—No —dijo Armesto—. Pero al sacrificarse nos dio algo de gran valor. ¿Debo explicarlo?
—Si te apetece —dije; esperaba demostrar un aburrimiento convincente.
Pero lo cierto es que no estaba aburrido, sino un poco asustado.
Armesto me habló sobre los datos técnicos que salieron a chorros del
Palestina
hasta el último nanosegundo anterior a la detonación. Tenían que ver con los intentos por detener el flujo de antimateria. Siempre se había sabido que el procedimiento estaba casi destinado a fallar, pero hasta entonces no estaba claro el modo de fallo preciso y solo se podía vislumbrar vagamente en las simulaciones. Se había especulado que si se pudiera comprender bien el modo de fallo cabría la posibilidad de contrarrestarlo mediante una sutil manipulación del flujo de combustible. No podían probarlo. Sin embargo, alguien acababa de realizar la prueba por ellos. La telemetría de la nave había terminado justo después de que surgiera el modo de fallo, pero había llegado más cerca de ese régimen de inestabilidad que ninguna prueba de laboratorio o simulación informática cuidadosamente preparada.
Y les había enseñado mucho.
Podían extraer la información suficiente de aquellos números para adivinar cómo se debía haber desarrollado el modo de fallo. Los números, introducidos en simulaciones de a bordo creadas por los equipos de propulsión, sugerían una estrategia para contener el desequilibrio. Si se ajustaba ligeramente la topología de la botella magnética, la corriente de inyección podría reducirse sin riesgo de retroceso de la materia normal ni de fuga de antimateria. Por supuesto, seguía siendo arriesgado en extremo.
Lo que no les impidió intentarlo.
Mi nave seguía alejándose del
Brasilia
y del
Bagdad
, y aquellas dos naves se habían dado la vuelta para que sus motores estuvieran delante en la fase de deceleración. Las brillantes puntas de aquellas antorchas de antimateria perforaban el hemisferio de cielo desplazado hacia el rojo de la parte de atrás del
Santiago
, como un par de soles gemelos azul caliente. Los haces de propulsión de las dos naves en deceleración no se podían despreciar como armas en potencia, pero ni Armesto ni Omdurman tenían el valor necesario para barrer mi nave con sus antorchas. Tenían problemas conmigo, no con los muchos posibles colonizadores que todavía transportaba mi nave. De igual modo, consideré la idea de encender mi propio motor y bañar una de las dos naves rezagadas con el escape del
Santiago
… pero las otras dos naves lo considerarían un incentivo para asesinarme, llevara o no pasajeros. Mis simulaciones mostraban que no podría realinear mi propia llama antes de que las otras naves acabaran conmigo en un único bautismo de fuego.
Pensé que no era una opción; y eso significaba qué tendría que vivir con aquellos dos enemigos hasta que encontrara la forma de destruirlos. Todavía estaba considerando las posibilidades cuando, en perfecta sincronía, las dos llamas impulsoras se apagaron.
Esperé conteniendo la respiración a las dos flores gemelas de luz nuclear que querrían decir que los motores de antimateria habían fallado durante la parada.
Pero nunca se produjeron.
Armesto y Omdurman habían logrado apagar sus llamas y avanzaban en punto muerto, como yo, aunque con una velocidad menor gracias al tiempo de frenado.
Armesto se puso en contacto conmigo.
—Espero que hayas visto lo que acabamos de hacer, Sky. Esto lo cambia todo, ¿no crees?
—No tanto como te gustaría pensar.
—Venga, déjate de juegos. Sabes lo que significa. Omdurman y yo podemos apagar nuestros motores durante el tiempo que queramos. Tú no. Eso supone una gran diferencia.
Reflexioné sobre ello.
—No cambia nada. Nuestras naves siguen teniendo casi la misma masa en reposo relativa que hace un día. Seguís estando obligados a continuar decelerando si queréis orbitar alrededor de 61 Cygni-A. Mi nave es más ligera por la masa de los anillos de durmientes que he expulsado. Eso me da ventaja. Me quedaré en modo crucero hasta el último minuto.
—Te olvidas de algo —dijo Armesto—. Nosotros también tenemos a nuestros muertos.
—Es demasiado tarde para que importe. Navegáis a menos velocidad que yo. Y lo has dicho tú mismo: no habéis tenido tantos fallecimientos como nosotros.
—Encontraremos la manera de que importe, Haussmann. No llegarás antes que nosotros.
Miré a las pantallas de largo alcance, que mostraban los puntos magnificados de las otras dos naves. Volvían a girarse, lentas pero seguras. Observé cómo se alargaban los puntos hasta convertirse en finas líneas, para después volver a contraerse.
Y entonces los puntos se vieron rodeados por auras gemelas de radiación de escape.
Las dos naves reanudaban la persecución.
—Esto no ha terminado —dijo Armesto.
Un día después, observé a los muertos alejarse flotando de las dos naves.
