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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (41 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—¿Qué?

—Es como si el resto de la nave hubiera decidido olvidar en silencio tu existencia. ¿Cómo se siente uno después de haber sido borrado de la vida pública?

—Tú me recuerdas.

—Sí. —Sky señaló con la cabeza la pálida forma aerodinámica que flotaba en el otro extremo de la habitación, encerrada en cristal verde blindado—. Y él también. Pero eso no es decir mucho, ¿no? ¿Que solo te recuerden tus torturadores?

—Es mejor que nada.

—Sospechan algo, claro está. —Pensó en Constanza, la única espina real clavada en su costado—. O al menos solían hacerlo, cuando pensaban en el asunto. Después de todo, mataste a mi padre. Tendría perfecto derecho moral a torturarte, ¿no crees?

—Yo no maté…

—Ah, pero sí que lo hiciste —Sky sonrió. Estaba de pie junto al panel de control que le permitía hablar con los implantes del saboteador y toqueteaba distraídamente los gruesos mandos negros y los indicadores analógicos con cubiertas de cristal. Había construido la máquina él mismo tras rebuscar sus componentes por la nave y la había llamado la Caja de Dios. Y eso era, en realidad: un instrumento para meter a Dios en la cabeza del saboteador. Al principio solo lo había usado para causarle dolor pero, una vez aplastada la personalidad del infiltrado, había comenzado a reconstruirla según su propio ideal, a través de dosis controladas de éxtasis neural. En aquellos momentos el lóbulo temporal del hombre solo recibía un diminuto rastro de corriente y, en aquel estado nulo, sus sentimientos hacia Sky rozaban el agnosticismo más que la devoción.

—No recuerdo lo que hice —dijo el hombre.

—No, supongo que no. ¿Debo recordártelo?

El saboteador negó con la cabeza.

—Quizá maté a tu padre. Pero alguien debió proporcionarme los medios para hacerlo. Alguien debió cortar mis ataduras y dejarme aquel cuchillo junto a la cama.

—Era un escalpelo, una cosa infinitamente más delicada.

—Tú deberías saberlo, claro.

Sky giró uno de los mandos un par de marcas más y observó cómo temblaban los indicadores analógicos.

—¿Por qué iba yo a darte los medios para matar a mi propio padre? Tendría que estar loco.

—De todos modos, se estaba muriendo. Lo odiabas por lo que te había hecho.

—¿Y cómo lo sabes tú?

—Tú me lo dijiste, Sky.

Aquello, por supuesto, era completamente posible. Resultaba divertido empujar al hombre hasta el filo desesperado del miedo total, hasta el punto en el que se le soltaban los intestinos, y después ablandarse. Podía hacerlo con la máquina si quería o, sencillamente, desenvolviendo algunos instrumentos quirúrgicos y enseñándoselos al prisionero.

—No me hizo nada para que lo odiase.

—¿No? Eso no es lo que decías antes. Eras hijo de inmortales, después de todo. Si Titus no hubiera intervenido, si no te hubiera robado, seguirías durmiendo con los otros pasajeros —siguió hablando en su acento sutilmente arcaico—. En vez de eso, pasarás tu vida en este lugar miserable, haciéndote mayor, arriesgándote a morir cada día, sin saber seguro si llegarás vivo a Final del Camino. ¿Y qué pasa si Titus se equivocó? ¿Y si no eres inmortal? Tendrán que pasar años hasta que estés seguro.

Sky giró más el mando.

—¿Crees que aparento mi edad?

—No… —Observó el temblor del labio inferior del saboteador con las primeras e inconfundibles señales del éxtasis—. Pero puede tratarse tan solo de buenos genes.

—Correré el riesgo —aumentó la corriente—. Podría haberte torturado, ¿sabes?

—Aaah… lo sé. Oh, Dios, lo sé.

—Pero decidí no hacerlo. ¿Experimentas ya una religiosidad razonablemente intensa?

