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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (84 page)

BOOK: Ciudad abismo
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El hombre tecleó una nueva frase en la silla, que silbó:

—¿Cómo sabes todo eso?

—Como ya le he dicho a Quirrenbach, los gusanos y yo nos conocemos desde hace mucho, mucho tiempo.

Recuperé el recuerdo de Sky de lo que le había contado el gusano. La especie fugitiva aprendió que, para poder sobrevivir, debía esconderse y hacerlo de forma experta. Había zonas del espacio en las que no se había desarrollado ninguna inteligencia en los últimos tiempos (esterilizadas por explosiones de supernovas o fusiones de estrellas de neutrones) y aquellas zonas limpias eran los mejores lugares para esconderse. Pero tenían sus peligros. La inteligencia siempre estaba esperando el momento de surgir; nuevas culturas evolucionaban y se desparramaban por el espacio. Eran aquellos estallidos de vida lo que atraía a las máquinas depredadoras. Colocaban dispositivos y trampas de observación automáticos en los sistemas solares más prometedores, listos para dispararse en cuanto las nuevas culturas espaciales dieran con ellos. Así que las larvas y sus aliados (los pocos que quedaban) se volvieron cada vez más paranoicos y vigilaban los signos de nueva vida.

Las larvas nunca habían prestado mucha atención al sistema de la Tierra. La curiosidad les requería un esfuerzo de voluntad y hasta que los signos de inteligencia alrededor de la Tierra se hicieron evidentes no se vieron obligadas a mostrar interés. Observaron y esperaron a ver si los humanos hacían alguna incursión en el espacio interestelar y, durante siglos y después milenios, no pasó nada.

Pero entonces pasó algo y no fue favorable.

Lo que Ferris había aprendido de Gideon encajaba exactamente con lo que Sky había aprendido a bordo del
Caleuche
. La larva de Ferris había sido perseguida durante cientos de años luz (a lo largo de siglos de tiempo real) por un solo enemigo. La máquina enemiga se movía más rápido que la nave de la larva y era capaz de dar giros más cerrados y aceleraciones más rápidas. El enemigo hacía que el dominio del impulso y la inercia de las larvas pareciera de una torpeza extrema. Sin embargo, aunque las máquinas asesinas eran más rápidas y fuertes, tenían sus limitaciones (quizá fuera más preciso denominarlas puntos ciegos) y las larvas las habían documentado a lo largo de los milenios. Sus técnicas de detección gravitatoria eran de una simplicidad sorprendente para unos asesinos tan eficientes en otros aspectos. Las naves de las larvas habían sobrevivido a muchos ataques escondiéndose cerca (o dentro de) grandes masas de camuflaje.

Gideon encontró el mundo amarillo con la máquina asesina en los talones y vio en él su oportunidad. Había localizado el profundo accidente geológico con una emoción tan parecida a la alegría desbordante como le permitió su neurofisiología.

Al acercarse, el enemigo lo localizó con sus armas de largo alcance. Pero la larva había escondido su nave detrás de la luna del planeta, así que la salva de proyectiles antimateria abrió una cadena de cráteres en la superficie de la luna. Descendió sin ser vista hasta la atmósfera y después hacia el interior del abismo, el potencial escondite que había observado desde el espacio. Lo había ensanchado y ahondado con sus propias armas, para hurgar todavía más en la corteza del mundo. Afortunadamente, la atmósfera espesa y venenosa camufló la mayor parte de sus esfuerzos. Pero en su camino cometió un terrible error: rozó las paredes verticales con la madeja proyectada de su blindaje. Un billón de toneladas de escombros se estrellaron contra el suelo y la enterraron cuando Gideon solo deseaba esconderse hasta que la máquina asesina se moviera o buscara otro objetivo. Su idea era esperar unos mil años, como mucho… un abrir y cerrar de ojos para las larvas.

Había pasado mucho más tiempo antes de que llegara nadie.