Habían pasado veinticuatro horas desde que Armesto y Omdurman se volvieran a unir a la carrera y demostraran su habilidad para controlar las llamas de propulsión de una forma que yo todavía no lograba comprender. La muerte del
Palestina
había sido para ellos una bendición disfrazada de contratiempo… aunque hubieran muerto en el proceso casi mil colonos.
Las dos naves se movían a la misma velocidad relativa que el
Santiago
, de nuevo a velocidad de crucero hacia Final del Camino. Podía distinguir una especie de inevitabilidad en todo aquello. Mi nave seguía teniendo menos masa que la suya, lo que quería decir que tendrían que desprenderse de más si querían seguir la misma curva de crucero/deceleración que yo.
Lo que significaba tirar a sus muertos al espacio.
Se hizo sin ninguna elegancia. Debían haber trabajado toda la noche para atravesar las mismas contramedidas que Norquinco había tardado casi toda la vida en rodear… pero tenían la ventaja de no realizar su trabajo en secreto. A bordo del
Brasilia
y del
Bagdad
todos se habían puesto manos a la obra para lograr aquel objetivo, trabajando sin descanso. Casi los envidiaba. Era mucho más fácil cuando no hacía falta trabajar a escondidas… pero también mucho menos elegante, no había comparación.
En la imagen magnificada observé los anillos de durmientes desprenderse al azar de las dos naves, más como hojas de otoño al caer de un árbol que como algo organizado. La resolución de la imagen era demasiado pobre como para saberlo con seguridad, pero sospechaba que había equipos con trajes espaciales arrastrándose por el exterior de las naves con herramientas de corte y explosivos. Estaban arrancando los anillos mediante la fuerza bruta.
—Seguís sin poder ganar —le dije a Armesto.
Armesto se dignó a responder, aunque casi esperaba que las otras naves guardaran silencio en las comunicaciones a partir de aquel momento.
—Podemos y lo haremos.
—Lo dijiste tú mismo. No tenéis tantos muertos como nosotros. No importa cuántos tires por la borda, nunca bastará.
—Encontraremos la forma de hacer que baste.
Más tarde me imaginé el tipo de estrategia que podrían usar. No importaba lo que sucediera después, las naves solo estaban a dos o tres meses de Final del Camino. Con unos suministros cuidadosamente racionados, podían despertar a algunos colonos antes de lo previsto. Los
momios
revividos podrían mantenerse vivos a bordo de la nave con la tripulación, aunque las condiciones rozarían lo inhumano, pero podría ser suficiente. Cada diez colonos despiertos podrían expulsar un anillo de durmientes y conseguir la correspondiente reducción de masa de la nave, lo que les permitiría obtener un perfil de deceleración más rápido.
Sería lento y peligroso (yo suponía que perderían al menos uno de cada diez de los que intentaran revivir en aquellas condiciones tan poco óptimas), pero podría bastar para compensar la diferencia de masas.
Aunque no les bastara para aventajarme, al menos quedarían a la par.
—Sé lo que pretendes —le dije a Armesto.
—Lo dudo mucho —respondió el anciano.
Pero al poco tiempo comprobé que él llevaba razón. Tras la ráfaga inicial de expulsiones de anillos comenzó otro patrón: una expulsión cada diez horas, aproximadamente. Era justo lo que yo hubiera esperado, diez horas para descongelar a cada colono del anillo. Solo había un puñado de gente en cada nave con los conocimientos necesarios para hacerlo, de modo que tenían que trabajar siguiendo la secuencia.
—No os salvará —dije.
—Creo que sí lo hará, Sky… creo que sí.
Y entonces supe lo que debía hacer.
—¿Qué quieres decir? ¿Que la mataste? —preguntó Zebra mientras los cinco seguíamos observando la grotesca imagen de la muerte de Dominika.
—No he dicho eso —respondí—. Dije que Tanner Mirabel la mató.
—¿Y tú eres…?
—Si te lo dijera, no estoy muy seguro de que me creyeses. De hecho, a mí me está costando un poco asumirlo.
Pransky, que había escuchado nuestra conversación, levantó la voz y habló con certeza solemne.
—Dominika todavía está caliente. Y el rigor mortis no ha comenzado. Si se puede confirmar dónde has estado las últimas horas (y sospecho que así es) no puedes ser el principal sospechoso.
Zebra me tiró de la manga.
—¿Y las dos personas que dije que iban detrás de ti, Tanner? Actuaban como extranjeros, según Dominika. Puede que la mataran por largar sobre ellos.
—Ni siquiera sé quiénes eran —dije—. Al menos, no puedo estar seguro. Sobre todo por la mujer, pero creo que podría arriesgarme a señalar al hombre.
—¿Quién crees que es? —preguntó Zebra.
Quirrenbach metió baza.
—Realmente creo que no deberíamos quedarnos demasiado por aquí; a no ser que quieras enredarte con lo que aquí llaman «las autoridades». Y, créeme, no es lo primero en mi agenda.