—Sí. Siento que estoy en presencia de algo… algo… aaah. Dios. No puedo hablar ahora. —La cara del hombre se arrugó de forma inhumana. Había veinte músculos faciales adicionales unidos a su cráneo, capaces de alterar drásticamente su apariencia cuando surgía la necesidad. Sky suponía que se había transformado la cara para meterse en la nave en lugar del hombre que debería haber tenido su cabina de durmiente. En aquellos momentos imitaba a Sky, los músculos artificiales se crispaban involuntariamente hacia aquella nueva configuración—. Es demasiado bello.

—¿Ves ya las luces brillantes?

—No puedo hablar.

Sky giró el mando unas cuantas marcas más, hasta que estuvo cerca del final del rango. Los indicadores analógicos estaban casi a tope. Pero no del todo y, como estaban calibrados de forma logarítmica, aquel último movimiento podría significar la diferencia entre un sentimiento de espiritualidad intensa y una visión completa del cielo y del infierno. Nunca había llevado todavía al prisionero hasta aquel nivel, y no estaba muy seguro de querer arriesgarse a ello.

Se alejó de la máquina y se acercó al saboteador. Detrás de él, Sleek se retorcía en su tanque y las oleadas de expectación le recorrían el cuerpo. El hombre babeaba y había perdido el control muscular básico. La cara se le había fundido y los músculos colgaban sin remedio. Sky cogió la cabeza del hombre entre las manos y lo obligó a mirarlo a la cara. Casi podía sentir en los dedos el cosquilleo de la corriente que hormigueaba por el cráneo del hombre. Durante un instante se miraron a los ojos, pupila contra pupila, pero fue demasiado para el saboteador.
Debe ser como mirar a Dios
, pensó Sky; no tenía por qué ser la más agradable de las experiencias aunque estuviera empapada de temor reverencial.

—Escúchame —susurró Sky—. No; no intentes hablar. Solo escucha. Podría haberte matado, pero no lo hice. Decidí perdonarte. Decidí mostrar misericordia. ¿Sabes en qué me convierte eso? En misericordioso. Quiero que lo recuerdes, pero también quiero que recuerdes otra cosa. También puedo ser celoso y vengativo.

Entonces sonó el brazalete de Sky. Era el que había heredado de su padre al asumir la dirección de seguridad. Soltó una palabrota en voz baja, permitió que la cabeza del prisionero le cayera sobre el pecho y después atendió la llamada. Tuvo cuidado de darle la espalda al prisionero.

—¿Haussmann? ¿Estás ahí?

Era el Viejo Balcazar. Sky sonrió e hizo lo que pudo por parecer y sonar escueto y profesional.

—Soy yo, capitán. ¿En qué puedo ayudarle?

—Ha surgido algo, Haussmann. Algo importante. Necesito que me acompañes.

Con la mano libre, Sky comenzó a bajar la potencia de la máquina, pero se detuvo antes de bajarla demasiado. Con la corriente apagada el prisionero recuperaría el habla. Dejó que la cosa fluyera mientras hablaba.

—¿Acompañarle, señor? ¿A algún lugar de la nave?

—No, Haussmann. Fuera de la nave. Vamos al
Palestina
. Quiero que vengas conmigo. No es mucho pedir, ¿verdad?

—Estaré en el hangar de los taxis en treinta minutos, señor.

—Estarás allí en quince, Haussmann, y tendrás un taxi preparado y listo para despegar. —El capitán introdujo una pausa flemática—. Corto.