—Seguramente quería que la encontraras —dije.

—Sí —respondió Ferris—. Para entonces ya se había imaginado que el enemigo se había ido. Usaba la nave para señalar su presencia y alteraba las relaciones de gases del abismo. Y los calentaba. También enviaba otras señales, radiaciones exóticas. Pero ni siquiera las detectamos.

—Tampoco creo que las otras larvas lo hicieran.

—Creo que durante mucho tiempo estuvieron en contacto. Encontré algo en la nave… algo que no parecía formar parte de ella; estaba intacto mientras que todo lo demás mostraba señales de gran antigüedad y pérdida de función. Era como una reluciente bola de diente de león que flotaba en su propia cámara, suspendida en una cuna de fuerza. Algo bastante bello e hipnotizador.

—¿Qué era? —preguntó Zebra.

Él se esperaba la pregunta.

—Intenté averiguarlo, pero los resultados que obtuve (basados en las pruebas primitivas y limitadas que podía realizar) eran contradictorios; paradójicos. La cosa parecía de una densidad asombrosa; capaz de detener de golpe neutrinos solares. La forma en que distorsionaba los rayos de luz a su alrededor sugería la presencia de un inmenso campo gravitatorio… pero no había nada. Se limitaba a flotar. Casi podías alargar la mano y tocarla, pero la rodeaba una barrera que hacía que te cosquillearan los dedos. —Mientras hablaba, Ferris había estado introduciendo otra secuencia de órdenes en la silla; sus dedos se movían con la velocidad sin esfuerzo de un pianista haciendo arpegios—. Al final supe lo que era, claro, pero solo tras persuadir a la larva para que me lo dijera.

—¿Persuadir? —dije.

—Tiene lo que podríamos llamar receptores de dolor y algunas regiones de su sistema nervioso producen reacciones emocionales análogas al miedo y al pánico. Solo tuve que localizarlas.

—Entonces, ¿qué era? —preguntó Zebra.

—Un dispositivo de comunicación, pero uno muy especial.

—¿Más rápido que la luz?

—No del todo —me respondió tras la pausa de costumbre—. No en el sentido que tú le darías. No transmite ni recibe ninguna información. Ni él ni sus hermanos en las otras naves de las larvas necesitan hacerlo. Ya contienen toda la información que puedan llegar a recibir.

—No estoy seguro de entenderlo —dije.

—Entonces deja que te lo diga de otra forma —contestó Ferris, que ya debía tener preparada una respuesta a la espera—. Cada uno de los dispositivos de comunicación ya contiene todos los mensajes que puede necesitar conocer la nave en cuestión. Los mensajes están dentro de ella, pero no son accesibles hasta el momento programado para su comunicación. Algo parecido a las órdenes selladas de los antiguos barcos de vela.

—Sigo sin entenderlo —dije.

—Ni yo —coincidió Zebra.

—Escuchad. —El hombre, con lo que debió costarle un esfuerzo considerable, se inclinó hacia delante sobre el asiento—. En realidad es muy simple. Las larvas guardan una grabación de cada mensaje que van a enviar durante toda su historia racial. Después, más adelante en su futuro (más adelante en lo que todavía es nuestro futuro) unen las grabaciones para formar «algo”. Nunca he llegado a comprender del todo el qué, solo que es una especie de maquinaria escondida y distribuida por toda la galaxia. Confieso que los detalles se me escapan. Solo tengo claro el nombre, y puede que solo se trate de una traducción aproximada. —Hizo una pausa y nos miró a todos con sus peculiares ojos helados—. “Memoria Final Galáctica». Es (o será) una especie de enorme archivo viviente. Existe ahora, creo, solo en una forma parcial: un simple esqueleto de lo que será dentro de millones o billones de años. Pero la idea es simple. El archivo, sea lo que sea, trasciende al tiempo. Se mantiene en contacto con todas las versiones pasadas y futuras de sí mismo hasta la época presente y en nuestro pasado remoto. Maneja datos continuamente, arriba y abajo, realizando interminables iteraciones. Y el dispositivo de comunicación de las larvas es, por lo que entiendo, una astilla del antiguo bloque. Un diminuto fragmento del archivo que transporta solo mensajes programados entre las larvas y un puñado de sus especies aliadas.

