caminé hasta él y apoyé la mejilla en el inflexible metal para intentar escuchar algo.
—¿Reivich? —grité—. ¡Estamos aquí! ¡Abre!
El iris de la puerta se abrió, de forma más laboriosa que los que habíamos pasado antes.
Una fría luz verde manó entre los arcos que se abrían y nos bañó en su insipidez. De repente, fui consciente del hecho de no tener un arma (de que ninguno de nosotros iba armado). Pensé que podía morir en un segundo… y ni siquiera saber lo que me había pasado. Había dejado que me admitieran en la guarida de un hombre que tenía mucho por lo que temerme y ninguna razón en el universo para confiar en mí. ¿Quién era más tonto entonces, Reivich o yo? No podría haberlo dicho. Solo sabía que quería salir de Refugio lo antes posible.
La puerta se abrió del todo y reveló una antecámara de paredes de bronce, con lámparas verde intenso colgadas del techo. Símbolos de oro en bajorrelieve recorrían las paredes, iterando afirmaciones matemáticas similares a las que había visto mientras hablaba con Reivich; los encantamientos que podían fragmentar una mente en ceros y unos; puro número.
No cabía duda de que estaba allí.
La puerta se cerró tras nosotros y otro iris se abrió más adelante para dejar al descubierto un espacio mucho mayor, como el interior de una catedral. La sala estaba bañada en una luz dorada, pero sus extremos eran tan distantes que se perdían en las sombras. Podía ver la ligera curvatura del suelo de Refugio, un efecto acentuado por las espigas entrelazadas de bronce y plata que adornaban el suelo.
El aire olía a incienso.
Había un hombre sentado a lo lejos, en el centro de un charco de luz más brillante que el resto, que llegaba desde una alta vidriera de colores. Estaba sentado de espaldas a nosotros, en una silla de respaldo alto de recargada construcción, rodeada de oro. Un trío de esbeltos criados bípedos se mantenía a unos cuantos metros de la silla, supuestamente a la espera de instrucciones. Estudié la forma de la cabeza, casi perdida en la sombra, y supe que estaba detrás de Reivich.
Recordé que había creído verlo junto al pez inmortal de Ciudad Abismo. Había reaccionado muy rápido, había sacado la pistola con cuidado y le había dado la vuelta al acuario para enfrentarme a él y matarlo. Estaba seguro de que lo habría hecho si Voronoff no hubiera sido un segundo más rápido que yo.
Pero ya no sentía la necesidad acuciante de asesinarlo.
Una voz, como lija contra lija, dijo:
—Dadme la vuelta para que pueda mirar a mis invitados, por favor.
La oración resultaba torpe, salpicada de resuellos y de palabras más susurradas que propiamente dichas.
Uno de los criados dio un paso adelante y caminó con el silencio inhumano de los de su clase para girar a Reivich.
No era posible…
Reivich parecía un cadáver, un cadáver brevemente animado por la aplicación de hilos eléctricos, como una marioneta. No parecía vivo. No parecía nada con derecho a hablar, ni a poder curvar los labios para imitar una sonrisa.
Me recordaba a una versión menos sana de Marco Ferris. Solo podíamos verle la cabeza y la punta de los dedos. El resto de su persona se perdía bajo una gruesa manta acolchada, de la que colgaban líneas de alimentación médica que se enrollaban para formar un módulo de soporte vital compacto sujeto a uno de los brazos de la silla, una versión más pequeña de la coraza que había usado para mantener a Gitta «viva» mientras llevaba su cuerpo a la Casa de los Reptiles. La cabeza no era más que un cráneo cubierto de piel; una piel con manchas negras en los lugares donde no era ya de un color morado podrido. Las cuencas de los ojos habían perdido su núcleo; unos delgados cables sobresalían de la oscuridad entre sus párpados y se dirigían hacia el mismo módulo de soporte vital. Solo le quedaban unos cuantos mechones de pelo en la coronilla, como los pocos árboles que siempre quedan en pie justo debajo de un chorro de aire comprimido. La mandíbula le colgaba abierta y laxa, la lengua era una babosa negra que le llenaba la boca.
Levantó una mano. Aparte de algunas manchas, era la de un hombre mucho más joven.
—Veo que estás preocupado.