Sky se quedó mirando el brazalete durante unos instantes después de que desapareciera la imagen del capitán, preguntándose qué se estaba tramando. Con las cuatro naves restantes enzarzadas en lo que básicamente era una guerra fría, el tipo de viaje del que hablaba Balcazar era muy poco habitual, y normalmente se planeaba con días de antelación y prestando atención a cada detalle. Normalmente, una escolta de seguridad acompañaba a cualquier miembro de alto rango de la tripulación que viajara hasta otra nave y Sky se quedaba atrás para coordinar el trabajo. Pero aquella vez Balcazar le había avisado con tan solo unos minutos de antelación y no había escuchado rumores sobre nada pendiente antes de la llamada del capitán.

Quince minutos… de los que ya había perdido al menos uno. Se bajó el puño de la túnica y se dirigió a la puerta. Estaba ya a punto de irse cuando recordó que el pasajero seguía conectado a la Caja de Dios, con la mente todavía bañada en un éxtasis eléctrico.

Sleek volvió a temblar.

Sky volvió a la máquina y ajustó la configuración, de modo que el delfín tuviera control sobre la estimulación de las corrientes eléctricas. El temblor de Sleek se convirtió en una agitación maníaca, el cuerpo de la criatura se golpeaba contra los estrechos límites del tanque y rodeaba su cuerpo de una frenética espuma de burbujas. Los implantes del cráneo del delfín podían hablar con la máquina; podía hacer que el prisionero gritara de agonía o se quedara sin aliento en la cumbre del placer.

Pero con Sleek, normalmente era lo primero.

Oyó al viejo resollar y crujir por el hangar mucho antes de verlo. Los dos ayudantes médicos del capitán, Valdivia y Rengo, se mantenían a una discreta distancia detrás de su protegido, andaban ligeramente inclinados mientras controlaban sus signos vitales en paneles de lectura portátiles, con tal cara de preocupación que parecía que al hombre solo le quedaban minutos de vida. Pero Sky estaba lejos de sentir inquietud por el inminente fallecimiento del capitán; los ayudantes llevaban años con aquella cara y solo constituía una pátina de cuidada profesionalidad. Valdivia y Rengo tenían que dar a todos la impresión de que el capitán estaba casi en su lecho de muerte, para así no verse obligados a aplicar sus poco entrenadas habilidades médicas en otra parte.

Lo que tampoco quería decir que Balcazar estuviera en la flor de la vida. El anciano tenía que llevar un dispositivo médico cogido al pecho, sobre el que se abotonaba la ajustada túnica; aquel pecho rechoncho le daba el aspecto de un gallo bien alimentado. El efecto lo empeoraba su cresta de pelo gris tieso y el sospechoso brillo de sus ojos oscuros y hundidos. Puede que Balcazar fuera el más viejo de la tripulación, era capitán desde antes de los tiempos de Titus y, aunque estaba muy claro que antaño tenía una mente aguda como el filo de una navaja y había sacado a su tripulación de innumerables crisis menores, también estaba claro que aquellos tiempos habían terminado; que la navaja se había convertido en una oxidada parodia de sí misma. En privado se comentaba que casi había perdido la cabeza, mientras que en público todos hablaban de su enfermedad y de la necesidad de pasarle las riendas a la generación más joven; sustituirlo por un capitán joven o de mediana edad que acabaría de entrar en la vejez cuando llegaran a su destino. Si esperamos demasiado, decían, su sustituto no tendrá tiempo para adquirir las habilidades necesarias antes de que lleguen días sin duda difíciles.

Se habían producido votos de censura y mociones de confianza, así como comentarios sobre la jubilación forzosa por motivos de salud (nada semejante a un motín, claro está), pero el viejo cabrón había permanecido en su sitio. Aunque su posición nunca había sido tan débil como en aquellos momentos. Sus aliados más leales también habían comenzado a morir. Titus Haussmann, a quien Sky no podía dejar del todo de considerar su padre, había sido uno de ellos. Perder a Titus había supuesto un gran golpe para el capitán, que llevaba mucho tiempo confiando en los consejos tácticos de aquel hombre, que también le hacía llegar noticias sobre los verdaderos sentimientos de la tripulación. Era casi como si el capitán no pudiera adaptarse a la pérdida de su confidente y se sintió muy satisfecho al dejar que Sky asumiera el puesto de Titus. La rápida promoción a jefe de seguridad solo había sido parte de ello. Las primeras veces que el capitán lo había llamado Titus en vez de Sky, había pensado que el error era tan solo un despiste inocente. Pero, al pensarlo mejor, significaba algo mucho más problemático. El capitán, como se decía, estaba perdiendo la chaveta; los acontecimientos se mezclaban en su cabeza, el pasado reciente se emborronaba para después recuperar la claridad. No era forma de dirigir una nave.