—¿Qué le impide a las larvas leer los mensajes antes de que los envíen y saber cómo evitar los sucesos futuros?

De nuevo, Ferris se había visto venir la pregunta.

—No pueden. Los mensajes del dispositivo están codificados; sin la clave no puedes acceder a ellos. Eso es lo más ingenioso. La misma clave, al menos por lo que saben las larvas, parece ser la radiación de fondo gravitatoria instantánea del universo. Cuando la larva introduce un mensaje en el dispositivo (y también es así como los almacenan), el dispositivo detecta el latido gravitatorio del universo, el tictac de los púlsares que se mueven en espiral unos hacia los otros; los débiles gemidos de los lejanos agujeros negros que devoran estrellas en los corazones de las galaxias. Lo oye todo y crea una firma única: una clave que encripta el siguiente mensaje. Cada dispositivo transporta esos mensajes, pero no pueden leerlos hasta que el dispositivo está seguro de que el fondo gravitatorio es el mismo. O casi el mismo… tiene que tener en cuenta la posición espacial del receptor del mensaje, claro. Al parecer, eso hace que los dispositivos tengan un alcance efectivo de unos cuantos miles de años luz; una vez que se separan más allá de esa distancia, ya no reconocen la firma de fondo como correcta. Y cualquier intento de falsificar ese fondo, de intentar predecir la futura firma gravitatoria del universo basado en las contribuciones conocidas… bueno, nunca parece funcionar. Al parecer, los dispositivos se pliegan y mueren.

Por lo visto, la larva debía haber mantenido algún tipo de contacto con sus aliados remotos durante siglos. Después había comenzado a acercarse al límite de mensajes almacenados de su propio dispositivo de comunicaciones y había empezado a transmitir tan solo de vez en cuando. El enemigo, se decía, también tenía acceso a aquellos mensajes (sus propias copias de los dispositivos), así que siempre era arriesgado usarlos. La criatura se había sentido sola antes, cuando la perseguían, pero comenzó a comprender que nunca había conocido la verdadera soledad. La soledad era una fuerza aplastante, parecida a las montañas de roca que tenía sobre ella. Pero había seguido cuerda permitiéndose hablar con sus aliados cada pocos decenios, para mantener así un débil sentimiento de parentesco, para sentir que todavía tenía su pequeño papel en el gran escenario de los asuntos de las larvas.

Pero Ferris había sacado a la larva de su nave y había cortado su acceso al dispositivo de comunicaciones. Aquello debía haber sido el verdadero descenso a la locura de la larva.

—La ordeñas, ¿no? —dije—. La ordeñas para obtener el Combustible de Sueños. Y algo más. Usas su terror y su soledad. Destilas esas impresiones y las vendes.

Ferris silbó.

—Hemos introducido sondas en su cerebro y leemos sus patrones neurales. Los pasamos por un software en el Cinturón de Óxido y después lo convertimos en algo que pueda manejar un cerebro humano.

—¿De qué está hablando? —preguntó Zebra.

—Experienciales —dije—. Los negros, los que llevan el dibujo de un pequeño gusano cerca de la parte superior. De hecho, probé uno. No sabía bien lo que esperar.

—He oído hablar de ellos —dijo Zebra—. Pero nunca he probado ninguno y ni siquiera estaba segura de que no fueran una leyenda urbana.