Me di cuenta de que la voz no salía de él, sino del módulo de soporte vital. Incluso así parecía débil. Probablemente el simple acto de mover los labios como si hablara debía costarle un gran esfuerzo.
—Lo has hecho —dijo Quirrenbach, y dio un paso para acercarse más al hombre para el que todavía trabajaba—. Te escaneaste.
—O eso o anoche no dormí lo suficiente —dijo Reivich, con una voz como el viento—. Bien pensado, tiendo a pensar que fue lo primero.
—¿Qué ha pasado? —pregunté—. ¿Qué salió mal?
—No salió nada mal.
—No deberías tener este aspecto —dijo Quirrenbach—. Pareces un hombre a punto de morir.
—Quizá porque lo soy.
—¿El escáner falló? —preguntó Zebra.
—No, Taryn, no falló. El escaneado fue un éxito rotundo, según me cuentan. Mi estructura neural se copió a la perfección.
—Lo hiciste demasiado pronto —dijo Quirrenbach—. Es eso, ¿no? No podías esperar a que hicieran todos los chequeos médicos. Y esto es lo que te ha hecho.
La cabeza de Reivich intentó asentir.
—La gente como yo y como Tanner… y como tú —dijo mirándome— no tenemos medimáquinas. Casi nadie en Borde del Firmamento las tiene en sus células, salvo los pocos que han podido permitirse pagar a los Ultras. Y los que podrían suelen escoger otro tipo de técnicas de longevidad.
—Tenemos otras cosas de las que preocuparnos —dije.
—Por supuesto que sí. Y esa es la razón por la que prescindimos de esos lujos. El problema es que yo hubiera necesitado medimáquinas para proteger mis células del efecto del escaneado.
—¿Al viejo estilo? ¿Puro y duro? —pregunté.
—Lo mejor, si haces caso a los teóricos. Todo lo demás es una solución de compromiso. Es simple, si quieres meter tu alma en la máquina (y no solo una impresión borrosa), tienes que morir en el proceso. O, al menos, sufrir lo que en condiciones normales sería una herida mortal.
—Entonces, ¿por qué no te protegiste con medimáquinas? —preguntó Quirrenbach.
—No había tiempo para hacerlo de la forma adecuada. Las medimáquinas tienen que adaptarse con cuidado al usuario e introducirse lentamente en el cuerpo. Si no, el efecto es un shock tóxico masivo. Mueres antes de que puedan ayudarte las medimáquinas.
—Si usaste el equipo de Sylveste —dije con cuidado mientras recordaba lo que me habían contado de aquellos experimentos—, ni siquiera deberías seguir respirando.
—Ha sido un proceso actualizado, basado en el trabajo original de Sylveste. Pero llevas razón, a pesar de los refinamientos técnicos debería estar muerto. Parece ser que me administraron las suficientes medimáquinas para sobrevivir al escáner… al menos, temporalmente. —Señaló con la mano el módulo de soporte vital y los tres criados—. Refugio suministra estas máquinas. Intentan estabilizar el daño celular e introducir variantes más refinadas de medimáquinas, pero sospecho que solo lo hacen por obligación.
—¿Crees que vas a morir? —le dije.
—Lo siento en los huesos.
Intenté imaginarme lo que debería ser aquello para él; aquel atroz instante de captura neural, como si te atraparan en el resplandor de la bengala más brillante que se pudiera imaginar; un destello que brillaba por debajo de la carne, se introducía en la médula y la convertía en una escultura de cristal humeante durante aquel penetrante momento.
Los rápidos rayos analíticos del escáner, enfocados a resolución celular, habrían barrido su cerebro a una velocidad ligeramente mayor que la de los impulsos sinápticos, para mantenerse siempre un poco por delante de los mensajes corticales que proclamaban el caos que se extendía por su cerebro. Para cuando el escáner alcanzara el tronco cerebral, todavía no habría llegado información a aquella zona sobre el destrozo sufrido por las capas de su mente situadas encima. Debido a aquella pequeña ventaja, el volcado global de su cerebro habría sido completamente normal, aunque un poco borroso por la resolución espacio-temporal finita del proceso. El escaneado terminaría antes de que Reivich hubiera reconocido lo que había empezado… y cuando su mente comenzara a doblarse ante la conmoción del procedimiento y rutinas neurales enteras cayeran en coma, ya no importaría nada.