Sky decidió que había que hacer algo al respecto.

—Obviamente, lo acompañaremos —susurró el primero de los ayudantes. Aquel hombre, Valdivia, se le parecía tanto al otro que podían haber sido hermanos. Ambos tenían el pelo blanco cortado al rape y arrugas de preocupación grabadas en la frente.

—Imposible —dijo Sky—. Solo hay disponible una lanzadera de dos asientos. —Indicó la nave más cercana, aparcada en su paleta de transporte. Había otras naves más grandes aparcadas alrededor de la de dos asientos, pero a todas les faltaban componentes o tenían abiertos paneles de acceso. Era parte del deterioro general de los servicios; por toda la nave había cosas que, aunque se suponía que debían durar toda la misión, estaban fallando prematuramente. El problema no sería tan grave si hubieran podido intercambiar piezas y expertos entre las naves de la Flotilla, pero aquello resultaba impensable en el clima diplomático del momento.

—¿Cuánto tiempo haría falta para arreglar una de las grandes? —preguntó Valdivia.

—Medio día, como mínimo —respondió Sky.

Balcazar debía de haber escuchado algo, porque murmuró:

—Maldita sea, Haussmann, no habrá ningún retraso.

—¿Veis?

Rengo dio un bote hacia el capitán.

—Entonces, capitán, si me permite.

Era un ritual por el que habían pasado muchas veces. Con un suspiro de resignación, Balcazar permitió que el médico le desabrochara el lateral de la túnica y dejara al descubierto la reluciente extensión del chaleco médico. La máquina rechinó y silbó como la pieza de un desvencijado equipo de purificación de aire. Tenía docenas de ventanas; algunas mostraban lecturas e indicadores, otras pulsantes cables de fluidos. Rengo sacó una sonda de su dispositivo portátil y la enchufó a varias aberturas, mientras asentía o sacudía la cabeza lentamente al ver fluir los números y las gráficas por la pantalla del dispositivo.

—¿Algo mal? —preguntó Sky.

—En cuanto regrese quiero que baje a la división médica para hacerse una revisión completa —dijo Rengo.

—El pulso está un poco débil —dijo Valdivia.

—Resistirá. Le subiré el relajante. —Rengo pulsó algunos controles en su aparato portátil—. Se sentirá un poco adormilado en el viaje de ida, Sky. No dejes que los cabrones de la otra nave lo pongan nervioso, ¿vale? Tráelo por motivos médicos si ves alguna señal de tensión.

—Me aseguraré de ello. —Sky ayudó al ya amodorrado capitán a subir a la lanzadera de dos asientos. Obviamente, era mentira que no hubiera naves más grandes disponibles, pero de los presentes solo Sky tenía los conocimientos técnicos necesarios para descubrir el engaño.

Salieron sin problemas. Pasaron el túnel de acceso, se desengancharon y se alejaron del
Santiago
, mientras las descargas de propulsión empujaban a la lanzadera hacia su destino, el
Palestina
. El capitán estaba sentado delante de él, y su reflejo en la ventana de la cabina parecía el retrato formal de algún déspota octogenario de otro siglo. Sky esperaba que diera una cabezada, pero parecía bastante despierto. Tenía por costumbre dar portentosos discursos cada pocos minutos, salpicados de una lluvia de toses.

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