—No, son reales. —Recordé la confusión de emociones que el experiencial había metido en mi cerebro al probarlo a bordo del
Strelnikov
. Los sentimientos predominantes eran una claustrofobia y un miedo terribles y aplastantes… aunque apuntalados por la terrorífica sensación de que, aunque la claustrofobia fuese agobiante, era preferible al vacío plagado de depredadores que había más allá. Todavía podía sentir el horror que el experiencial me había producido; tenía un sabor sutilmente extraño, pero totalmente reconocible. En aquellos momentos no podía comprender por qué la gente pagaba por experimentar algo así, pero después todo cobró sentido. Estaba relacionado con las experiencias extremas; cualquier cosa que suavizara el filo del aburrimiento.

—¿Qué obtiene a cambio? —preguntó Zebra.

—Alivio —dijo Ferris.

Vi a qué se refería. Abajo, en el limo negro que llenaba el tanque, unos trabajadores con trajes grises chapoteaban alrededor del gusano con una especie de picana. El líquido negro les llegaba hasta las rodillas. De vez en cuando pasaban la punta de la picana por el flanco gris del gusano y le producían un escalofrío de dolor a lo largo de su cuerpo de dirigible. Una pálida sustancia roja salía a chorros por los poros de su piel de plata moteada. Uno de los trabajadores corría a recogerla en un frasco.

Al otro extremo, un agudo y estridente chillido surgía de la zona de su boca.

—Supongo que ya no hace tanto Combustible de Sueños como antes —dije sintiéndome enfermo—. ¿Qué es? ¿Algún tipo de maquinaria orgánica?

—Supongo —respondió Ferris; consiguió demostrar el mínimo interés posible al hacerlo—. Después de todo, fue él el que trajo la Plaga de Fusión.

—¿La trajo? —dijo Zebra—. Pero si lleva aquí mil años.

—Sí. Y estuvo dormido todo ese tiempo hasta que llegamos corriendo a buscar refugio en la superficie, con nuestros patéticos asentamientos y ciudades.

—¿Sabía que la transportaba? —pregunté.

—Lo dudo mucho. La plaga sería algo que llevaba sin saberlo; una vieja infección a la que se había adaptado hacía tiempo. Puede que el Combustible de Sueños sea tan solo un poco menor; una protección que desarrollaron o diseñaron para sí mismos: un estofado viviente de máquinas microscópicas que sus cuerpos segregan sin parar. Las máquinas eran inmunes a la plaga y la contenían, pero hacían mucho más. Curaban y alimentaban a sus huéspedes, transportaban información entre ellos y sus larvas secundarias… al final, creo, llegó a formar una parte tan esencial de ellos que ya no podían vivir sin ellas.

—Pero, de algún modo, la plaga llegó a la ciudad —dije—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí abajo, Ferris?

—La mayor parte de cuatro interminables siglos, desde que lo descubrí. La plaga no significaba nada para mí, no tenía nada que pudiera dañar. Por el contrario, el Combustible (su sangre) me mantenía vivo al no tener acceso a otros tratamientos de longevidad. —Señaló la manta plateada que lo cubría—. Por supuesto, el proceso de envejecimiento no se ha detenido por completo. El Combustible es bueno, pero está claro que no es una cura milagrosa.

—Entonces, ¿nunca has visto Ciudad Abismo? —le pregunté.

—No… pero sé lo que ha pasado. —Me miró con atención; sentí que mi temperatura corporal descendía frente a su escrutinio—. Lo profeticé. Sabía que ocurriría; que la ciudad se convertiría en un monstruo y se llenaría de demonios y engendros. Sabía que nuestras máquinas más listas, rápidas y diminutas se volverían contra nosotros; que corromperían nuestras mentes y nuestra carne; que traerían consigo perversiones y abominaciones. Sabía que llegaría el momento en el que tendríamos que volver a las máquinas más simples; a patrones más viejos y toscos. —Levantó un dedo acusador—. Lo previ todo. ¿Piensas que diseñé esta silla hace tan solo siete años?

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