—Por mucho que lamente estar de acuerdo con él —dijo Chanterelle—, ha hecho una observación bastante acertada, Tanner.
—No creo que debas seguir llamándome así —dije.
Zebra sacudió la cabeza lentamente.
—Entonces, ¿cómo te llamo?
—Sea como sea, no Tanner Mirabel. —Señalé con la cabeza el cadáver de Dominika—. Tuvo que ser Mirabel el que la mató. El hombre que me sigue es Mirabel. Él lo hizo; no yo.
—Es una locura —dijo Chanterelle, afirmación recibida con gestos de aprobación generales, aunque a nadie parecían gustarle mucho los acontecimientos—. Si no eres Tanner Mirabel, ¿quién eres?
—Un hombre llamado Cahuella —dije, aunque sabía que solo era una verdad a medias.
Zebra se puso las manos en la cadera.
—¿Y no te ha parecido bien contárnoslo hasta ahora?
—No me he dado cuenta hasta hace poco.
—¿No? Se te olvidó por completo, ¿verdad?
—Creo que Cahuella alteró mis recuerdos —dije tras negar con la cabeza—. Sus recuerdos. Para suprimir su identidad. Tenía que hacerlo de forma temporal para poder escapar de Borde del Firmamento. Sus propias memorias y su cara lo habrían incriminado. Salvo que cuando digo «él” en realidad quiero decir “yo».
Zebra me miró con los ojos entrecerrados, como si intentara decidir si su primer juicio sobre mí había sido terriblemente incorrecto.
—Te lo crees de verdad, ¿no?
—Me ha llevado un tiempo aceptarlo, puedes creerlo.
—Está claro que ha perdido la chaveta —dijo Quirrenbach—. Lo raro es que yo pensaba que hacía falta algo más que una gorda muerta para empujarle a la locura.
Le di un puñetazo. Fue rápido; no le ofrecí ninguna advertencia y, en cualquier caso, bajo la permanente amenaza de la pistola de Chanterelle, no estaba en posición de defenderse. Lo observé caer, resbalar en el suelo cubierto de algún fluido médico derramado y levantar la mano para acariciarse la mandíbula incluso antes de dar en el suelo.
Quirrenbach cayó sobre la sombra detrás de la camilla y aulló al entrar en contacto con algo.
Durante un instante me pregunté si habría tocado una serpiente que había logrado llegar hasta el suelo. Pero vi que algo mucho más grande salía de la sombra. Era el chico de Dominika, Tom.
Extendí una mano hacia él.
—Ven aquí. Estás a salvo con nosotros.
La había matado el mismo hombre que la había visitado antes para preguntarle por mí. De otro planeta, sí… parecido a ti, añadió Tom, primero de pasada, pero después repitiéndolo en un tono que delataba su suspicacia. No solo parecido a Tanner… sino muy parecido a él.
—De acuerdo —dije tras ponerle una mano en el hombro—. El hombre que mató a Dominika sólo se parece a mí. No quiere decir que yo sea él.
Tom asintió lentamente.
—No suenas como él.
—¿Hablaba distinto?
—Tú hablas bonito, señor. El otro hombre, el que pareces tú, él no usa tantas palabras.
—Uno de esos tipos fuertes y silenciosos —dijo Zebra. Después apartó al chico de mí y lo rodeó protectora con sus largos y esbeltos brazos. Me sentí conmovido durante un instante. Era la primera vez que veía una pizca de compasión de alguien de la Canopia por un nativo del Mantillo; la primera vez que había visto que un grupo considerara humano al otro. Por supuesto, sabía lo que creía Zebra, que el juego era malvado, pero otra cosa era ver aquella creencia expresada en un simple gesto de consuelo—. Sentimos mucho lo de Dominika —dijo ella—. Por favor, créenos, no fuimos nosotros.
Tom sorbió por la nariz. Estaba afectado, pero la conmoción de la muerte todavía no le había calado del todo y parecía razonablemente coherente y deseoso de ayudarnos. Bueno, al menos yo esperaba que fuera porque la conmoción todavía no le había calado; la otra posibilidad (que estaba inmunizado frente a aquel tipo de dolor) era demasiado desagradable para considerarla. Podía soportarlo en un soldado, pero no en un niño.
—¿Estaba solo? —le pregunté—. Me dijeron que me buscaban dos personas; un hombre y una mujer. ¿Sabes si es el mismo hombre?
—Mismo tipo —respondió el chico tras desviar la mirada del cadáver suspendido de Dominika—. Y esta vez tampoco solo. Mujer con él, pero ella no parece contenta esta vez.
—¿Parecía contenta la primera vez? —le pregunté.
—No contenta, pero… —el chico dudó y pude ver que le exigíamos a su vocabulario un esfuerzo poco razonable—. Parece cómoda con el tipo; como amigos. Él más agradable entonces, más como tú.